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– Estamos subiendo de categoría -me anunció con orgullo mi padre cuando lo ascendieron a supervisor de ventas de una fábrica textil-. Tu madre está entusiasmada.

Y la subida también fue geográfica: fuimos a vivir al otro lado de la bahía de San Francisco, a un barrio italiano encaramado en una colina de North Beach, donde la calle era tan empinada que tenía que subir la acera inclinándome cuando regresaba a casa al salir de la escuela. Tenía diez años y confiaba en que podríamos dejar atrás, en Oakland, todos los viejos temores.

El edificio tenía tres plantas, con dos pisos en cada una. La fachada había sido restaurada recientemente con una capa de estuco y, en la parte superior, varias escalas metálicas conectadas para escapar en caso de incendio, pero por dentro era una casa antigua, La puerta principal, con sus estrechas hojas de vidrio, daba acceso a un vestíbulo mohoso, en el que se mezclaban los olores de todas las viviendas, los nombres de cuyos inquilinos figuraban en el portero electrónico, aliado de la puerta: Anderson, Giordino, Hayman, Ricci, Sorci y el nuestro, St. Clair. Vivíamos en la planta del medio, empotrados entre los olores de la comida que ascendían y el ruido de las pisadas que bajaban. Mi dormitorio daba a la calle, y por la noche, en la oscuridad, veía mentalmente otra vida, los coches que intentaban subir la cuesta envuelta en la niebla, el sonido de los motores acelerados y el chirrido de las ruedas, gentes ruidosas, felices, que reían, resoplaban y decían jadeantes: «Casi hemos llegado, ¿no?», un perro pachón que se erguía para iniciar sus gañidos, a los que respondían poco después las sirenas de los bomberos y una mujer que siseaba colérica: «¡Sammy! ¡Perro malo! ¡Cállate ahora!» Todos estos sonidos, tan predecibles, me relajaban y no tardaban en quedarme dormida.

Mi madre estaba satisfecha con aquel piso, pero al principio no me daba cuenta. Nada más mudamos estuvo muy ocupada, colocando los muebles, desenvolviendo la vajilla, colgando los cuadros de las paredes. Todo esto le llevó casi una semana, y poco después, cuando ella y yo nos dirigíamos a la parada del autobús, tropezó con un hombre que la puso fuera de sí.

Era un chino de rostro rojizo, que venía tambaleándose por la acera, como si estuviera perdido. Nos vio con sus ojos húmedos y al instante se puso delante de nosotras con los brazos extendidos y gritando: «iTe encontré! ¡Suzie Wong, la chica de mis sueños! ¡Aah!». Con los brazos y la boca abiertos se precipitó hacia nosotras. Mi madre me soltó la mano y se cubrió el cuerpo con los brazos, como si estuviera desnuda, incapaz de hacer otra cosa. En cuanto me soltó, me eché a gritar, al ver que aquel hombre de aspecto peligroso se abalanzaba contra nosotras. Seguí gritando después de que dos hombres que reían cogieran al otro y, sacudiéndole, le dijeran: «Joe, por Dios, basta. Estás asustando a esa pobre niña y su criada».

Hicimos varias cosas durante el resto del día, viajamos en autobús, recorrimos tiendas, compramos víveres para la cena, pero mi madre no dejaba de temblar y me apretaba la mano con tanta fuerza que me hacía daño. En una ocasión me soltó la mano para sacar el monedero del bolso y pagar la compra, y yo empecé a apartarme para mirar los dulces expuestos. Ella volvió a cogerme la mano con tal rapidez que en aquel instante supe cuánto lamentaba no haberme protegido mejor.

En cuanto regresamos a casa, colocó en su sitio latas y verduras. Entonces, como si algo no estuviera del todo bien, quitó las latas de un estante y las puso junto a las latas de otro. A continuación descolgó de la pared ante la puerta un espejo redondo de gran tamaño y lo colgó de una pared al lado del sofá.

– ¿Que estás haciendo? -le pregunté.

Me susurró en chino que «las cosas no estaban bien equilibradas», y pensé que se refería al aspecto que tenían y no a la impresión que daban. Entonces empezó a cambiar de sitio cosas más grandes, el sofá, los sillones, un rollo de papel chino con peces de colores pintados.

– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó mi padre al volver del trabajo.

– Está mejorando el aspecto del piso -le dije.

Al día siguiente, cuando regresé de la escuela, vi que había vuelto a cambiado todo y ahora cada cosa ocupaba un lugar diferente. Comprendí que nos enfrentábamos a algún peligro terrible.

– ¿Por qué haces esto? -le pregunté, temerosa de que me diera la respuesta verdadera.

Pero ella no lo hizo, sino que se limitó a susurrar algo absurdo en chino:

– Cuando algo va contra tu naturaleza no estás equilibrado. Esta casa se construyó en una cuesta demasiado empinada, y un mal viento que sopla en lo alto se lleva toda tu fuerza cuesta abajo. Por eso nunca puedes avanzar, siempre estás retrocediendo. -Entonces empezó a señalar las paredes y las puertas del piso-. Mira qué estrecha es esta puerta, como un cuello estrangulado. Y la cocina está frente al lavabo, de modo que toda tu valía se va por el desagüe.

– ¿Pero qué significa eso? -le pregunté-. ¿Qué ocurrirá si no hay equilibrio?

Mi padre me lo explicó más tarde.

– Lo único que ocurre es que tu madre pone en práctica su instinto de anidar, que tienen todas las madres. Ya lo verás cuando seas mayor.

Me intrigó que mi padre no se preocupara nunca. ¿Acaso estaba ciego? ¿Por qué mi madre y yo podíamos ver algo más?

Unos días después comprobé que mi padre había estado en lo cierto. Lo vi al regresar de la escuela, cuando entré en mi dormitorio. Mi madre había vuelto a arreglar la habitación y la cama ya no estaba al lado de la ventana, sino contra una pared, y en el lugar que ocupó la cama… ahora había una cuna usada. Así pues, el peligro secreto era un vientre hinchado, el origen del desequilibrio de mi madre: iba a tener un bebé.

– ¿Ves? -me dijo mi padre mientras los dos mirábamos la cuna-. Es el instinto de anidar. Aquí está el nido, que ocupará el bebé.

Aquel bebé imaginario en la cuna le complacía mucho, pero no vio lo que yo vi más tarde. Mi madre empezó a tropezar con objetos, con los bordes de las mesas, como si se olvidara de que su vientre albergaba un bebé, como si no se encaminara hacia el parto sino hacia el infortunio. No mencionaba las alegrías de volver a ser madre, sino la pesadez que la rodeaba, que las cosas estaban desequilibradas y no armonizaban entre ellas. Así pues, me preocupé por aquel bebé, porque estaba atascado en algún lugar entre el vientre de mi madre y la cuna de mi dormitorio.

***

La nueva orientación de mi cama contra la pared hizo que se modificara la vida nocturna de mi imaginación. En lugar de los sonidos callejeros, empecé a oír voces procedentes de la pared, desde el piso contiguo. El nombre que figuraba en el portero electrónico era el de familia Sorcis.

Aquella primera noche oí el sonido amortiguado de alguien que gritaba. ¿Una mujer? ¿Una muchacha? Apliqué la oreja a la pared y oí la voz airada de una mujer y luego otra voz, más aguda, la de una muchacha que replicaba a gritos. Entonces las voces se volvieron hacia mí, como sirenas de bomberos que entraran en nuestra calle, y oí que las acusaciones aumentaban de volumen poco a poco y se desvanecían gradualmente: ¿Por qué voy a quedarme?… ¿Es que no puedes dejar de fastidiarme?… ¡Entonces lárgate y no vuelvas!… ¿Ah, sí? Con que preferirías estar muerta, ¿eh?… ¡Pues por qué no te mueres!

Entonces oí los ruidos de una pelea, portazos, golpes y gritos. Estaban matando a alguien. Imaginé a una madre que blandía una espada sobre la cabeza de su hija y empezaba a descuartizarla, primero le cortaba una trenza, luego el cuero cabelludo, una ceja, un dedo de los pies, el pulgar, una mejilla, la nariz… hasta que no quedaba nada y cesaban los sonidos.

Hundí la cabeza en la almohada, con el corazón desbocado, conmocionada por lo que me habían revelado mis oídos y mi imaginación. Acababan de matar a una muchacha. No había podido dejar de escucharlo, había sido incapaz de evitar lo sucedido. Era horroroso.

Pero a la noche siguiente la muchacha resucitó. Oí más gritos y más golpes, y su vida volvió a correr peligro. A partir de entonces, todas las noches sucedía lo mismo, una voz atravesaba la pared y me decía que aquello era lo peor que podía ocurrir: el terror de no saber cuándo terminaría.

A veces oía los gritos de aquella alborotadora familia del otro lado del pasillo que separaba nuestros pisos; el suyo estaba junto a las escaleras que subían al segundo piso, el nuestro junto a las escaleras que descendían al vestíbulo.

– Como te rompas las piernas deslizándote por la barandilla, te retorceré el cuello -gritaba una mujer, y el ruido de unos pies que bajaban apresuradamente la escalera seguía a esa advertencia-. ¡Y no te olvides de recoger los trajes de papá!

Conocía tan a fondo la vida terrible de aquella gente que me sobresalté cuando vi a la chica tan cerca de mí por primera vez. Yo estaba cerrando la puerta del piso mientras mantenía en equilibrio una carga de libros bajo el brazo, y al volverme la vi venir hacia mí por el vestíbulo. Me llevé tal sorpresa que grité y dejé caer los libros al suelo. Ella soltó una risita y no tuve duda alguna de quién era aquella muchacha alta, a la que supuse unos doce años, dos más que yo. Entonces bajó la escalera a saltos, y yo recogí en seguida mis libros y la seguí, aunque caminando por la otra acera.

No parecía una chica a la que hubieran matado un centenar de veces. Me fijé en su ropa, en la que no había el menor rastro de sangre. Llevaba una blusa blanca bien planchada, chaqueta de lana azul y falda plisada verde azulada. La verdad es que, con las dos trenzas que rebotaban garbosa y rítmicamente al andar, me dio la impresión de ser muy feliz. Entonces, como si supiera que estaba pensando en ella, volvió la cabeza. Me miró con el ceño fruncido y dobló rápidamente una esquina, perdiéndose de vista.

A partir de entonces, cada vez que me encontraba con mi vecina, fingía que bajaba la vista, me afanaba en arreglar mis libros o abrocharme los botones del suéter y me sentía culpable por saberlo todo de ella.

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Un día, los amigos de mis padres, tía Su y tía Canning, me recogieron en la escuela y me llevaron al hospital, donde estaba ingresada mi madre. Supe que se trataba de algo grave, porque hablaban de cosas innecesarias pero las decían en un tono muy solemne.