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– No nos deshonres -me dijo-. Cuando llegues, demuestra que te sientes muy feliz. Eres afortunada de veras.

***

La casa de los Huang también se levantaba junto al río, pero mientras la nuestra sufrió la inundación, la suya quedó indemne, debido a que estaba ubicada en un lugar del valle más elevado. Esto me hizo ver por primera vez que la posición de los Huang era superior a la de mi familia. Nos miraban con desprecio desde su altura, para lo cual tenían que bajar la vista, cosa que me hizo comprender por qué Huang Taitai y Tyan-yu tenían la nariz tan larga.

Cuando pasé bajo la arcada de piedra y madera que daba acceso a la finca de los Huang, vi un gran patio con tres o cuatro hileras de edificios pequeños y bajos. Algunos eran almacenes de víveres, y otros, habitaciones para los criados y sus familias. Detrás de estos edificios modestos se alzaba la casa principal.

Seguí avanzando y contemplé la casa que sería mi hogar durante el resto de mi vida, habitada por aquella familia desde hacía muchas generaciones. No es que fuese muy antigua o notable, pero te percatabas de que había crecido con la familia. Tenía planta baja y tres pisos, uno para cada generación: bisabuelos, abuelos, padres e hijos. Su aspecto era enmarañado, pues la habían construido de prisa, añadiéndole luego habitaciones, pisos, alas y decorados de muchos estilos, que reflejaban demasiadas opiniones. El primer nivel se construyó con piedras del río, unidas con una mezcla de barro y paja. Los niveles segundo y tercero eran de ladrillo liso con una pasarela exterior que le daba el aspecto de una torre de palacio, y el nivel superior tenía muros de losas grises coronados con un tejado rojo. Dos columnas grandes y redondas, que sostenían una terraza sobre la puerta principal, daban a la casa un aire de importancia. Estas columnas estaban pintadas de rojo, al igual que los bordes de las ventanas de madera. Alguien, probablemente Huang Taitai, había añadido cabezas de dragones imperiales en los ángulos del tejado.

Las pretensiones del interior de la casa eran de distinto orden. La única habitación agradable era una sala en el primer piso, que los Huang utilizaban para recibir a sus invitados. Allí había mesas y sillas de laca roja tallada, elegantes cojines con el apellido de los Huang bordado al estilo antiguo, y muchos objetos preciosos que daban una impresión de riqueza y prestigio añejo. El resto de la casa era sencillo, incómodo y ruidoso, como no podía ser menos con veinte parientes quejosos hacinados bajo un mismo techo. Creo que con cada generación el interior de la casa se había reducido. Llegó un momento en que fue preciso dividir en dos cada habitación.

No hubo ninguna fiesta con motivo de mi llegada.

Huang Taitai no colgó pendones rojos para saludarme en la lujosa sala de la planta baja. Tyan-yu no estaba presente para recibirme. Huang Taitai me hizo subir apresuradamente al primer piso, donde estaba la cocina, un lugar al que no solían ir los niños de la familia, pues era el ámbito de los cocineros y criados. Entonces supe cuál era mi posición en aquella casa.

Aquel primer día, enfundada en mi mejor vestido acolchado, me puse a cortar verduras en la baja mesa de cocina. No podía evitar el temblor de mis manos. Echaba en falta a mi familia y tenía una sensación extraña en el estómago, al saber que por fin me encontraba en el lugar al que pertenecía. Pero también estaba decidida a hacer honor a las palabras de mis padres, de modo que Huang Taitai jamás pudiera desprestigiar a mi madre. No le permitiría esa satisfacción.

Mientras me entregaba a estos pensamientos, me fijé en una vieja criada encorvada sobre la misma mesa, que estaba destripando un pescado. Me miraba por el rabillo del ojo y, como yo estaba llorando, temí que se lo dijera a Huang Taitai, por lo que sonreí y exclamé:

– ¡Soy una chica muy afortunada! Me voy a dar la gran vida.

No me di cuenta de que tenía el cuchillo en la mano, y debí de agitado muy cerca de su nariz, porque ella gritó enojada:

– Shemma bende ren! (¿Qué clase de idiota eres?)

Comprendí en el acto que esto era una advertencia, porque cuando hice mi precipitada declaración de felicidad, casi me engañé a mí misma, pensando que podría ser verdad.

Vi a Tyan-yu a la hora de cenar. Todavía era unos centímetros más alta que el muchacho, pero éste actuaba como si fuera un importante señor de la guerra. Supe qué clase de marido sería, porque se esforzaba al máximo para hacerme llorar. Se quejó de que la sopa no estaba lo bastante caliente y luego derramó el contenido del cuenco fingiendo que era por accidente. Esperó hasta que estuve sentada para comer y entonces pidió otro cuenco de arroz. Me preguntó por qué ponía una cara tan desagradable cuando le miraba.

En el transcurso de los años siguientes, Huang Taitai dio instrucciones a los demás criados para que me enseñaran a coser los ángulos de las fundas de las almohadas y a bordar mi futuro apellido. Cada vez que me enseñaba una nueva tarea, Huang Taitai me preguntaba cómo una esposa puede mantener en orden la casa de su marido si nunca se ha ensuciado sus propias manos. No creo que ella se ensuciara jamás las suyas, pero era muy diestra para dar órdenes y criticar.

– Enséñale a lavar adecuadamente el arroz, hasta que el agua corra clara -le decía a una criada-. Su marido no puede comer arroz turbio.

En otra ocasión le ordenó a una criada que me enseñara a limpiar el orinal:

– Que meta la nariz en el recipiente para asegurarse de que está bien limpio.

Así es cómo aprendí a ser una esposa obediente. Aprendí a cocinar tan bien que por el olor sabía si el relleno de carne era demasiado salado antes incluso de saboreado. Podía coser con unas puntadas tan minúsculas que parecía como si el bordado hubiera sido pintado. E incluso Huang Taitai simulaba quejarse, diciendo que si tiraba una blusa sucia al suelo, antes de que cayera ya estaba limpia y volvía a ponérsela, por lo que todos los días llevaba la misma ropa.

Al cabo de un tiempo ya no pensaba que aquella clase de vida era terrible. No, en absoluto: al cabo de un tiempo, estaba tan dolida que ya no notaba ninguna diferencia. ¿Qué mayor felicidad que la de ver a todo el mundo engullir las setas relucientes y los brotes de bambú que yo había ayudado a preparar aquel día? ¿Había algo más satisfactorio que el gesto de asentimiento y las palmaditas que Huang Taitai me daba en la cabeza después de que le pasara el peine por la cabellera un centenar de veces? ¿N o es el colmo de la felicidad ver que Tyan-yu comía un cuenco entero de fideos sin quejarse ni una sola vez de su sabor o de su aspecto? Es algo parecido a lo que sienten esas señoras que vemos en la televisión norteamericana, tan felices por haber quitado las manchas de la ropa, la cual ahora tiene mejor aspecto que si fuese nueva.

¿Te das cuenta de cómo los Huang casi me inundaban con su manera de pensar? Llegué a considerar a Tyan-yu como un dios, alguien cuyas opiniones valían mucho más que mi propia vida, y Huang Taitai llegó a parecerme mi madre verdadera, alguien a quien quería complacer, alguien a quien debía seguir y obedecer sin rechistar.

Cuando llegó el año nuevo lunar y cumplí dieciséis años, Huang Taitai me dijo que ya estaba preparada para recibir un nieto la próxima primavera. Aun cuando yo no hubiera querido casarme, ¿dónde podría vivir si no accedía? Aunque fuese fuerte como un caballo, ¿cómo podría huir? Los japoneses estaban hasta en el último rincón de China.

***

Los japoneses se presentaron como unos huéspedes a los que nadie había invitado -dijo la abuela de Tyan-yu- y por eso no vino nadie más.

Huang Taitai había trazado unos planes minuciosos, pero la ceremonia de nuestra boda fue muy reducida.

Había invitado al pueblo entero, así como amigos y familiares de otras ciudades. En aquella época no se pedía respuesta a la invitación. No asistir se consideraba una descortesía, y Huang Taitai no creyó que la guerra pudiera cambiar los buenos modales de la gente. Así pues, la cocinera y sus ayudantes prepararon centenares de platos. Los viejos muebles de mi familia habían sido pulimentados y estaban en la sala, formando una dote impresionante. Huang Taitai se había encargado de eliminar todas las señales dejadas por el agua y el barro. Incluso había encargado a alguien que escribiera mensajes de felicitación en estandartes rojos, lo cual daba la sensación de que mis propios padres habían confeccionado aquellos motivos decorativos para felicitarme por mi buena suerte. También había alquilado un palanquín rojo para transportarme desde la casa de su vecino al lugar de la boda.

El día que nos casamos fue muy desafortunado, a pesar de que la casamentera había elegido un día de suerte, el decimoquinto de la octava luna, cuando ésta es perfectamente redonda y más grande que en cualquier otra época del año. Pero los japoneses llegaron una semana antes que la luna, e invadieron la provincia de Shansi, así como las provincias limítrofes con la nuestra. La gente estaba nerviosa, y la mañana del día quince, el de nuestra boda, empezó a llover, lo cual era un mal augurio. Al principio los truenos y relámpagos confundieron a la gente, temerosa de un bombardeo japonés, y no quisieron abandonar sus casas.

Más tarde supe que la pobre Huang Taitai esperó muchas horas a que llegaran más invitados y, finalmente, al ver que no acudiría nadie más, decidió dar comienzo a la ceremonia. ¿Qué otra cosa podía hacer? No estaba en sus manos cambiar el curso de la guerra.

Yo me encontraba en la casa vecina. Cuando me llamaron para que bajara y me acomodase en el palanquín rojo, estaba sentada ante un pequeño tocador, junto a una ventana abierta. Me eché a llorar y pensé amargamente en la promesa que les hice a mis padres. Me pregunté por qué habían decidido mi destino, por qué mi vida había de ser desdichada para que la de otra persona fuese feliz. Desde mi asiento junto a la ventana vi el río Fen con sus turbias aguas marrones. Pensé en arrojarme a aquel río que había destruido la felicidad de mi familia. A una se le ocurren pensamientos muy extraños cuando parece que su vida está a punto de terminar.

Empezó a llover de nuevo, apenas una llovizna. Desde abajo volvieron a gritarme que me diera prisa, y mis pensamientos se volvieron más imperiosos y extraños.

Me pregunté qué era lo verdadero en una persona. ¿Cambiaría de la misma manera que el río cambia de color pero seguiría siendo la misma persona? Entonces vi que las cortinas se agitaban con violencia y afuera llovía con más intensidad, por lo que todo el mundo se escabullía y gritaba. Sonreí, y me di cuenta por primera vez del poder que tiene el viento. No podía ver al viento, pero sí cómo acarreaba el agua que llenaba los ríos y moldeaba el campo, que hacía aullar y brincar a los hombres.