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CAPITULO 13

6 de marzo de 1997, 12.00 horas.

Cogo, Guinea Ecuatorial

Kevin había perdido la noción del tiempo cuando un golpe en la puerta interrumpió la intensa concentración que dedicaba a la pantalla del ordenador desde hacía varias horas

Abrió la puerta del laboratorio y Melanie entró en la estancia. Llevaba una bolsa de papel en la mano.

– ¿Dónde están tus ayudantes? -preguntó.

– Les he dado el día libre -dijo él-. Hoy no pensaba trabajar, así que les dije que salieran a disfrutar del sol. La temporada de lluvias ha sido muy larga y regresará antes de que nos demos cuenta.

– ¿Dónde está Candace? -Dejó la bolsa sobre la mesa del laboratorio.

– No lo sé. No la he visto ni he hablado con ella desde que la dejamos en el hospital esta mañana.

Había sido una noche muy larga. Después de permanecer escondidos en el refrigerador, Melanie había convencido a Kevin y a Candace de que la acompañaran a su habitación de guardia en el Centro de Animales. Los tres habían permanecido allí, durmiendo a ratos, hasta el cambio de turnos de la mañana. Luego se habían mezclado con los empleados que entraban y salían y habían conseguido volver a Cogo sin dificultad.

– ¿Sabes cómo ponerte en contacto con ella? -preguntó Melanie.

– Supongo que habrá que llamar al hospital y pedir que la localicen con el busca -sugirió Kevin-. A menos que esté en la habitación del hostal, que sería lo más lógico, puesto que Horace Winchester se encuentra tan bien.

Llamaban "hostal" a las habitaciones asignadas al personal temporal del hospital. Esta sección formaba parte del complejo hospital-laboratorio.

– Bien pensado -dijo Melanie.

Levantó el auricular y pidió a la operadora que la comunicara con la habitación de Candace. Esta respondió al tercer timbrazo. Era evidente que estaba durmiendo.

– Kevin y yo nos vamos a la isla -anunció Melanie sin preámbulos-. ¿Quieres venir o prefieres quedarte aquí?

– ¿De qué hablas? -preguntó Kevin con nerviosismo.

Melanie le hizo señas de que se callara.

– ¿Cuándo? -preguntó Candace.

– En cuanto llegues. Estamos en el laboratorio de Kevin.

– Tardaré más de media hora. Tengo que ducharme.

– Te esperaremos -dijo Melanie y colgó.

– ¿Estás loca? -preguntó Kevin-. Tenemos que dejar pasar un tiempo antes de arriesgarnos a volver a la isla.

– Yo no lo creo así -repuso Melanie llevándose una mano al pecho-. Cuanto antes vayamos, mejor. Si Bertram descubre que falta una llave, podría cambiar la cerradura y estaremos otra vez como al principio. Además, como te dije anoche, esperan que estemos aterrorizados. Si vamos de inmediato los pillaremos con la guardia baja.

– No sé si estoy en condiciones.

– ¿De veras? -preguntó Melanie con arrogancia-. Eh, recuerda que fuiste tú quien nos metió la preocupación sobre lo que habíamos creado. Y ahora estoy realmente preocupada. Esta mañana he encontrado más pruebas circunstanciales.

– ¿Cuáles?

– Entré en el recinto de bonobos del Centro de Animales.

Me aseguré de que nadie me viera, así que no te pongas nervioso. Me llevó más de una hora, pero conseguí encontrar a una madre con una de nuestras crías.

– ¿Y? -preguntó Kevin. No estaba seguro de querer oír el resto.

– La cría caminaba de aquí para allí sobre sus patas traseras, igual que tú y yo. Lo hizo durante todo el tiempo que estuve observando -dijo Melanie. Sus ojos oscuros resplandecían con una emoción que rayaba en la furia-. La conducta que solíamos calificar de encantadora es definitivamente bípeda.

Kevin hizo un gesto de asentimiento y desvió la mirada.

La vehemencia de Melanie lo ponía nervioso y sus palabras hacían recrudecer sus miedos.

– Tenemos que determinar con certeza cuál es el estado de estas criaturas -afirmó Melanie-. Y la única forma de hacer lo es ir allí. -Kevin asintió-. Así que he preparado unos bocadillos -dijo señalando la bolsa de papel que había llevado con ella-. Será como un día de campo.

– Yo también he descubierto algo preocupante esta mañana -dijo Kevin-. Deja que te enseñe algo.

Cogió un taburete y lo acercó al ordenador. Le hizo una seña a Melanie para que se sentara mientras él lo hacía en su silla. sus dedos volaron sobre el teclado. Pronto la pantalla mostró el gráfico de la isla Francesca.

– He programado el ordenador para que siga a los setenta y tres bonobos de la isla durante varias horas de actividad en tiempo real -explicó Kevin-. Luego condensé los datos para verlos en cámara rápida. Mira el resultado.

Kevin hizo clic en el ratón para comenzar la secuencia. La multitud de pequeños puntos rojos trazaron rápidamente extraños diseños geométricos. Sólo llevó unos segundos.

– Parecen arañazos de gallinas -dijo Melanie.

– Salvo por estos dos puntos -repuso Kevin señalándolos en la pantalla.

– Al parecer no se movieron mucho.

– Exactamente -convino Kevin-. Son los ejemplares números sesenta y sesenta y siete. -Kevin cogió el mapa topogrfico que se había llevado inadvertidamente de la oficina de Bertram-. Localicé el ejemplar número sesenta en un claro al sur del lago de los Hipopótamos. Según el mapa, allí no hay árboles.

– ¿Cómo te lo explicas? -preguntó Melanie.

– Espera -dijo Kevin-. Lo que hice a continuación fue reducir la escala de la cuadrícula para que representara una zona de quince por quince metros en el sitio donde estaba localizada la criatura número sesenta. Deja que te enseñe lo que sucedió.

Kevin introdujo la información e hizo clic con el ratón para comenzar la secuencia otra vez. Una vez más, la luz roja del ejemplar número sesenta fue un punto inmóvil.

– No se ha movido en absoluto -dijo Melanie.

– Me temo que no.

– ¿Crees que está dormido?

– ¿A media mañana? En esta escala, debería detectar el menor movimiento, incluso cuando se moviera en sueños. El programa es muy sensible.

– Si no está dormido, ¿qué hace?

Kevin se encogió de hombros.

– No lo sé. Puede que haya encontrado la forma de quitarse el chip.

– Nunca pensé en esa posibilidad -admitió Melanie-. Es una idea aterradora.

– La única otra posibilidad que se me ocurre es que el bonobo haya muerto.

– Supongo que es posible. Pero no creo que sea probable.

Son animales jóvenes y extraordinariamente sanos. Nos hemos asegurado de eso. Viven en un medio sin depredadores y tienen comida de sobra.

Kevin suspiró.

– Sea lo que fuere, me preocupa, y creo que cuando vayamos allí deberíamos averiguar qué pasa.

– Me pregunto si Bertram sabrá algo al respecto -dijo Melanie-. No es un buen presagio para el proyecto.

– Supongo que debería decírselo.

– Espera a que volvamos de la isla.

– Desde luego -respondió Kevin.

– ¿Has descubierto algo más con el programa en tiempo real?

– Sí. Prácticamente he confirmado mi sospecha de que están usando cavernas. Mira.

Kevin cambió las coordenadas de la cuadrícula que estaba en la pantalla para ver una sección específica del macizo de piedra caliza. Luego indicó al ordenador que rastreara la actividad de su propio doble, el ejemplar número uno.

Melanie miró cómo el punto rojo trazaba una figura geométrica y luego desaparecía. De inmediato reapareció en el mismo punto y trazó una segunda figura. Por fin una secuencia similar se repitió por tercera vez.

– Parece que estás en lo cierto -dijo ella-. Sin duda parece que tu doble entra y sale de las rocas.

– Cuando vayamos allí, creo que deberíamos visitar a nuestros dobles. Son los ejemplares más antiguos, y si algunos de estos bonobos transgénicos se comportan como protohumanos, deberían ser ellos.

Melanie hizo un gesto de asentimiento.

– La idea de ver a mi doble me pone la carne de gallina.

Además, no tendremos mucho tiempo y, dada la superficie de dieciocho kilómetros cuadrados de la isla, será muy difícil encontrar un ejemplar específico.

– Te equivocas -dijo Kevin-. Tengo los instrumentos que usan para recoger ejemplares.

Se levantó de la silla del ordenador y fue hasta su escritorio. Cuando regresó llevaba el localizador y el radiorreceptor direccional que Bertram le había dado. Le enseñó los aparatos a Melanie y le explicó el funcionamiento. Melanie estaba impresionada.

– ¿Dónde está esta chica? -preguntó Melanie mientras consultaba el reloj-. Yo pretendía hacer la visita a la isla durante la hora de comer.

– ¿Siegfried ha hablado contigo esta mañana?

– No; lo hizo Bertram. Parecía furioso y dijo que yo lo había decepcionado. ¿Te imaginas? ¿Acaso cree que con eso me va a partir el corazón?

– ¿Te dio alguna explicación sobre el humo que vi? -preguntó Kevin.

– Sí. Me dijo que acababa de enterarse de que Siegfried había enviado una cuadrilla de obreros para construir un puente y quemar malezas. Dijo que lo habían hecho sin su cono cimiento.

– Lo suponía. Siegfried me telefoneó poco después de las nueve y me contó la misma historia. Incluso me dijo que acababa de hablar con el doctor Lyons y que éste le había dicho que lo habíamos decepcionado.

– Te habrá hecho llorar -dijo Melanie.

– No creo que lo de la cuadrilla de obreros sea verdad.

– Por supuesto que no. Bertram está al corriente de todo lo que pasa en la isla Francesca. ¿Acaso se creen que hemos nacido ayer?

Kevin se puso en pie y miró por la ventana a la lejana isla.

– ¿Qué pasa? -preguntó Melanie.

– Siegfried -dijo Kevin volviéndose hacia ella-. Estoy pensando en su amenaza de aplicarnos la ley ecuatoguineana.

Nos recordó que ir a la isla podía considerarse un delito castigado con la pena de muerte. ¿No crees que deberíamos tomarnos en serio su advertencia?

– ¡Joder, no!

– ¿Cómo estás tan segura? Siegfried me da mucho miedo.

– A mí también me daría miedo si fuera ecuatoguineana -repuso Melanie-. Pero no lo somos. Somos americanos.

Mientras estemos aquí, en la Zona, sólo pueden aplicarnos la ley de Estados Unidos. Lo peor que puede pasarnos es que nos despidan y, como te dije anoche, la idea no me disgusta.

Ultimamente Manhattan se me antoja un paraíso.

– Ojalá me sintiera tan seguro como tú.

– ¿Tu sesión con el ordenador esta mañana ha confirmado que los bonobos están separados en dos grupos?