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– No quisiera aguaros la fiesta -respondió Jack en tono de broma, aunque al mismo tiempo sintió una punzada de celos.

Sabía que Laurie y Lou habían tenido una pequeña aventura, y se preguntó si estarían a punto de volver a empezar.

Jack sabía que no tenía derecho a sentir celos, dada su resistencia a comprometerse con una mujer. Después de perder a su familia, no quería correr el riesgo de volver a sentir tanto dolor. Por otra parte, reconocía que se sentía solo y que disfrutaba de la compañía de Laurie.

– No aguarás ninguna fiesta-repuso Laurie-. Sólo es una cena informal. Pero queremos enseñarte algo. Algo que te sorprenderá y que quizá te duela tanto como una patada en el culo. Como verás, estamos muy entusiasmados.

– ¿Ah, sí? -dijo Jack con la boca seca. Al oír la risa de Lou en el fondo, sumó dos más y dos y dio por sentado que lo que querían enseñarle era un anillo de compromiso. Lou le había propuesto matrimonio.

– ¿Vendrás?-preguntó ella.

– Es muy tarde. Y todavía tengo que ducharme.

– ¡Eh, carnicero! -exclamó Lou, que le había arrebatado el auricular a Laurie-. Ven aquí pitando. Laurie y yo nos morimos de ganas de pasarte el parte.

– De acuerdo. Me daré una ducha rápida y estaré allí dentro de cuarenta minutos.

– Hasta ahora, colega -se despidió Lou.

Jack colgó el auricular.

– ¿Colega? -dijo para sí. Lou no acostumbraba hablarle de esa manera. Jack pensó que el detective debía de sentirse en las nubes.

– -

Ojalá supiera qué hacer para animarte -dijo Darlene-. Se había tomado la molestia de ponerse un body de seda de Victoria's Secret, pero Raymond ni siquiera se había enterado.

Estaba tendido en el sofá con una bolsa de hielo en la cabeza y los ojos cerrados.

– ¿Estás seguro de que no quieres comer nada? -preguntó Darlene.

Era una mujer alta, de más de metro setenta y cinco de estatura, con el pelo oxigenado y un cuerpo voluptuoso. Tenía veintiséis años. Ella y Raymond bromeaban a veces sobre el hecho de que él, con sus cincuenta y dos, le doblaba la edad.

Había sido modelo antes de que el médico la conociera en un bar del este de Nueva York, llamado Auction House.

Raymond retiró despacio la bolsa de hielo y dirigió una mirada fulminante a Darlene. Su vitalidad lo exasperaba.

– Tengo un nudo en el estómago -dijo-. Y no tengo hambre. ¿Es tan difícil de entender?

– Bueno. No sé por qué estás tan nervioso -repuso Darlene-. Acabas de recibir una llamada de una doctora de Los Angeles que ha decidido unirse al grupo. Eso significa que pronto tendremos estrellas de cine entre nuestros clientes.

Creo que deberíamos celebrarlo.

Raymond volvió a ponerse la bolsa de hielo en la cabeza y cerró los oios.

– Los problemas no tienen nada que ver con los beneficios del negocio. Esa parte va de maravilla. Lo que me preocupa son los imprevistos, como el problema de Franconi, y ahora Kevin Marshall. -Raymond no quería hablar de Cindy Carlson. De hecho, hacía todo lo posible para no pensar en ella.

– ¿Por qué sigues preocupado por Franconi? -preguntó Darlene-. Ese problema ya está resuelto.

– Oye -dijo Raymond, intentando ser paciente-, creo que sería mejor que te fueras a ver la tele y me dejaras sufrir en paz.

– ¿No quieres una tostada o un tazón de cereales?

– ¡Déjame en paz! -gritó él. Se sentó con brusquedad, apretando la bolsa de hielo entre las manos. Tenía la cara encendida y los ojos parecían a punto de saltar de sus órbitas.

– De acuerdo, es evidente que mi presencia te molesta -dijo Darlene, enfurruñada. Cuando se disponía a salir del salón sonó el teléfono-. ¿Quieres que lo coja?

Raymond hizo un gesto de asentimiento y le pidió que atendiera la llamada en el estudio. También dijo que si era para él dijera que no sabía dónde estaba, pues no quería hablar con nadie.

Darlene dio media vuelta y desapareció en el estudio.

Raymond soltó un suspiro de alivio y volvió a ponerse la bolsa de hielo en la cabeza. Se tendió y procuró relajarse.

Cuando empezaba a ponerse cómodo, Darlene regresó.

– Llaman desde abajo -dijo-. Hay un hombre que quiere verte. Se llama Franco Ponti y dice que es importante. Le he dicho que no estabas. ¿Qué hago?

Raymond se incorporó con un movimiento brusco y nervioso. Aunque al principio no identificó el nombre, éste no le gustaba. Entonces recordó. Era uno de los esbirros de Vinnie Dominick que lo habían visitado el día anterior.

– ¿Y bien? -preguntó Darlene.

Raymond tragó saliva con dificultad.

– Hablaré con él.

Cogió el supletorio que estaba detrás del sofá e, intentando que su voz sonara autoritaria dijo:

– Hola.

– Hola, doctor -respondió Franco-. Si no hubiera estado en casa, me habría llevado una gran decepción.

– Estaba a punto de meterme en cama. Es algo tarde para recibir visitas.

– Le pido disculpas por la hora. Pero a Angelo Facciolo y a mí nos gustaría enseñarle algo.

– ¿Por qué no lo dejamos para mañana?, entre las nueve y las diez, por ejemplo.

– No puede esperar -dijo Franco-. Venga, doctor. No nos complique las cosas. Vinnie Dominick nos ha ordenado expresamente que vengamos para que usted conozca los detalles del último trabajo. -Raymond buscó desesperadamente una excusa para no bajar, pero con el dolor de cabeza que tenía, no se le ocurrió nada-. Sólo le robaré dos minutos de su tiempo -insistió Franco.

– Estoy muy cansado. Me temo que…

– Eh, un momento, doctor. Insisto en que baje o lo sentirá mucho. Espero que esté claro.

– De acuerdo -dijo Raymond reconociendo lo inevitable.

No era tan ingenuo como para pensar que Vinnie Dominick y sus hombres amenazaban en vano-. Un momento.

Abrió el armario del pasillo y descolgó su abrigo. Darlene estaba atónita.

– ¿Vas a salir? -preguntó.

– No tengo otra alternativa-respondió él-. Supongo que debería alegrarme de que no quieran subir.

Mientras bajaba en el ascensor, procuró tranquilizarse, aunque era difícil, pues el dolor de cabeza se había intensificado. Aquella visita inesperada y no deseada era la clase de imprevisto que no le dejaba vivir.

No tenía idea de qué pretendían enseñarle, aunque suponía que estaría relacionado con Cindy Carlson.

– Buenas noches, doctor -dijo Franco cuando apareció Raymond-. Lamento molestarle.

– Vayamos al grano -dijo Raymond fingiendo una seguridad que no sentía.

– Todo será breve e indoloro. Confíe en mí. Si no le importa… -Señaló hacia la calle, donde habían dejado el Ford.

Angelo estaba apoyado contra el maletero del coche, fumando un cigarrillo.

Raymond siguió a Franco hasta el coche. Angelo se incorporó y se hizo a un lado.

– Queremos que eche un vistazo al maletero -dijo Franco.

Cogió las llaves del coche y lo abrió-. Acérquese para ver mejor. La luz no es muy buena.

Raymond pasó entre el Ford y el coche que estaba aparcado detrás y se colocó a escasos centímetros de la puerta del maletero mientras Franco la levantaba. Un segundo después, Raymond creyó que iba a darle un paro cardíaco. En el preciso instante en que vio la siniestra silueta de Cindy Carlson acurrucada en el maletero hubo un fogonazo de luz. Raymond se tambaleó hacia atrás. La visión de la cara de porcelana de la joven obesa le produjo náuseas y al mismo tiempo se sintió mareado por el fogonazo de luz, que, como comprendió de inmediato, era el flash de una cámara Polaroid.

Franco cerró el maletero y se restregó las manos.

– ¿Qué tal la foto? -preguntó a Angelo.

– Hay que esperar un minuto -respondió el susodicho cogiendo el borde de la fotografía a medida que salía de la cámara.

– Sólo será un segundo -dijo Franco a Raymond. Este dejó escapar un gemido involuntario mientras miraba alrededor con nerviosismo. Le horrorizaba la posibilidad de que alguien más hubiera visto el cadáver.

– Ha salido bien -dijo Angelo. Le entregó la fotografía a Franco, que hizo un gesto de asentimiento y se la enseñó a Raymond.

– Yo diría que es su mejor perfil -comentó Franco.

Raymond tragó saliva. La fotografía mostraba con claridad su expresión de terror, así como la imagen de la muchacha muerta.

Franco se metió la fotografía en el bolsillo.

– Bien, ya está, doctor. Le dije que no le robaríamos mucho tiempo.

– ¿Por qué han hecho esto? -preguntó Raymond con un hilo de voz.

– Fue idea de Vinnie. Pensó que era conveniente tener un recuerdo del favor que le ha hecho, por si acaso.

– ¿Por si acaso qué?

Franco abrió las manos.

– Nunca se sabe.

Franco y Angelo subieron al coche. Raymond subió a la acera. Se quedó mirando el vehículo hasta que éste giró en la esquina y desapareció de la vista.

– ¡Dios mío! -murmuró Raymond. Se volvió y echó a andar con piernas temblorosas hacia la puerta de su casa. Cada vez que resolvía un problema, se le presentaba otro.

– -

La ducha resucitó a Jack. Puesto que esta vez Laurie no le había prohibido ir en bicicleta, decidió hacerlo. Pedaleó hacia el sur a buen ritmo. Teniendo en cuenta las malas experiencias que había tenido en el parque el año anterior, siguió por Central Park West hasta Columbus Circle. A partir de allí, cogió la calle Cincuenta y nueve hasta Park Avenue.

A aquella hora de la noche, la avenida era un sueño, y siguió por ella hasta la calle de Laurie. Amarró la bicicleta con su colección de cadenas y candados y se dirigió a la puerta del edificio de Laurie.

Antes de llamar al timbre, se tomó unos instantes para pensar en la mejor forma de comportarse y lo que debía decir.

Laurie lo recibió en la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Antes de que Jack pudiera pronunciar una sola palabra, la chica le rodeó el cuello con el brazo libre y lo abrazó.

En la otra mano, equilibraba una copa de vino.

– Vaya -dijo dando un paso atrás y miró el lamentable estado del pelo corto de Jack-. Me olvidé de mencionar el tema de la bici. No me digas que has venido en ella. -Jack se encogió de hombros con aire culpable-. Bueno, al menos has llegado sano y salvo -añadió Laurie.

Le bajó la cremallera de la cazadora de piel y se la quitó.

Jack vio a Lou sentado en el sofá con una sonrisa que rivalizaba con la del gato de Cheshire.

Laurie cogió el brazo de Jack y tiró de él hacia el salón.

– ¿Qué quieres primero, la sorpresa o la cena? -preguntó.

– Primero la sorpresa -respondió él.