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Soy Anthony Spoletto. Tengo entendido que ha venido a presentar sus respetos al señor Frank Gleason.

– Exactamente -dijo. Se giró y vio a otro hombre de traje oscuro. Era obeso y tan grasiento como su voz. Su frente brillaba en la suave luz incandescente.

– Me temo que será imposible -se disculpó Spoletto.

– Llamé esta tarde y me dijeron que lo estaban velando.

– Sí, desde luego -respondió él. Pero eso fue esta tarde.

Por petición expresa de la familia, el velatorio se llevó a cabo entre las cuatro y las seis.

– Ya veo -dijo Laurie, desconcertada. Puesto que no había planeado su visita, la idea de preguntar por el cadáver de Gleason se le había ocurrido a último momento. Ahora que el velatorio había acabado, no sabía qué hacer-. Quizá podría firmar el libro de visitas, de todos modos.

– Me temo que eso también es imposible -repuso Spoletto-. La familia se lo ha llevado.

– Bien, eso es todo entonces -dijo Laurie haciendo un ademán lánguido con el brazo.

– Lo lamento -se disculpó Spoletto.

– ¿Sabe cuándo es el entierro?

– Aún no me han notificado nada al respecto.

Gracias-dijo Laurie.

– De nada -dijo él, abriéndole la puerta.

Ella salió y subió al taxi.

– ¿Adónde vamos ahora? -preguntó Michael.

Laurie le dio las señas de su casa. Mientras el taxi arrancaba, se inclinó para echar un último vistazo a la funeraria. Había hecho el viaje en balde. O quizá no. Después de hablar unos instantes con Spoletto, se había dado cuenta de que su frente no estaba grasienta. A pesar de la baja temperatura en el interior del establecimiento, el hombre sudaba. Se rascó la cabeza, preguntándose si ese detalle tendría alguna relevancia o si volvía a dar palos de ciego.

– ¿Era un amigo? -preguntó Michael.

– ¿A quién se refiere?

– Al finado.

Laurie dejó escapar una risita triste.

– No exactamente -respondió.

– Entiendo -dijo él mirándola por el retrovisor-. Hoy día las relaciones son muy complicadas. Y le diré por qué…

Ella sonrió y se arrellanó en el asiento para escucharlo. La chiflaban los taxistas filósofos, y Michael era un auténtico Platón en su profesión.

Cuando el taxi se detuvo frente a su casa, Laurie vio una figura familiar en el vestíbulo. Era Lou Soldano, apoyado contra los buzones. En la mano tenía una botella de vino cubierta con un cesto de mimbre. Laurie pagó el viaje, dejando una generosa propina a Michael, y bajó del vehículo.

– Lo siento -le dijo a Lou-. Me dijiste que llamarías antes de venir.

El parpadeó como si acabara de despertarlo.

– Y lo hice, pero me respondió el contestador. Te dejé un mensaje de que estaba en camino.

Laurie consultó su reloj de pulsera mientras abría la puerta. Como había previsto, había tardado poco más de una hora.

– Pensé que sólo te quedaba media hora de trabajo -dijo Lou.

– No estaba trabajando -respondió ella mientras llamaba el ascensor-. He hecho una excursión hasta la funeraria Spoletto. -Lou arrugó la frente en una expresión de disgusto-.

No me riñas -añadió Laurie subiendo al ascensor.

– ¿Y qué? ¿Has encontrado a Franconi expuesto en un ataúd? -preguntó Lou con sarcasmo.

– Si te pones así, no te contaré nada.

– De acuerdo, lo siento.

– No he descubierto nada. El velatorio del hombre que me interesaba había terminado. La familia lo suspendió a las seis de la tarde.

Se abrió la puerta del ascensor. Mientras Laurie bregaba con la cerradura, Lou hizo una reverencia a Debra Engler, cuya puerta estaba entornada como de costumbre.

– Pero el gerente se comportó de forma sospechosa -dijo Laurie-. Al menos eso me pareció.

– ¿Por qué? -preguntó Lou mientras entraba en el apartamento.

Tom corrió desde la habitación, se restregó contra la pierna de Laurie y comenzó a ronronear. La mujer dejó el maletín en la pequeña mesa semicircular del vestíbulo para agacharse y rascarle detrás de las orejas.

– Cuando hablaba conmigo, sudaba -explicó.

Lou, que se estaba quitando el abrigo, se detuvo en medio de la operación.

– ¿Y eso es todo? ¿El tío sudaba?

– Sí, eso es todo. -Sabía qué pensaba Lou. Estaba escrito en su cara.

– Y dime, ¿comenzó a sudar después de que tú le hicieras preguntas complejas e incriminatorias sobre la desaparición del cuerpo de Franconi? ¿O ya sudaba antes de que hablaras con él?

– Antes -admitió ella.

Lou puso los ojos en blanco.

– ¡Guau! Otra encarnación de Sherlock Holmes. Quizá deberías hacer mi trabajo. No tengo tus dotes de intuición y razonamiento inductivo.

– Has prometido no regañarme -protestó Laurie.

– Yo no hecho tal cosa.

– De acuerdo, fue un viaje inútil. Ahora preparemos la comida. Estoy muerta de hambre.

Lou se pasó la botella de vino de una mano a la otra para terminar de quitarse la gabardina. Al hacerlo, arrojó inadvertidamente al suelo el maletín de Laurie. El impacto hizo que se abriera y se desparramara el contenido. El ruido asustó al gato que desapareció en el dormitorio, después de una lucha desesperada por mantener el equilibrio en el parquet encerado.

– ¡Qué torpe! -dijo-. Lo siento.

Se agachó para recoger los papeles, bolígrafos, portaobjetos y demás parafernalia y, al hacerlo, chocó con Laurie.

– Creo que es mejor que te sientes -dijo ella.

– No; insisto.

Cuando acabaron de reponer las cosas dentro del maletín,

Lou cogió la cinta de vídeo.

– ¿Qué es esto? Tu película porno favorita.

– Ni mucho menos.

Lou la giró para leer la etiqueta.

– ¿El asesinato de Franconi? ¿ La CNN te ha enviado esta cinta por iniciativa propia?

– No -respondió Laurie-. La pedí yo. Pensaba usar la película para corroborar nuestros hallazgos una vez hecha la autopsia. Pensé que era un buen tema para una monografía sobre la fiabilidad de los estudios forenses.

– ¿Te importa si la pongo? -preguntó Lou.

– Claro que no. ¿No viste el atentado por la tele?

– Como todo el mundo. Pero aun así será interesante ver la cinta.

– Me sorprende que en la policía no tengáis una copia.

– Puede que la tengamos -repuso Lou-, pero yo no la he visto.

– Esta no es tu noche, tío -bromeó Warren-. Te estás haciendo viejo.

Jack había llegado tarde al campo de juego y se había visto obligado a esperar su turno para jugar. Entretanto había decidido que ganaría independientemente del equipo en que lo pusieran. Sin embargo, le habían hecho morder el polvo, ya que Warren y Spit estaban en el mismo equipo y ninguno de los dos fallaba jamás. Habían ganado todos los partidos, incluido el último que acababa de rematarse con un dulce pase en picado que había dado a Spit la oportunidad de encestar.

Cuando Jack salió del campo le temblaban las piernas.

Había puesto todo su empeño en el juego y sudaba a chorros. Cogió la toalla que había dejado sobre el cerco de cadenas y se secó la cara. Su corazón parecía a punto de saltarle del pecho.

– Venga, hombre -dijo Warren desde el centro del campo, mientras hacía rebotar el balón entre las piernas-. Un partido más. Esta vez te dejaremos ganar.

– Ya -gritó Jack-. Corta el rollo, tío. Vosotros nunca dejáis ganar a nadie. -Se esforzaba para adaptar su vocabulario al entorno-. Me largo.

Warren saltó por encima del cerco, enganchó un dedo en uno de los eslabones de la cadena y se sentó sobre ésta.

– ¿Qué pasa con tu chica? -preguntó-. Natalie no deja de darme la lata preguntándome por ella, porque hace mucho que no os vemos juntos. Ya me entiendes.

Jack miró la cara esculpida de Warren. Para su vergüenza, Warren no sólo no sudaba, sino que tampoco estaba agitado. Y lo peor era que había empezado a jugar mucho antes de que él llegara. El único indicio del esfuerzo realizado era un pequeño triángulo de sudor en la pechera de su camiseta sin mangas.

– Dile a Natalie que Laurie está bien -repuso Jack-. Sólo que nos tomamos unas pequeñas vacaciones el uno del otro.

Fue culpa mía. Quería que la relación se enfriara un poco.

– Ya te entiendo -dijo Warren.

– Anoche estuve con ella -añadió Jack-. Y parece que la cosa promete. Me preguntó por ti y por Natalie, así que no eres el único.

Warren hizo un gesto de asentimiento.

– ¿Estás seguro de que no quieres jugar?

– No, ya me largo.

– Cuídate, tío -dijo Warren mientras se alejaba del cerco.

Luego gritó a los demás-: Venga, otro partido, troncos.

Jack sacudió la cabeza mientras miraba correr a Warren.

Envidiaba la energía de su amigo. Era obvio que no estaba cansado.

Jack se puso el jersey del chándal y echó a andar hacia su casa. Aunque durante el juego la imposibilidad de ganar lo había enfurecido, ahora no le importaba. El ejercicio le había aclarado la mente y durante una hora y media no había pensado en el trabajo. Sin embargo, no había llegado al final de la calle Ciento seis, cuando comenzó a preocuparse otra vez por el intrigante misterio de la última autopsia.

Mientras subía por las escaleras cubiertas de desperdicios de su edificio, se preguntó si habría alguna posibilidad de que Ted hubiera cometido un error en el análisis del ADN.

Estaba convencido de que a la víctima le habían trasplantado el hígado.

Cuando llegaba al tercer rellano, oyó el timbre de su telé fono. Sabía que era el suyo porque Denise, una madre soltera que vivía en la misma planta con sus dos hijos, no tenía teléfono. Con un esfuerzo sobrehumano, Jack consiguió que sus cansados cuadriceps lo impulsaran hasta el último rellano.

Metió la llave en la cerradura y, en cuanto abrió la puerta, el contestador automático se puso en marcha con una voz que Jack no reconoció como suya. Corrió hacia el teléfono y levantó el auricular, interrumpiendo la grabación en mitad de una frase.

– ¿Sí? -preguntó, agitado. Después de una hora y media de intenso ejercicio en el campo de baloncesto, la subida por el último tramo de escalera lo había llevado al límite de sus fuerzas.

– No me digas que acabas de volver de tu partido de baloncesto -dijo Laurie-. Son casi las nueve. No cuadra con tus horarios.

– No llegué a casa hasta las siete y media -explicó Jack entre jadeos. Se secó la cara para evitar que las gotas de sudor cayeran al suelo.

– Eso significa que aún no has cenado.

– Exactamente.

– Lou está aquí y estábamos a punto de comer ensalada y espaguetis. ¿Por qué no te vienes?