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– Bueno -dijo Laurie-, sólo era una idea.

– Eh, la pregunta tenía sentido -admitió Lou-. Tu memoria siempre me impresiona. No estoy seguro de que yo hubiera podido hacer la asociación. Bueno, ¿y qué me dices de la cena?

– Con la cara de cansado que tienes, ¿por qué no vienes a comer unos espaguetis a mi casa?

Ambos eran íntimos amigos. Después de que los involucraran en el caso Cerino, cinco años antes, habían tenido un pequeño escarceo amoroso, pero la relación no había prosperado y ambos habían decidido que era mejor ser amigos.

Desde entonces cenaban juntos una vez cada dos semanas aproximadamente.

– ¿No te importa? -preguntó Lou. La idea de tenderse en el sofá de Laurie le parecía el paraíso.

– En absoluto. En realidad, lo prefiero. Tengo salsa preparada en el congelador y varios ingredientes para la ensalada.

– Genial. Yo compraré un Chianti de camino. Te daré un toque cuando salga de la jefatura.

– Perfecto.

Cuando Lou se marchó, Laurie volvió a la muestra. Pero la visita del policía había roto su concentración y le había recordado el caso Franconi. Además, estaba cansada de mirar por el microscopio. Se echó hacia atrás y se restregó los ojos.

– A la mierda con todo -murmuró. Suspiró y miró el techo lleno de telarañas. Cada vez que se preguntaba cómo habían sacado el cuerpo de Franconi del depósito, volvía a angustiarse. También se sentía culpable por no poder ayudar a Lou.

Laurie se puso en pie, cogió su abrigo, cerró el maletín y salió del despacho. Sin embargo, no salió del depósito. En cambio, bajó a hacer otra visita a la oficina del depósito. No hacía más que dar vueltas en la cabeza a una pregunta que había olvidado hacer a Marvin Fletcher, el asistente del turno de tarde.

Encontró a Marvin ante el escritorio, rellenando los formularios correspondientes a las recogidas de esa tarde. Marvin era uno de los compañeros de trabajo favoritos de Laurie. Antes del trágico asesinato de Bruce Pomowski durante el caso Cerino, había estado en el turno de día. Después del incidente lo habían pasado a la tarde. En rigor, había sido un ascenso, porque el asistente del turno de la tarde tenía mucha responsabilidad.

– Hola, Laurie, ¿qué cuentas? -dijo Marvin al verla.

Marvin era un afroamericano con la piel más perfecta que Laurie hubiera visto en su vida. Brillaba como si una luz la iluminara desde el interior.

Laurie conversó con Marvin durante unos minutos y, tras compartir con él algunos cotilleos del trabajo, fue directamente al grano.

– Marvin, quiero preguntarte algo, pero prométeme que no te pondrás a la defensiva.

Laurie no pudo evitar recordar la reacción de Mike Passano ante su interrogatorio y no quería que Marvin fuera con quejas a Calvin.

– ¿Sobre qué? -preguntó Marvin.

– Sobre Franconi -respondió Laurie-. Quería preguntarte por qué no se hicieron radiografías del cadáver.

– ¿Qué dices?

– Ya me has oído. Antes de descubrir que el cuerpo había desaparecido, noté que faltaban el informe radiológico y las placas de la carpeta de la autopsia.

– Yo hice las radiografías -aseguró Marvin, que parecía ofendido ante la mera sugerencia de que no fuera así-. Siempre hago radiografías de un cadáver que ingresa, a menos que un médico me indique lo contrario.

– Entonces ¿dónde están el informe y las placas? -preguntó Laurie.

– No sé qué pasó con el informe. Pero las placas se las llevó el doctor Bingham.

– ¿Bingham se las llevó? -preguntó ella. Era extraño, aunque supuso que Bingham se proponía hacer la autopsia a la mañana siguiente.

– Me dijo que se las llevaba a su despacho -explicó Marvin-. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que le dijera al jefe que no podía llevarse unas radiografías? De eso nada, monada.

– Por supuesto -repuso Laurie con aire distraído. Estaba perpleja. Aquello era una nueva sorpresa. ¡Había radiografías del cuerpo de Franconi! Desde luego, no tenían mayor utilidad sin el cadáver, pero se preguntó por qué nadie se lo había dicho. Aunque lo cierto es que no había visto a Bingham hasta después de la desaparición del cuerpo-. Bueno, me alegro de haber hablado contigo -dijo saliendo de su ensimismamiento-. Y te pido disculpas por sugerir que habías olvidado hacer las placas.

– Descuida.

Laurie estaba a punto de marcharse cuando recordó la funeraria Spoletto. Movida por un impulso, le preguntó a Marvin qué sabía de ese sitio.

Marvin se encogió de hombros.

– ¿Qué quieres saber? -preguntó-. No sé mucho al respecto. Nunca he estado allí. Ya sabes lo que quiero decir.

– ¿Cómo son los empleados que vienen aquí?

– Normales -respondió él, volviendo a encogerse de hombros-. Creo que sólo los he visto un par de veces. No sé… qué quieres que te diga.

– Ya -dijo ella asintiendo con la cabeza-. Ha sido una pregunta tonta. No sé por qué la he hecho.

Laurie abandonó la oficina del depósito y salió del edificio por la puerta de la calle Treinta. Tenía la impresión de que en el caso Franconi no había nada casual.

Mientras caminaba por la Primera Avenida, la asaltó otro impulso. De repente, la idea de visitar la funeraria Spoletto se le antojaba muy atractiva. Se detuvo, reflexionó durante unos segundos y luego se acercó al bordillo para parar a un taxi.

– ¿Adónde va, señora? -preguntó el conductor. Laurie vio en la licencia ajada y amarillenta que se llamaba Michael Neuman.

– ¿Sabe dónde está Ozone Park? -preguntó.

– Claro, en Queens -respondió el taxista. Era un hombre mayor. Laurie calculaba que rondaría los setenta. Estaba sentado sobre un cojín de gomaespuma, con gran parte del relleno a la vista, y el respaldo del asiento tenía un protector hecho con cuentas de madera.

– ¿Cuánto tardaríamos en llegar allí? -Si era un viaje de varias horas, no pensaba hacerlo.

Michael la miró con expresión inquisitiva y apretó los la bios mientras pensaba.

– No mucho -dijo con vaguedad-. Las calles están bastante despejadas. De hecho, acabo de regresar del aeropuerto Kennedy en un santiamén.

Tal como Michael había prometido, el viaje fue rápido, sobre todo una vez que cogieron la vía rápida Van Wyck. En el trayecto, Laurie se enteró de que Michael llevaba treinta años trabajando de taxista. Era un hombre locuaz e informado, con una encantadora actitud paternal.

– ¿Conoce Gold Road en Ozone Park? -preguntó Laurie, que se alegraba de haber encontrado a un taxista experimentado. Recordaba la dirección de la funeraria porque estaba en la agenda del despacho del depósito. El nombre de la calle, Mortos, se le había quedado grabado porque le había parecido irónico para una funeraria.

– ¿Gold Road? Ningún problema. Es la continuación de la calle Ochenta y ocho. ¿Busca una casa particular?

– Busco la funeraria Spoletto.

– La llevaré en menos que canta un gallo.

Laurie se arrellanó en el asiento con expresión satisfecha, escuchando a medias la interminable cháchara de Michael.

Por el momento parecía que la suerte estaba de su parte.

La razón que la había impulsado a visitar la funeraria Spoletto era que Jack se había equivocado al respecto. La firma en cuestión estaba relacionada con la mafia, y aunque según Lou fuera con la familia equivocada, esa asociación la hacía sospechosa a los ojos de Laurie.

Fiel a su promesa, en un tiempo sorprendentemente breve Michael frenó delante de una casa de tres plantas, construida con tablas de chilla y empotrada entre varios edificios de ladrillo. Unas columnas de estilo griego sostenían el techo del amplio porche delantero. En medio del minúsculo jardín, un cartel luminoso anunciaba: Funeraria Spoletto, negocio famliar.

El negocio estaba en pleno funcionamiento. Se veían luces encendidas a través de todas las ventanas. Un grupo de personas fumaban en el porche, y a través de las ventanas de la planta baja se veía más gente.

Michael estaba a punto de bajar la bandera, cuando Laurie le dijo:

– ¿Le importaría esperarme? Sólo tardaré unos minutos, y supongo que debe de ser difícil encontrar un taxi por aquí.

– Claro, señora -respondió-. No hay problema.

– ¿Puedo dejar mi maletín aquí? No hay nada de valor dentro.

– De todos modos estará seguro.

Laurie bajó y se dirigió a la puerta de la funeraria con nerviosismo. Recordaba como si fuera ayer el caso que el doctor Dick Katzenburg había presentado en una conferencia cinco años antes. Un hombre de veintitantos años había sido prácticamente embalsamado vivo en la funeraria Spoletto como castigo por arrojarle ácido en la cara a Pauli Cerino.

Se estremeció, pero se obligó a subir por la escalinata de la entrada. Nunca terminaría de recuperarse del trauma que le había dejado el caso Cerino. La gente que fumaba en la puerta no le prestó atención. A través de la puerta cerrada se oía una suave melodía de órgano. Laurie giró el pomo de la puerta, que estaba sin llave, y entró.

Aparte de la música no se oía prácticamente sonido alguno. El suelo estaba recubierto con una alfombra tupida. Había pequeños grupos de personas en el vestíbulo de entrada, pero hablaban en susurros. A la izquierda había una serie de ataúdes barrocos y urnas funerarias en exhibición. A la derecha, una sala de velatorio llena de gente sentada en sillas plegables. Al fondo de la estancia había un ataúd sobre un lecho de flores.

– ¿En qué puedo servirle? -preguntó alguien en voz baja.

Un hombre delgado, de aproximadamente la misma edad que Laurie, con la cara demacrada y facciones tristes se había acercado a ella. Estaba completamente vestido de negro, salvo por la camisa blanca. Era obvio que trabajaba allí. A Laurie le recordó a un predicador puritano.

– ¿Ha venido a presentar sus respetos a Jonathan Dibartolo? -preguntó el hombre.

– No -respondió Laurie-. A Frank Gleason.

– ¿Perdón?

– A Frank Gleason -repitió.

– ¿Y usted se llama…? -preguntó el hombre.

– Doctora Laurie Montgomery.

– Un momento, por favor -repuso mientras salía literalmente corriendo.

Laurie miró a los asistentes del velatorio. Sólo había visto esa cara de la muerte en una ocasión, cuando su hermano había fallecido a causa de una sobredosis a los diecinueve años.

Entonces ella tenía sólo quince. Había sido una experiencia traumática en todos los sentidos, sobre todo porque ella misma lo había encontrado muerto.

– Doctora Montgomery -dijo una voz suave y untuosa-.