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Kevin asintió con la cabeza.

– El primer grupo es el más grande y permanece en las cercanías de las cavernas. Incluye a la mayoría de los bonobos maydres, entre ellos tu doble y el mío. El otro grupo está en una zona boscosa, al norte del río Deviso. Se compone en su mayor parte de animales jóvenes, aunque el tercero en edad también está con ellos. Es el doble de Raymond Lyons.

– Muy curioso -señaló Melanie.

– Hola -saludó Candace mientras entraba por la puerta sin llamar. ¿He llegado puntual? Ni siquiera me he secado el pelo.

En lugar de recogido con el moño habitual, llevaba el cabello húmedo peinado hacia atrás, despejando la frente.

– Justo a tiempo -dijo Melanie-. Y fuiste la única lista de los tres porque al menos dormiste un rato. Tengo que reconocer que estoy agotada.

– ¿Siegfried Spallek se ha puesto en contacto contigo? -preguntó Kevin.

– A eso de las nueve y media-respondió Candace-. Me despertó de un sueño profundo. Espero haberle hablado con cordura.

– ¿Qué te dijo? -preguntó él.

– En realidad fue muy amable -dijo Candace-. Incluso se disculpó por lo ocurrido anoche. También me dio una explicación sobre el humo que sale de la isla. Dijo que se debía a una cuadrilla de obreros que estuvieron quemando arbustos.

– Lo mismo que nos dijo a nosotros -señaló Kevin.

– ¿Y qué pensáis?

– No nos lo tragamos -respondió Melanie-. Es demasiado oportuno.

– Lo mismo pensé yo -dijo Candace.

Melanie cogió la bolsa de papel.

– Larguémonos de una vez.

– ¿Tienes la llave? -preguntó Kevin. Cogió el localizador y el radiorreceptor direccional.

– Por supuesto que la tengo -respondió Melanie.

Mientras cruzaban la puerta, le dijo a Candace que había preparado comida.

– ¡Genial! Estoy muerta de hambre.

– Esperad un segundo -dijo Kevin cuando llegaron a las escaleras-. Acabo de darme cuenta de algo: ayer debieron de habernos seguido. Es la única explicación para la forma en que nos sorprendieron. Desde luego, eso significa que debían de estar vigilándome a mí, pues yo fui el que hablé del humo con Bertram Edwards.

– Es razonable -dijo Melanie.

Durante unos instantes los tres se miraron entre sí.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Candace-. No podemos permitir que nos sigan.

– En primer lugar no debemos usar mi coche -dijo Kevin-.

¿Dónde está el tuyo, Melanie? Ahora que el tiempo está seco, podemos arreglarnos sin la tracción en las cuatro ruedas.

– Abajo, en el aparcamiento. He venido en él desde el Centro de Animales.

– ¿Te ha seguido alguien?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? No me he fijado.

– Mmmm -musitó Kevin-. Todavía creo que si están vigilando a alguien ha de ser a mí, así que tú, Melanie, baja, métete en el coche y dirígete a tu casa.

– ¿Y qué haréis vosotros?

– Hay un túnel en el sótano que llega hasta la central eléctrica. Espera unos cinco minutos en tu casa y recógenos en la central. Allí hay una puerta lateral que da directamente al aparcamiento. ¿Sabes dónde te digo?

– Creo que sí -respondió Melanie.

– De acuerdo -dijo Kevin-. Te veremos allí.

Se separaron en la planta baja, donde Melanie salió al calor del mediodía mientras Candace y Kevin bajaban al sótano.

Después de caminar durante unos quince minutos, Candace comentó que el túnel era un laberinto de pasillos.

– Toda la electricidad viene de una misma fuente -explicó Kevin-. El túnel conecta todos los edificios principales, excepto el Centro de Animales, que tiene su propio generador eléctrico.

– Es fácil perderse aquí -dijo Candace.

– A mí me ha pasado -admitió Kevin-, y varias veces. Pero en mitad de la temporada de lluvias, estos túneles resultan útiles. Son secos y frescos.

Cuando se aproximaban a la central eléctrica oyeron y sintieron las vibraciones de las turbinas. Un tramo de peldaños metálicos los llevó hasta la puerta lateral. En cuanto aparecieron, Melanie, que había aparcado bajo un árbol de malapa, acercó el coche y los recogió. Kevin subió en el asiento trasero para que Candace fuera en el delantero. Con la sofocante temperatura y el cien por cien de humedad, el aire acondicionado hacía que el interior del coche pareciera un paraíso.

– ¿Has visto algo sospechoso? -preguntó.

– Nada -respondió Melanie-. Y di unas cuantas vueltas simulando que estaba haciendo recados. Nadie me siguió; estoy prácticamente segura.

El miró por la ventanilla trasera del Honda de Melanie y escrutó la zona de la central eléctrica, hasta que ésta desapa reció cuando tomaron una curva. No había nadie a la vista y ningún coche los seguía.

– Parece una buena señal -dijo Kevin mientras se agachaba en el asiento trasero para que nadie lo viera.

Melanie se dirigió al norte del pueblo mientras Candace repartía los bocadillos.

– No está mal -comentó Candace tras mordisquear un bocadillo de pan integral y atún.

– Los he hecho preparar en la cafetería del Centro de Animales -explicó Melanie-. En el fondo de la bolsa hay bebidas.

– ¿Quieres, Kevin? -preguntó Candace.

– Supongo -respondió él, que seguía tendido de lado en el asiento trasero. Candace le pasó un bocadillo y un refresco por la abertura entre los asientos delanteros.

Pronto llegaron a la carretera que conducía al este, en dirección a la aldea de los nativos. Desde la posición en que se encontraba, Kevin sólo podía ver las copas de los árboles cubiertas de lianas y jirones de cielo azul. Después de tantos meses de nubarrones y lluvia, era agradable volver a ver el sol.

– ¿Nos sigue alguien? -preguntó Kevin después de un rato de viaje.

Melanie miró por el retrovisor.

– No he visto ni un solo coche -respondió.

No había tráfico de vehículos en ninguna de las dos direcciones, aunque se cruzaron con varias mujeres nativas cargando bultos en la cabeza.

Después de cruzar el aparcamiento situado frente a la tienda de la aldea de los nativos, y una vez que entraron en el sendero que conducía al cruce de la isla, Kevin se sentó. Ya no le preocupaba que lo vieran. Cada pocos minutos, se giraba para asegurarse de que no los seguían. Aunque no quería admitirlo delante de las mujeres, estaba hecho un manojo de nervios.

– El tronco con que chocamos anoche debería de estar cerca-advirtió Kevin.

– Pero no volvimos a chocar con él cuando nos llevaron de vuelta-dijo Melanie-. Deben de haberlo retirado del camino.

– Tienes razón -admitió él. Le sorprendía que Melanie lo recordara. Después del tiroteo de ametralladoras, los detalles de la noche pasada eran una nebulosa en su mente.

Cuando supuso que estaban llegando, Kevin se inclinó para mirar por el parabrisas a través de la abertura de los asientos delanteros. A pesar del intenso sol del mediodía era prácticamente tan difícil ver algo entre la densa vegetación que flanqueaba el camino como la noche anterior. La luz apenas se filtraba entre los árboles; era como avanzar entre dos muros.

Llegaron al claro y se detuvieron. El garaje estaba a la izquierda mientras que a la derecha se veía el comienzo del sendero que conducía a la orilla del agua y al puente.

– ¿Sigo hasta el puente? -preguntó Melanie.

Kevin se puso aún más nervioso. Le preocupaba meterse en un callejón sin salida. Consideró la posibilidad de seguir en coche hasta la orilla del río, pero supuso que allí no habría sitio suficiente para dar la vuelta, lo que significaría que tendrían que dar marcha atrás.

– Sugiero que aparques aquí -contestó-. Pero primero da la vuelta al coche.

Kevin esperaba que Melanie discutiera, pero ella obedeció sin rechistar. Nadie mencionó el hecho de que tendrían que atravesar andando el sitio donde les habían disparado la noche anterior.

Melanie acabó de dar la vuelta.

– Muy bien, aquí estamos -dijo con aparente despreocupación mientras ponía el freno de mano. Intentaba levantarles el ánimo. Todos estaban muy tensos.

– Acaba de ocurrírseme una idea que no me gusta -dijo Kevin.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Melanie mirándolo por el retrovisor.

– Quizá debería adelantarme hasta el puente para asegurarme de que no hay nadie.

– ¿Nadie como quién? -inquirió Melanie. A ella también se le había ocurrido la posibilidad de que tuvieran compañía.

Kevin respiró hondo para hacer acopio de valor y bajó del coche.

– Cualquiera -respondió-. Incluso Alphonse Kimba.

Se levantó las perneras de los pantalones y echó a andar.

El sendero que conducía al río estaba tan cubierto de vegetación que se parecía incluso más a un túnel que el camino desde la carretera. En cuanto Kevin se internó en el camino éste giró a la derecha. La cúpula de árboles y enredaderas impedía la entrada de la luz. En el centro, la hierba era tan alta que más que un sendero parecían dos concursos paralelos.

Kevin torció la primera curva y se detuvo. El inconfundible sonido de botas corriendo sobre el suelo húmedo combinado con el tintineo de metal contra metal, le produjo un nudo en el estómago. Más adelante, el sendero giraba hacia la izquierda. Kevin contuvo la respiración. De inmediato vio un grupo de soldados ecuatoguineanos con trajes de camuflaje girando por la curva y avanzando en su dirección. Todos llevaban rifles de asalto chinos.

Dio media vuelta y retrocedió corriendo como nunca había corrido en su vida. Al llegar al claro, le gritó a Melanie que debían salir pitando de allí. Abrió la portezuela trasera del coche y se arrojó en el interior de inmediato. Melanie intentaba poner en marcha el coche.

– ¿Qué ha pasado? -gritó.

– ¡Soldados! -dijo Kevin con voz ronca-. ¡Un montón!

El motor del coche rugió en el mismo instante en que los soldados aparecían en el claro. Uno de ellos gritó mientras Melanie pisaba el acelerador.

El pequeño vehículo se sacudió y Melanie luchó con el volante. Se oyó una estampida de disparos y la ventanilla trasera del Honda estalló en un millón de fragmentos. Kevin se tendió en el asiento trasero. Candace gritó al ver que también su ventanilla estallaba. Poco más allá del claro, el camino giraba hacia la izquierda. Melanie consiguió mantener el coche en el sendero y luego pisó el acelerador a fondo.

Cuando habían recorrido unos setenta metros, oyeron más disparos a lo lejos. Unas cuantas balas perdidas silbaron por encima del coche mientras Melanie torcía en otra curva.

– ¡Dios mío! -exclamó Kevin mientras se sentaba y se sacudía los fragmentos de cristal del pecho.