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De pronto, mientras oía retumbar el trueno y agitarse los árboles, el cielo se iluminó y pudo ver la silueta de un hombre emergiendo de la oscuridad, yendo hacia ella y deslizándose en silencio por los escalones; los perros, al verle, movieron las colas en señal de bienvenida. A dos metros de distancia, Moses se detuvo. Ella vio sus hombros anchos, la forma de su cabeza, el brillo de sus ojos. Y al verle, sus emociones sufrieron un cambio inesperado, creando en ella un extraordinario sentimiento de culpa; pero inspirado por él, con quien había sido desleal, y a instancias de lo inglés. Tuvo la impresión de que sólo necesitaba dar un paso, explicar, apelar, y el terror se disolvería. Abrió la boca para hablar y, en aquel preciso momento, vio que él tenía la mano levantada sobre su cabeza y que empuñaba una forma larga y curvada; y supo que era demasiado tarde. Todo su pasado desfiló ante sus ojos y su boca, abierta en una imploración, emitió el comienzo de un grito, que fue silenciado por una mano negra insertada entre sus mandíbulas. Pero el grito continuó en el estómago, ahogándola; y levantó las manos, como si fueran garras, para detenerle. Y entonces la selva se vengó; éste fue su último pensamiento. Los árboles avanza ron en tropel, como bestias, y el trueno señaló su embestida. Cuando el cerebro se apagó por fin, hundiéndose en escombros de horror, Mary vio descender el otro brazo por encima del que mantenía su cabeza apretada contra la pared. Las piernas se le doblaron y el rayo saltó de la oscuridad y se hundió con el centelleante acero.

Moses, al soltarla, vio que se desplomaba en el suelo. El sonido de un goteo constante sobre el hierro del tejado le devolvió la conciencia de su entorno y se irguió, volviendo la cabeza hacia uno y otro lado y enderezando el cuerpo. Los perros gruñían a sus pies, pero aún movían las colas; aquel hombre les había alimentado y cuidado; Mary les trataba con antipatía. Moses les dio unas palmadas en el hocico con la palma abierta, haciéndoles retroceder un poco, y ellos se quedaron observándole, perplejos, gimiendo suavemente.

Empezaba a llover; grandes gotas resbalaron por la espalda de Moses, que sintió un escalofrío. Y otro sonido de goteo le hizo bajar la vista y mirar el trozo de metal que sostenía, que había encontrado en la selva y pasado el día puliendo y afilando. La sangre caía sobre el suelo de ladrillos. Una curiosa división de intenciones se hizo patente en sus próximos movimientos. Primero dejó caer el arma al suelo, como si le diera miedo, y luego cambió de idea y la recogió. La mantuvo sobre el muro de la veranda, bajo la lluvia, ahora torrencial, y al cabo de unos momentos la retiró. Entonces vaciló, mirando a su alrededor. Se metió el acero en el cinto, puso las manos bajo la lluvia y, una vez limpias, se dispuso a andar bajo el aguacero hasta su choza, preparado para declararse inocente. Pero esta intención también pasó. Empuñó el arma, la miró y la tiró junto a Mary, indiferente de pronto y poseído por una necesidad nueva.

Haciendo caso omiso de Dick, que dormía al otro lado de la pared, pero que no era importante, ya que había sido derrotado hacía mucho tiempo, Moses saltó el muro de la veranda y fue a caer sobre un charco de lluvia que le salpicó hasta los hombros, dejándole empapado en un instante. Fue hacia la cabaña del inglés en la inundada oscuridad, chapoteando en el agua que le llegaba hasta las pantorrillas. Miró hacia dentro. Era imposible ver nada, pero podía oír; conteniendo el aliento, escuchó, atento, a través de la lluvia la respiración del inglés. Pero no pudo oír nada. Se agachó para cruzar el umbral y se acercó sin ruido hasta la cama. Su enemigo, al que había burlado, estaba durmiendo. El nativo se volvió con desdén y volvió a la casa. Pareció querer pasarla de largo, pero cuando llegó a la altura de la veranda, se detuvo, apoyó la mano en el muro y miró hacia dentro. La noche era tan oscura que no vio nada. Esperó a que el acuoso reflejo de un relámpago iluminase por última vez la pequeña casa, la veranda, el bulto informe de Mary sobre los ladrillos y los perros que se movían inquietos a su alrededor, gimiendo todavía con suavidad, indecisos. Llegó el relámpago: un prolongado destello de luz, como un amanecer lluvioso. Y aquél fue su último momento de triunfo, un momento tan perfecto y completo que eliminó la urgencia de cualquier pensamiento de huida, dejándole indiferente. Cuando volvió la oscuridad, retiró la mano del muro y caminó despacio bajo la lluvia hacia el chaparral, aunque es imposible decir qué sentimientos de dolor, piedad e incluso afecto humano no correspondido componían la satisfacción de su venganza porque, cuando había caminado unos doscientos metros por el empapado chaparral, se detuvo, d media vuelta y se apoyó en un árbol, sobre un hormiguero. Y allí permanecería hasta que sus perseguidores, a su vez fueran a buscarle.