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– Bueno -dijo Dick, levantándose con un movimiento rígido y doloroso-, ya ha pasado otro día.

Le sacudió un estremecimiento. Charlie le examinó con atención: manos grandes y trémulas, delgadas como husos; hombros estrechos y encogidos que se movían con un ligero temblor. Y hacía un calor sofocante; la tierra despedía tórridas vaharadas y el resplandor rojizo del cielo caldeaba el aire.

– ¿Tiene fiebre? -inquirió.

– No, no creo. La sangre se aclara con el paso de los años.

– A usted le aqueja algo más que eso -replicó Charlie, que parecía hallar cierto placer personal en el hecho de que Dick tuviera fiebre. Sin embargo, le miró con expresión cordial y mantuvo vuelto hacia él el rostro grande y mal afeitado, de facciones pequeñas y chatas-. ¿Tiene fiebre a menudo? ¿Desde que le traje al matasanos?

– Sí, últimamente me siento febril con bastante frecuencia -respondió Dick-. Al menos una vez al año y el pasado la tuve dos veces.

– ¿Su esposa le cuida?

En el semblante de Dick apareció una expresión preocupada.

– Sí -contestó.

– ¿Cómo se encuentra?

– Más o menos igual.

– ¿Ha estado enferma?

– No, enferma no, pero no se encuentra demasiado bien. Parece nerviosa y agotada. Ha pasado demasiado tiempo en la granja. -Y en seguida, como si no pudiera callarlo ni un momento más-: Estoy terriblemente preocupado por ella.

– Pero, ¿qué le ocurre?

Charlie hablaba con voz neutral, pero sin apartar la mirada del rostro de Dick. Los dos hombres seguían a la sombra de la alta silueta del granero; un olor húmedo y dulzón salía por la puerta abierta: el olor del maíz recién molido. Dick cerró la puerta, colgada a medias de los goznes, levantándola con el hombro y luego dejó caer la aldaba. En la pestaña triangular de la aldaba había un tornillo clavado; un hombre fuerte habría podido arrancarla con facilidad.

– ¿Sube a la casa? -preguntó a Charlie, que asintió y preguntó a su vez:

– ¿Dónde está su coche?

– Oh, ahora voy andando.

– ¿Lo ha vendido?

– Sí. Costaba demasiado de mantener. Cuando necesito algo, envío la carreta a la estación.

Subieron al enorme automóvil de Charlie, que se tambaleaba y daba tumbos por los estrechos caminos llenos de baches. Ahora que Dick no tenía automóvil, la hierba volvía a crecer en ellos.

Entre el altozano cubierto de árboles donde se encontraba la casa y el lugar donde se levantaban los graneros, rodeados de chaparrales, se veían tierras que no habían sido cultivadas. Daba la impresión de que se habían dejado en barbecho, pero Charlie, mirándolas con atención a la luz del crepúsculo, distinguió entre la hierba y los arbustos algunos delgados tallos de maíz. Al principio pensó que las semillas habían ido a parar allí por casualidad, pero parecían plantadas a intervalos regulares.

– ¿Qué es aquello? -preguntó-. ¿Una idea nueva?

– He experimentado con una idea americana.

– ¿De qué se trata?

– El tipo dijo que no es necesario arar ni cultivar. La idea es plantar el grano entre la vegetación natural y dejar que crezca.

– No salió bien, ¿eh?

– No -respondió Dick con voz átona-. No me molesté en recolectarlo, pensé que lo mejor era dejarlo ahí para que hiciera algún bien a la tierra… -Su voz se perdió en el vacío.

– Un experimento -repitió Charlie. Era significativo que no estuviera exasperado ni furioso. Parecía indiferente y, sin embargo, miraba de vez en cuando a Dick con curiosidad y cierta desazón. Éste tenía el semblante crispado-. ¿Qué me decía acerca de su esposa?

– Que no está bien.

– Ya, pero, ¿qué tiene?

Dick tardó en contestar. Dejaron el vlei, donde el resplandor dorado del atardecer persistía en las hojas, para adentrarse en los chaparrales, donde reinaba una penumbra densa. El gran automóvil trepaba por la colina, que era empinada, con el capó apuntando al cielo.

– No lo sé -contestó Dick al fin-. Ha cambiado últimamente. A veces creo que está mucho mejor. Con las mujeres nunca se sabe. Pero no es la misma.

– ¿En qué aspecto? -insistió Charlie.

– Bueno, por ejemplo, cuando llegó a la granja tenía más vida. Ahora nada parece importarle, nada en absoluto. Se sienta y permanece inactiva; ya no se dedica a criar pollos ni nada por el estilo. Ya sabe que antes ganaba una cantidad mensual con sus gallinas. Y tampoco le importa lo que hace el boy en la casa. Antes me volvía loco con sus constantes reprimendas; no hacía más que reñirlos. Ya sabe cómo se vuelven las mujeres cuando han estado demasiado tiempo en una granja. Pierden el control.

– Ninguna mujer sabe tratar a los negros -convino Charlie.

– Pues ahora esto me preocupa -confesó Dick, riendo con tristeza-. Me gustaría que volviera a reñirle.

– Escuche, Turner -dijo Charlie de repente-. ¿Por qué no deja este asunto y se marcha de aquí? El lugar no le sienta bien a usted ni a su esposa.

– Oh, vamos tirando.

– Está enfermo, muchacho.

– Me encuentro muy bien.

Se detuvieron delante de la casa. Dentro había una luz encendida, pero Mary no apareció. Se encendió otra luz en el dormitorio y Dick fijó los ojos en ella.

– Se ha ido a cambiar de vestido -observó, visiblemente complacido-. Hace mucho tiempo que no nos visitaba nadie.

– ¿Por qué no me la vende? Le pagaré un buen precio.

– ¿Y a dónde iba a ir? -preguntó Dick, asombrado.

– A la ciudad. Deje la tierra; no sirve para ella. Consiga un empleo fijo en cualquier parte.

– Aquí me defiendo -dijo Dick, resentido.

En la veranda, a contraluz, apareció la delgada silueta de una mujer. Los dos hombres se apearon del coche y fueron hacia ella.

– Buenas tardes, señora Turner.

– Buenas tardes -contestó Mary.

Charlie la examinó con atención cuando estuvieron dentro de la habitación iluminada, con más atención de la normal porque le chocó su modo de decir «Buenas tardes». Ella permaneció quieta y vacilante frente a él; una mujer flaca y reseca, de cabellos desteñidos por el sol, que le caían en desorden a ambos lados del rostro demacrado, con el resto recogido en la coronilla por una cinta azul. El cuello delgado y amarillento sobresalía de un vestido que al parecer acababa de ponerse, de algodón color fresa con volantes; y de sus orejas colgaban unos pendientes largos y rojos como confites que oscilaban y le golpeaban el cuello con breves sacudidas. Sus ojos azules, que en otro tiempo proclamaran a quienquiera que se tomara la molestia de mirarlos, que Mary Turner no era realmente «tiesa», sino tímida, orgullo-sa y sensible, brillaban con una luz nueva.

– ¡Vaya, buenas tardes! -exclamó con voz de adolescente-. Señor Slatter, hacía mucho tiempo que no teníamos el placer de verle. -Y se echó a reír, encogiendo un hombro en una horrible parodia de la coquetería.

Dick desvió la mirada, sufriendo, y Charlie la miró fijamente, con grosería, hasta que por fin ella se ruborizó y volvió la cabeza.

– No gustamos al señor Slatter-informó a Dick en tono frivolo-; de lo contrario, nos visitaría más a menudo.

Se sentó en un extremo del viejo sofá, que ya era una masa informe de concavidades y protuberancias, cubierto por una descolorida tela azul.

Charlie, con los ojos fijos en aquella tapicería, preguntó:

– ¿Cómo va la tienda?

– La cerramos porque no era rentable -respondió Dick con brusquedad-. Poco a poco vamos ".consumiendo las existencias.

Charlie miró los pendientes de Mary y la tapicería del sofá, que era de la tela que se vendía siempre a los nativos, azul, con un estampado de mal gusto, que ya es una tradición en Sudáfrica, tan propia de las «tiendas cafres» que Charlie se escandalizó al verla en casa de un blanco. Miró a su alrededor con el ceño fruncido. Las cortinas estaban rotas; el cristal de una ventana tenía una grieta tapada con papel; otro cristal estaba resquebrajado, pero ya no tenía ningún remiendo; el descuido y el deterioro de la habitación eran indescriptibles. En cambio, por doquier se veían trozos de género de la tienda, mal confeccionados, cubriendo el respaldo de una silla o envolviendo el cojín de un asiento. Charlie podría haber pensado que aquella pequeña prueba del deseo de guardar las apariencias era una buena señal, pero había perdido todo su tosco y a veces brutal buen humor y estaba silencioso y ceñudo.

– ¿Quiere quedarse a cenar? -preguntó al fin Dick.

– No, gracias -contestó Charlie, pero en seguida la curiosidad le hizo cambiar de opinión-. Sí, me quedaré.

Sin darse cuenta, los dos hombres hablaban como si estuvieran en presencia de una inválida; pero Mary se puso en pie de un salto y gritó desde el umbral:

– ¡Moses! ¡Moses!

Entonces, como el nativo no aparecía, se volvió y les sonrió como una tímida anfitriona:

– Perdóneme, ya sabe cómo son estos boys.

Salió. Los dos hombres guardaron silencio. Dick tenía el rostro vuelto y Charlie, que nunca se había convencido de la necesidad del tacto, le miraba con fijeza, como tratando de obligarle a ofrecer alguna explicación de los hechos.

La cena, servida por Moses, consistió en una bandeja con té, un poco de pan y mantequilla rancia y un trozo de carne fría. Ni una sola pieza de la vajilla estaba entera y Charlie notó grasa en el cuchillo que sostenía en la mano. Comió con repugnancia, sin esforzarse por ocultarlo, mientras Dick guardaba silencio y Mary hacía observaciones bruscas e incoherentes sobre el tiempo con una terrible afectación, agitando los pendientes, retorciendo los delgados hombros y mirando a Charlie con coquetería.

Charlie no reaccionaba a todo aquello, diciendo sólo: «Sí, señora Turner», «No, señora Turner» y mirándola fríamente, con ojos llenos de antipatía y desprecio.

Cuando el nativo fue a levantar la mesa ocurrió un incidente que le hizo apretar los dientes y palidecer de ira. Hablaban ante los sórdidos restos de la cena mientras el boy se movía en torno a la mesa, recogiendo- con desgana los platos. Charlie no se había fijado siquiera en él y entonces Mary preguntó:

– ¿Le apetece un poco de fruta, señor Slatter? Moses, trae las naranjas, ya sabes donde están.

Charlie alzó la vista, moviendo lentamente las mandíbulas para masticar la comida que tenía en la boca, para mirarla con ojos brillantes y atentos; le había chocado el tono de la voz de Mary al hablar al nativo; era la misma entonación coqueta con que hablaba al dirigirse a él.

El nativo replicó con indiferente grosería: