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Por fin concilio el sueño, y esta vez tuvo inmediatamente unas horribles pesadillas.

Era una niña y jugaba en un pequeño y polvoriento jardín frente a la casa de madera y hierro con amigos que en su sueño carecían de rostro. Ella ganaba el juego, lo dirigía y ellos la llamaban y le preguntaban cómo se debía jugar. Estaba al sol, junto a los geranios de seca fragancia, con todos los niños a su alrededor. Oyó la voz cortante de su madre, ordenándole que entrara, y abandonó a paso lento el jardín para subir a la veranda. Tenía miedo. Su madre no estaba allí, por lo que entró en la casa. Se detuvo ante la puerta del dormitorio, llena de asco. Vio a su padre, aquel nombre de baja estatura y estómago blando y protuberante, que bromeaba y olía a cerveza y a quien ella detestaba, abrazar a su madre frente a la ventana. Su madre luchaba, fingía protestar y le esquivaba, juguetona. Entonces él se inclinó sobre ella y entonces Mary huyó corriendo.

Después soñó que jugaba, esta vez con sus padres y hermanos, antes de acostarse. Jugaban al escondite y le tocaba a ella taparse los ojos mientras su madre se ocultaba. Sabía que sus hermanos mayores les observaban desde un rincón de la sala; el juego era demasiado infantil para ellos y estaban perdiendo el interés. Se reían de ella porque lo tomaba tan en serio. Su padre le cogió la cabeza y la apretó contra sus piernas con las manos pequeñas y peludas a fin de taparle los ojos, riendo y bromeando a gritos porque su madre tenía que esconderse. Mary aspiró el fuerte olor de la cerveza y -como tenía la cabeza apretada contra la gruesa tela de sus pantalones- el fétido olor masculino que siempre asociaba con él. Luchó para levantar la cabeza, porque casi se ahogaba, pero su padre aumentó la presión, burlándose de su pánico. Y los otros niños también se burlaron. Gritó en el sueño y casi se despertó, ansiosa de abrir los ojos y escapar del terror de la pesadilla.

Pensaba que aún estaba despierta y yacía rígida en el sofá, escuchando atenta la respiración del cuarto contiguo. Pasó mucho rato esperando cada suave expulsión de aire. De pronto se hizo el silencio. Miró con terror creciente a su alrededor, sin atreverse a mover la cabeza por miedo de despertar al nativo que estaba al otro lado de la pared, y con la vista fija en el círculo de luz mortecina que caía sobre la tosca superficie de la mesa. En el sueño adquirió la convicción de que Dick había muerto, de que Dick estaba muerto y el negro esperaba a que ella entrara en la habitación. Se sentó con movimientos lentos, sacando los pies de entre los pesados pliegues del abrigo, intentando controlar su terror y repitiéndose a sí misma que no había nada que temer. Por fin pudo juntar las piernas y bajarlas por el borde del sofá, con cuidado de no hacer ningún ruido. Se sentó, temblorosa, intentando calmarse, hasta que obligó a su cuerpo a ponerse en pie y quedarse en medio de la habitación, donde midió la distancia que la separaba del dormitorio; entonces vio con terror las pieles de animales que cubrían el suelo porque parecían moverse bajo la luz oscilante de la lámpara. La piel de leopardo que había frente al umbral daba la impresión de tomar forma e hincharse y sus pequeños ojos de cristal parecían mirarla con fijeza. Corrió hacia el umbral para huir de ellos. Alargó cautamente la mano para apartar la cortina y echó una mirada al dormitorio. Sólo pudo distinguir la forma de Dick acostado bajo las mantas, pero aunque no vio al africano, sabía que la estaba esperando entre las sombras. Apartó la cortina un poco más y vio una pierna estirada, una pierna de tamaño mayor que el natural, gigantesca. Avanzó unos pasos para verle mejor. En el sueño, sintió irritación y enfado porque el nativo se habla dormido, acurrucado junto a la pared, exhausto tras la larga vigilia. Estaba sentado en la misma posición que le había visto adoptar a veces al sol, con una rodilla doblada y el brazo apoyado en ella, con la palma de la mano hacia arriba y los dedos un poco curvados. La otra pierna, la que había visto primero, estaba extendida y llegaba casi hasta donde ella se encontraba; vio a sus pies la piel gruesa de la planta, llena de duricias y callosidades. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, haciendo resaltar aún más su cuello macizo. Sintió lo mismo que cuando, despierta, esperaba encontrar sin hacer algo del trabajo que le pagaban por llevar a cabo y, después de la inspección, resultaba que todo estaba hecho. Su enojo contra sí misma se convirtió en ira contra el nativo, y volvió a mirar hacia el lecho, donde Dick yacía inmóvil. Pasó por encima de la pierna gigantesca estirada en el suelo y se acercó en silencio al lecho, quedando de espaldas a la ventana. Al inclinarse sobre Dick, sintió en los hombros el aire frío de la noche y se dijo, encolerizada, que el nativo había vuelto a abrir la ventana y causado con ello la muerte de Dick. Éste tenía muy mal aspecto. Estaba muerto, amarillento, con la boca abierta y los ojos fijos. En sueños, extendió la mano para tocarle la piel. La notó fría y sólo experimentó alivio y exaltación. Entonces se arrepintió de su júbilo e intentó sentir la pena que el caso requería. Mientras continuaba observando la inmovilidad de Dick, intuyó que el nativo se había despertado en silencio y la miraba. Sin mover la cabeza, vio por el rabillo del ojo que doblaba la pierna extendida y adivinó que estaba de pie en la sombra y que se acercaba a ella. Tuvo la impresión de que el cuarto era muy grande y de que él se aproximaba lentamente desde una inmensa distancia. Esperó, rígida por el miedo, cubierta por un sudor frío. Se acercaba muy despacio, obsceno y fuerte, y no sólo él, sino también su padre la estaba amenazando. Avanzaban juntos, fundidos en una sola persona, y pudo oler, no el tufo de los nativos, sino el olor de piel sucia de su padre que llenó la habitación con su fetidez, parecido al de un animal; y sintió vértigo y debilidad en las rodillas y las ventanas de la nariz se le dilataron. Consciente sólo a medias, se apoyó en la pared y casi cayó por la ventana abierta. Él se acercó más y la sujetó por un brazo. Oyó la voz del africano consolándola de la muerte de Dick con acento protector; pero al mismo tiempo vio a su padre, horrible y amenazador, tocándola con deseo.

Gritó, sabiendo de repente que estaba dormida y era víctima de una pesadilla. Gritó una y otra vez, desesperadamente, intentando despertarse de aquel horror. Pensó: «Mis gritos asustarán a Dick» y luchó en las arenas movedizas del sueño. Entonces se despertó e incorporó, jadeando. El africano se hallaba en pie a su lado, con los ojos ribeteados de rojo y medio dormido, alargándole una bandeja con el té. La habitación estaba invadida por una espesa luz grisácea y la lámpara, todavía encendida, enviaba hacia la mesa un rayo delgado. Al ver al nativo, palpitante aún en ella el terror de la pesadilla, se refugió en un extremo del sofá, respirando deprisa e irregularmente y observándole en un paroxismo de pavor. Con ademanes torpes, a causa de su somnolencia, él dejó la bandeja sobre la mesita, mientras Mary luchaba por separar el sueño de la realidad.

El hombre dijo, observándola con expresión curiosa:

– El amo estar, dormido.

Y el convencimiento de que Dick yacía muerto en "la habitación contigua se desvaneció. Pero continuó vigilando al negro, suspicaz, sin poder articular una palabra. Vio en el semblante de él sorpresa ante su actitud temerosa y aparecer poco a poco aquella mirada que había visto con tanta frecuencia últimamente, medio sarcástica, especulativa y brutal, como si estuviera juzgándola. De pronto inquirió en voz baja:

– Madame tener miedo de mí, ¿eh?

Era la misma voz del sueño y, al oírla, Mary tembló y sintió debilidad en todos los miembros. Luchó por controlar la propia voz y dijo en un susurro al cabo de unos minutos:

– No, no, no, no te tengo miedo. -Y entonces se enfureció consigo misma por negar algo que ni siquiera tendría que haber admitido.

Le vio sonreír y bajar la mirada hasta sus manos, que temblaban. Dejó vagar los ojos con lentitud hasta su rostro, fijándose en los hombros encogidos y en el cuerpo apoyado pesadamente contra los almohadones. Repitió con acento casual y familiar:

– ¿Por qué Madame tener miedo de mí? Medio histérica, con voz estridente y una risa nerviosa, ella replicó:

– No seas ridículo. No te tengo ningún miedo.

Habló como hubiera hablado a un blanco con el que coqueteara ligeramente. Cuando se oyó pronunciar las-palabras y vio la expresión en el rostro del hombre, estuvo a punto de desmayarse. Le vio dirigirle una mirada larga, lenta e imponderable y después, dar media vuelta y salir del aposento.

Cuando se hubo ido, Mary se sintió liberada de una inquisición. Permaneció débil y temblorosa, pensando en el sueño y tratando de disipar la niebla de terror.

Al cabo de un rato se sirvió un poco de té, derramándolo en el plato. Una vez más, como había hecho en sueños, se obligó a levantarse y entrar en la habitación contigua. Dick dormía tranquilo y parecía estar mejor. Sin tocarle, salió a la veranda, donde se apoyó sobre los helados ladrillos de la balaustrada, inspirando a fondo el fresco aire matutino. Aún no había amanecido. Todo el cielo era claro e incoloro, veteado por rosadas franjas de luz, pero aún reinaba la oscuridad entre los árboles silenciosos. Vio hilillos de humo levantarse de las pequeñas chozas de los peones y recordó que debía ir a tocar el gong para que diera comienzo el trabajo del día.

Durante todo el día permaneció como de costumbre en el dormitorio, viendo cómo Dick mejoraba hora tras hora, aunque aún estaba muy débil y no se encontraba lo bastante bien para dar muestras de irritación.

No fue a los campos y evitó al nativo; se sentía muy poco segura de sí misma y no tenía fuerzas para enfrentarse a él. Cuando se hubo ido después del almuerzo, que era su tiempo libre, entró apresurada en la cocina, preparó casi furtivamente la leche fría para Dick y volvió al dormitorio, mirando hacia atrás como si la persiguieran.

Aquella noche cerró con llave todas las puertas de la casa y se acostó junto a Dick, agradecida, quizá por primera vez en su matrimonio, por su proximidad.

Dick reanudó el trabajo a la semana siguiente.

De nuevo fueron transcurriendo los días, casi empujándose el uno al otro, los largos días que pasaba sola en la casa con el africano mientras Dick trabajaba en sus campos. Mary estaba luchando contra algo que no comprendía. A medida que pasaba el tiempo, Dick era cada vez más irreal para ella, mientras que la idea del africano llegó a hacerse obsesiva. Era una pesadilla: el corpulento negro siempre en la casa con ella, de modo que era imposible escapar de su presencia; aquella idea la obsesionaba y Dick apenas existía para ella.