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Pero el muchacho la salvaría. Animada por la idea de su regreso, que ya debía estar próximo, salió de la casa por la puerta trasera y caminó hasta su cabaña. Salvó el bajo escalón de ladrillo y se agachó para entrar en el interior. ¡Oh, qué deliciosa, qué deliciosa era la frescura sobre su piel! Se sentó en el lecho, con la cabeza apoyada en las manos, y sintió en los pies la frialdad del suelo de cemento. De pronto se levantó con una sacudida; no debía dormirse otra vez. Siguiendo la pared curvada de la cabaña, había una hilera de zapatos. Los miró llena de admiración. Hacía años que no veía zapatos tan elegantes y de tan buena calidad. Cogió uno y acarició la piel brillante mientras echaba una ojeada a la etiqueta: «John Craftsman, Edimburgo.» Se rió, sin saber porqué. Dejó el zapato en su sitio. En él suelo había una gran maleta que apenas podía levantar. La abrió sin moverla de donde estaba. ¡Libros! Su admiración aumentó. Hacía tanto tiempo que no veía ningún libro que hasta le resultaría difícil leer. Miró los títulos: Rhodes y su influen cia; Rhodes y el espíritu de África; Rhodes y su misión. «Rhodes», murmuró; no sabía nada de él aparte de lo que le habían enseñado en la escuela, que no era mucho. Sabía que había conquistado un continente. «Conquistó un continente», dijo en voz alta, orgullosa de haber recordado la frase después de tanto tiempo. «Rhodes se sentó sobre un cubo invertido junto a un hoyo del terreno, soñando con su hogar de Inglaterra y con el territorio aún por conquistar.» Empezó a reír; le pareció extraordinariamente gracioso. Entonces pensó, olvidando al inglés y a Rhodes y los libros: «Pero aún no he ido a la tienda.» Y supo que debía ir.

Se encaminó hacia ella por el estrecho sendero, que ya casi no existía. Era más bien un surco entre la espesura, un surco cubierto de hierba. A pocos pasos del bajo edificio de ladrillos, se detuvo; allí estaba la tienda, la horrible tienda. Allí estaba, a la hora de su muerte, tal como había estado durante toda su vida. Pero ahora no había nadie dentro; si entraba, no vería nada en los estantes; las hormigas practicaban granulados túneles rojos sobre el mostrador y una sábana de telarañas cubría las paredes. Pero seguía allí. Invadida por un odio violento y repentino, golpeó la puerta y ésta se abrió, girando sobre sus goznes. El olor de la tienda persistía aún, mohoso, penetrante y dulzón, y la envolvió inmediatamente mientras permanecía inmóvil, con la vista fija. Allí estaba él, delante de ella, quieto detrás del mostrador como si estuviera vendiendo. Moses, el negro, se encontraba allí y la miraba con un desprecio lánguido y amenazador. Mary exhaló un pequeño grito y salió a trompicones. Echó a correr por el sendero, mirando por encima del hombro. La puerta oscilaba, pero él no salió. ¡Conque era allí donde estaba esperándola! Supo de repente que lo había sospechado desde el principio. Era natural; ¿dónde podía esperar, sino en la aborrecida tienda? Volvió a entrar en la cabaña con techumbre de paja y allí estaba el muchacho, mirándola con expresión perpleja, agachado sobre los libros que ella había dejado esparcidos por el suelo y metiéndolos de nuevo en la maleta. No, no podía salvarla. Se sentó en la cama, sintiéndose perdida y enferma. No había salvación; tendría que afrontarlo.

Y mientras contemplaba el rostro confuso y triste del muchacho, tuvo la sensación de que ya había vivido todo aquello con anterioridad. Extrañada, rebuscó en su pasado. Sí, hacía mucho, mucho tiempo, cuando estaba desesperada y no sabía qué hacer, había recurrido a otro muchacho, un muchacho de una granja, pensando que se salvaría de sí misma si se casaba con él. Y cuando, por fin, supo que no habría liberación para ella y que viviría en la granja hasta su muerte, sintió aquel mismo vacío. No había nada nuevo, ni siquiera en su muerte; todo aquello le era familiar, incluso la sensación de inevitabilidad.

Se levantó con una dignidad extrañamente apropiada, una dignidad que dejó a Tony sin habla, porque había estado a punto de dirigirse a ella con piedad y talante protector y ahora veía que era inútil.

Seguiría su camino sola, pensó Mary; aquella era la lección que tenía que aprender. Si la hubiera aprendido en el pasado, no se vería ahora traicionada por segunda vez por su débil confianza en un ser humano que no estaba obligado a responsabilizarse de ella.

– Señora Turner -preguntó el muchacho con torpeza- ¿quería verme por algo en particular?

– Sí -respondió ella-, pero no serviría de nada; no es usted…- Pero no podía discutirlo con él. Miró por encima del hombro hacia el cielo del atardecer; largos celajes de nubes rosadas flotaban en el azul desteñido-. Hace una tarde espléndida -comentó en tono sociable.

– Sí… Señora Turner, he hablado con su marido.

– ¿Ah, sí? -contestó ella por cortesía.

– Hemos pensado… He sugerido que mañana, cuando lleguen a la ciudad, debería usted visitar a un médico. Está enferma, señora Turner.

– Hace años que estoy enferma -replicó ella con acritud-. Por dentro, en alguna parte. Algo interno. No enfer ma, compréndame, sino un desequilibrio general. -Le saludó con un movimiento de cabeza y subió el escalón del umbral. Entonces se volvió-. Él está allí -murmuró, como en secreto-. Allí dentro -y movió la cabeza en dirección a la tienda.

– ¿De veras? -preguntó el muchacho, siguiéndole la corriente.

Mary regresó a la casa, mirando vagamente a su alrededor, hacia los pequeños edificios de ladrillos que pronto desaparecerían. Por la tierra que pisaba, por la cálida arena de aquel sendero, pequeños animales se pasearían orgullosos entre árboles y hierba.

Entró en la casa y se enfrentó a la larga vigilia de su muerte. Pausadamente, con estoica altivez, se sentó en el viejo sofá adaptado ya a la forma de su cuerpo, enlazó las manos y esperó, mirando hacia las ventanas, a que la luz se amortiguara. Pero al cabo de un rato se dio cuenta de que Dick estaba sentado a la mesa bajo la lámpara encendida, observándola.

– ¿Has terminado de hacer tu maleta? -inquirió él-. Ya sabes que nos vamos mañana por la mañana.

Ella se echó a reír.

– ¡Mañana! -exclamó. Rió de manera entrecortada hasta que le vio levantarse de repente y salir con la mano contra la cara. Bien, ahora estaba sola.

Pero más tarde vio a los dos hombres entrar con platos y comida y empezar a comer, sentados a la mesa, delante de ella. Le ofrecieron una taza de líquido que rechazó con impaciencia, esperando que se fueran. El fin llegaría pronto, dentro de pocas horas todo habría terminado. Pero no querían irse. Daban la impresión de estar allí a causa de ella. Mary se precipitó afuera, tanteando a ciegas el borde de ta puerta. El calor no había disminuido; el cielo oscuro e invisible se cernía sobre la casa con todo su peso. Oyó a Dick decir a sus espaldas algo sobre la lluvia. «Lloverá cuando ya esté muerta», dijo por sus adentros.

– ¿Vienes a la cama? -preguntó por fin Dick desde el umbral.

La pregunta no parecía tener nada que ver con ella; estaba en la veranda, donde sabía que tendría que esperar, atenta a cualquier cosa que se moviera en la penumbra.

– ¡Ven a la cama, Mary!

Vio que primero tendría que acostarse, porque no la dejarían en paz hasta que lo hiciera. Maquinalmente, apagó la lámpara de la sala y fue a cerrar la puerta trasera. Parecía esencial que la puerta de atrás estuviera cerrada con llave; sentía que debía estar protegida por la espalda; el golpe vendría por delante. Fuera, ante la puerta de la cocina, estaba Moses, enfrente de ella; parecía recortado contra las estrellas. Mary retrocedió, con las rodillas temblorosas, cerró la puerta y dio la vuelta a la llave.

– Está ahí fuera -observó sin aliento a Dick, como si fuese lo más natural.

– ¿Quién?

Ella no contestó y Dick salió afuera. Lo oyó moverse y vio oscilar los haces de luz de la linterna que llevaba.

– No hay nadie ahí, Mary -dijo Dick cuando volvió. Ella asintió, afirmando, y fue de nuevo a cerrar la puerta. Esta vez el rectángulo de noche estaba vacío; Moses había desaparecido. «Habrá ido hacia los árboles de delante de la casa -pensó Mary- a fin de esperar a que yo salga.» Cuando llegó al dormitorio, se quedó en medio de la habitación, como si hubiera olvidado la mecánica del movimiento.

– ¿No te desnudas? -preguntó por fin Dick, con aquella voz desesperada y paciente.

Ella obedeció, se despojó de la ropa y se metió en la cama, donde permaneció despierta, escuchando. Notó que él alargaba la mano para tocarla y al instante se inmovilizó. Pero en realidad estaba muy lejos de ella, no le importaba nada; era como si se hallara al otro lado de una gruesa pared de cristal.

– ¿Mary?

Permaneció silenciosa.

– Mary, escúchame. Estás enferma. Tienes que dejar que te lleve al médico.

Le pareció que era el joven inglés quien hablaba; de él había partido esta preocupación por ella, esta fe en su inocencia básica, esta absolución de culpa.

– Claro que estoy enferma -contestó en tono confidencial, dirigiéndose al inglés-. Lo he estado siempre, hasta donde me alcanza la memoria. Estoy enferma de aquí. - Se sentó en la cama, muy erguida, señalándose el pecho. Pero en seguida dejó caer la mano y olvidó al inglés.

La voz de Dick sonó en sus oídos como el eco de una voz que llegara desde el otro confín de un valle. Empezó a escuchar a la noche que la rodeaba. Y lentamente la fue dominando el terror que ya había presentido. Se echó y hundió la cara en la oscuridad de las almohadas, pero tenía los ojos iluminados y a contraluz vio una forma oscura que la esperaba. Volvió a incorporarse, temblando. Él estaba en la habitación. ¡Justo a su lado! Pero no había nadie, nadie. Oyó retumbar un trueno y, como tantas otras veces, vio serpentear el relámpago en la pared oscurecida. Tuvo la impresión de que la noche se cernía sobre ella y la pequeña casa se inclinaba como una vela derretida por el calor. Oyó el crac, crac, los inquietos movimientos del hierro que tenía sobre la cabeza, y le pareció que un vasto cuerpo negro, como una araña humana, se arrastraba por el tejado, tratando de entrar. Estaba sola, indefensa, encerrada en una minúscula caja negra cuyas paredes se cerraban sobre ella y cuyo tejado descendía sobre su cabeza. Estaba en una trampa, acorralada e indefensa. Pero tendría que salir e ir a su encuentro. Impulsada por el miedo, pero también por la irritación, se levantó de la cama sin hacer ruido. De manera gradual, moviéndose apenas, dejó caer las piernas por el borde de la cama y entonces, asustada de pronto por los oscuros remolinos del suelo, corrió hasta el centro de la habitación. Allí se detuvo. El movimiento de un relámpago en las paredes la obligó a avanzar de nuevo. Se quedó quieta entre los pliegues de la cortina, sintiendo sobre la piel el áspero roce de la tela, como un pellejo de animal. Se la sacudió de la cara y se preparó para la huida a través de la sala, que estaba llena de formas amenazadoras. Otra vez el pellejo de animales, pero ahora bajo sus pies. La zarpa larga y suelta de un gato montes le atrapó un pie cuando la pisó, haciéndole proferir un pequeño gemido de miedo y mirar por encima del hombro hacia la puerta de la cocina, que estaba oscura y cerrada con llave. Llegó a la veranda y retrocedió hasta quedar de espaldas contra la pared. Así estaba protegida, colocada como debía estar, como sabía que debía esperarle. La idea la tranquilizó, la niebla de terror que nublaba sus ojos se disipó y, cuando serpenteó otro relámpago, pudo ver que los dos perros yacían en la veranda con las cabezas levantadas, mirándola. No vio nada más allá de los tres esbeltos pilares y de los rígidos contornos de los geranios hasta que volvió a relampaguear y entonces los apiñados troncos de los árboles se destacaron contra el cielo cubierto de nubes. Le pareció que se aproximaban mientras los miraba y se apretó contra la pared con todas sus fuerzas, hasta que sintió en la carne, a través del camisón, la superficie rugosa del ladrillo. Movió la cabeza para despejarla y los árboles se detuvieron y esperaron. Tuvo la sensación de que si no dejaba de mirarlos, no se acercarían más a ella. Sabía que debía estar atenta a tres cosas: los árboles, para que no se lanzaran contra ella cuando estuviera desprevenida; la puerta que tenía a su lado y por la que podía salir Dick; y los relámpagos que corrían y bailaban, iluminando los negros nubarrones. Con los pies firmemente plantados sobre el tibio y tosco ladrillo del pavimento, y la espalda adosada a la pared, se mantenía vigilante, con todos los sentidos en tensión, respirando con rigidez en pequeños jadeos.