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¿Qué me ocurre?, se preguntó vagamente, apretándose los ojos con los dedos hasta que vio surtidores de luz amarilla. No lo comprendo, dijo, no lo comprendo… Volvió a verse a sí misma sobre una elevación del terreno, en la cumbre de una montaña invisible, contemplando la casa, como un juez observando al tribunal; pero esta vez no tuvo ninguna sensación de alivio. Verse a sí misma con aquella claridad despiadada fue un tormento para ella. Así la verían cuando todo hubiera terminado, tal como se veía ella en aquel momento: una mujer lastimosa, flaca y fea, sin rastro de la vida que le había sido dada para disfrutarla, salvo un pensamiento: que entre ella y el sol furioso había una delgada chapa de hierro candente; que entre ella y la fatídica oscuridad había una breve franja de luz. Y al tomar el tiempo los atributos del espacio, la mantenía suspendida en el aire, y así le permitía ver a Mary Turner meciéndose en un extremo del sofá, gimiendo, con los puños contra los ojos, y también a Mary Turner tal como había sido antes, una muchacha inconsciente avanzando sin saberlo hacia este final. No lo comprendo, repitió. No comprendo nada. El mal está aquí, pero ignoro en qué consiste. No lo sé. Ni siquiera las palabras eran suyas. Gimió a causa de la tensión que suponía aquel perplejo juicio de sí misma, ser al mismo tiempo juez y encausada, sabiendo únicamente que sufría un martirio indescriptible. Porque el mal era algo que podía sentir: ¿acaso no había vivido con él durante muchos años? ¿Cuántos? ¡Desde mucho antes de venir a la granja! Incluso aquella muchacha lo había conocido. Pero, ¿qué había hecho? ¿Y en qué consistía? ¿Qué había hecho? Nada, al menos voluntariamente. Paso a paso había llegado a esto, a ser una mujer sin voluntad, sentada en un sofá viejo y desvencijado que olía a polvo, esperando la llegada de la noche que acabaría con ella. Y con justicia, lo sabía. Pero, ¿por qué? ¿Contra qué había pecado? El conflicto entre su juicio de sí misma y su sentimiento de inocencia, de haber sido impelida por algo que no comprendía, deterioró la claridad de su visión. Levantó la cabeza con una sacudida, pensando sólo que los árboles estaban cercando la casa, observando, esperando la noche. Cuando yo no esté, pensó, esta casa será destruida. La selva la destruiría porque siempre la había odiado, rodeándola en silencio y esperando el momento propicio para avanzar y arrasarla para siempre, sin dejar la menor huella de su existencia. Se imaginó la casa vacía y los muebles podridos. Primero vendrían las ratas. Ya corrían de noche por las vigas, arrastrando las largas y fuertes colas. Se apiñarían en los muebles y las paredes, royendo hasta que sólo quedara hierro y ladrillo y los suelos cubiertos de excrementos. Luego los escarabajos, grandes, negros y acorazados, que acudirían desde el veld y se instalarían en los intersticios entre los ladrillos. Algunos ya estaban allí, haciendo girar las antenas y observando con sus pequeños ojos pintados. Y por último, llegarían las lluvias. El cielo se abriría y despejaría, los árboles adquirirían una silueta más clara y un follaje exuberante y el aire brillaría como el agua. Pero por las noches la lluvia batiría sobre el tejado, insistente, inagotable, y en la explanada de delante de la casa crecería la hierba y después los matorrales y al año siguiente las enredaderas se arrastrarían por la veranda y derribarían las macetas de plantas, hasta formar espesas masas de vegetación húmeda donde se mezclarían los geranios con los robles enanos de corteza negra. Una rama se introduciría en la casa por uno de los cristales rotos de las ventanas y, muy lentamente, los troncos se apoyarían en el ladrillo hasta que las paredes se inclinaran y cayeran desmoronadas, junto con trozos de hierro oxidado, sobre la vegetación, y bajo la hojalata pulularían los sapos, gusanos largos y fuertes como colas de ratas y gusanos blancos y gruesos como babosas. Al final la selva lo cubriría todo y no quedaría ni rastro de la casa. La gente la buscaría. Encontrarían un peldaño de piedra apoyado contra el tronco de un árbol y dirían: «Aquí debía estar la vieja casa de los Turner. ¡Es curioso como la vegetación se adueña de todo en cuanto se abandona!» Y, rascando con el pie, apartando una planta, hallarían el pomo de una puerta incrustado en una raíz o un fragmento de porcelana entre un montón de guijarros. Un poco más allá, un montículo de tierra rojiza mezclada con paja podrida semejante al cabello de un cadáver. Aquello sería todo lo que quedaría de la cabana del inglés; a poca distancia, un montón de escombros señalaría las ruinas de la tienda. La casa, la tienda, los gallineros, la choza… ¡todo sería engullido por la selva! La mente de Mary era todo verdor, ramas húmedas, hierba húmeda y arbustos lozanos. De pronto, se cerró, extinguiendo la visión.

Levantó la cabeza y miró a su alrededor. Estaba sentada en aquella salita bajo el tejado de hojalata y el sudor bañaba su cuerpo. Con todas las ventanas cerradas, era insoportable. Corrió afuera; ¿de qué servía estar encerrada allí dentro, sólo esperando, esperando que la puerta se abriera y entrara la muerte? Huyó de la casa, corriendo por la tierra dura y requemada, de arena brillante, en dirección a los árboles. Los árboles la odiaban, pero no podía permanecer en la casa. Se adentró en su sombra, sintiéndola en la carne y oyendo por doquier el chillido insistente de las cigarras. Caminó directamente hacia el chaparral, pensando: «Le saldré al encuentro y todo terminará.» Tropezó con gavillas de hierba pálida, mientras los matorrales le desgarraban él vestido. Por fin se apoyó en un árbol, con los ojos cerrados, los oídos llenos de gritos y la piel ardiente. Se quedó allí, esperando, esperando. ¡Pero el ruido era insoportable! Estaba atrapada en un tambor de alaridos. Abrió los ojos. Enfrente de ella había un árbol joven, de tronco grisáceo, lleno de nudos como si fuera un árbol viejo. Pero no eran nudos. Eran tres de aquellos feos escarabajos que cantaban, ajenos a ella, ajenos de todo, ciegos a todo lo que no fuera el sol, dador de vida. Se acercó y los miró con atención. ¡Tan pequeños y qué intolerable era su chillido! Hasta ahora no había visto ninguno. Se dio cuenta de improviso que durante todos los años que había vivido en aquella casa, rodeada de hectáreas y más hectáreas de selva, no se había adentrado jamás entre los árboles ni recorrido los senderos. Y durante todos aquellos años había escuchado sin cesar a lo largo de los meses secos y tórridos, con los nervios destrozados, aquel terrible chillido, y nunca había visto los escarabajos que lo producían. Al levantar los ojos, vio que se hallaba a pleno sol, un sol tan bajo que tuvo la impresión de poder arrancarlo del cielo si alargaba la mano; un sol grande y rojo, ennegrecido por el humo. Levantó la mano y rozó un puñado de hojas, ahuyentando a algo que se alejó con un chillido. Profirió una exclamación de horror y corrió entre los matorrales, por la hierba, en dirección al claro, donde se detuvo con la mano en la garganta.

Delante de la casa esperaba un nativo. Mary se llevó la mano a la boca para ahogar un grito, pero en seguida vio que era otro nativo, portador de un trozo de papel, que sostenía como todos los nativos analfabetos tocan el papel impreso: como algo que estuviera a punto de explotarles en la cara. Se acercó a él y cogió la nota, que decía: «No subiré a almorzar. Estoy demasiado ocupado con los últimos detalles. Envía té y bocadillos.» Aquel pequeño recordatorio del mundo exterior no tuvo poder para sacarla de su abstracción. Pensó, irritada, que era muy propio de Dick y, con el papel en la mano, entró en la casa y abrió las ventanas con airado ademán. ¿Por qué el boy dejaba las ventanas cerradas cuando le había ordenado tantas veces que…? Miró el papel; ¿qué significaba? Se sentó en el sofá con los ojos cerrados. A través de su somnolencia oyó unos golpes en la puerta principal y se levantó, sobresaltada, pero en seguida volvió a sentarse, temblando, esperando que entrara. Se oyeron más golpes. Cansada, hizo un esfuerzo para levantarse y fue a la puerta; fuera estaba el nativo.

– ¿Qué quieres? -preguntó Mary.

Él señaló el papel que había sobre la mesa. Entonces Mary recordó que Dick le había pedido té. Lo hizo, llenó con él una botella de whisky y dijo al boy que se marchara, olvidando los bocadillos. Lo único que pensó fue que el muchacho debía tener sed; no estaba acostumbrado al país. Las palabras «el país», que eran una llamada a la realidad más fuerte que Dick, la conturbaron como un recuerdo que no quería evocar. Pero continuó pensando en el muchacho. Le vio con los ojos cerrados; su rostro era muy joven, muy liso, de expresión amable. Había sido bueno con ella; no la había condenado. De pronto se encontró aferrada a aquel pensamiento. ¡Él la salvaría! Esperaría su regreso. Se quedó en el umbral, mirando hacia la gran extensión de vlei seco y agostado. En alguna parte, entre los árboles, acechaba él; y en el vlei estaba el muchacho, que llegaría antes de la noche para rescatarla. Permaneció con la mirada fija, casi sin pestañear, bajo la luz deslumbrante del sol. Pero, ¿qué ocurría con aquella gran llanura, que siempre era una extensión rojiza en esta época del año? Ahora estaba cubierta de matorrales y hierba alta. El pánico se apoderó de ella; la selva invadía la granja aun antes de que ella estuviera muerta y enviaba a sus batidores a cubrir la rica tierra roja de matorrales y plantas; ¡la selva sabía que iba a morir! Pero el muchacho… apartó de su mente todo lo demás y pensó en él, en su cálido consuelo, en su brazo protector. Se apoyó en el antepecho de la veranda, rompiendo los tallos de los geranios, para ver mejor las laderas de chaparral y vlei y distinguir la columna de humo rojizo que levantaría el coche al acercarse a la casa. Pero ya no tenían coche; lo habían vendido… Las fuerzas la abandonaron y se sentó, sin aliento, cerrando los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la luz había cambiado y las sombras se alargaban delante de la casa. En el aire flotaba el ambiente del atardecer y había un resplandor sofocante y polvoriento, una vibración sonora de luz amarillenta que resonó como un golpe en su cabeza. Se había quedado dormida. El sueño le había robado el último día. ¿Y si mientras dormía él había entrado en la casa, buscándola? Se puso en pie en un arranque de valor y desafío y entró a grandes zancadas en la sala. Estaba vacía, pero sabía, sin que le cupiera la menor duda, que él había estado allí mientras dormía y se había asomado a la ventana para verla. La puerta de la cocina estaba abierta; aquello lo probaba. Quizá la había despertado la sensación de su proximidad, de su mirada furtiva, tal vez incluso de un ligero roce. Dio un respingo y se estremeció.