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Al cabo de un rato, cuando la habitación se quedó a oscuras y sólo las paredes reflejaban la luz que todavía alumbraba las copas de los árboles, mientras las ramas bajas ya estaban sumidas en las sombras del crepúsculo, se levantó y encendió la lámpara. La llama tembló, se inmovilizó y empezó a arder con suavidad. El dormitorio era ahora una concha de luz ambarina y sombras en la dilatada noche llena de árboles. Se empolvó la cara y permaneció largo rato frente al espejo, sintiéndose incapaz de moverse. No pensaba nada, sólo tenía miedo, sin saber de qué. No quería salir hasta que Dick volviera y la protegiera de la presencia del nativo. Cuando llegó, la miró con inquietud y le dijo que no la había despertado a la hora del almuerzo y que esperaba que no estuviera enferma.

– Oh, no -contestó ella-, sólo cansada. Me siento… -La voz se extinguió al tiempo que la expresión distraída velaba su semblante.

Estaban bajo el difuso arco de luz de la oscilante lámpara y el boy servía la mesa sin hacer ruido. Mary mantuvo los ojos bajos durante mucho rato, aunque sus facciones se habían animado un poco desde que entrara Moses. Cuando se obligó a alzar la mirada y escudriñar un instante su rostro, se tranquilizó, porque no había nada nuevo en su actitud. Como siempre, se portaba como si fuera una abstracción, como si no estuviera realmente allí, como si fuese una máquina sin alma.

A la mañana siguiente se forzó a entrar en la cocina y hablar con normalidad; y esperó temerosa que él dijera otra vez que quería marcharse. Pero no dijo nada. Todo siguió igual durante una semana y entonces Mary comprendió que no se despediría; había respondido a sus lágrimas y a su súplica. No podía soportar la idea de haber logrado salirse con la suya por semejantes métodos; y como no quería recordarlo, se recobró poco a poco. Con alivio, liberada del temor que le inspiraba la cólera de Dick, eliminado el recuerdo de su vergonzosa debilidad, empezó a usar de nuevo aquella voz fría y cortante para hacer comentarios sarcásticos sobre el trabajo del nativo. Un día éste se volvió hacia ella en la cocina, la miró a la cara y dijo con voz desconcertante por su tono de ira y reproche:

– Madame pedirme que me quedara. Yo quedarme para ayudar a Madame. Si Madame está de mal humor, yo irme.

Aquella nota de ultimátum la frenó; se sintió impotente, en particular porque el criado la obligó a recordar el motivo de su permanencia en la casa. Y el tono resentido sugería que la consideraba injusta. ¡Injusta! Ella no lo veía de aquel modo.

Moses estaba junto al fogón, vigilando algo que había puesto al fuego. Mary no sabía qué decir. Mientras esperaba su respuesta, el boy cogió de la mesa algo con que agarrar el asa caliente del horno y, sin mirarla, preguntó:

– Yo hacer bien el trabajo, ¿no?

Lo dijo en inglés, lo cual, antes, la habría enfurecido por considerarlo una impertinencia, pero contestó en inglés:

– Sí.

– Entonces, ¿por qué Madame siempre de mal humor?

Esta vez habló con soltura y familiaridad, bromeando, como si intentara congraciarse con un niño. Se inclinó ante el horno, de espaldas a ella, y sacó una bandeja de los crujientes panecillos que sabía hacer mucho mejor que, la propia Mary, trasladándolos después a una rejilla, uno por uno, para que se enfriaran. Mary sentía que debía irse cuanto antes, pero no se movió. Inmovilizada, contemplaba las grandes manos mientras manejaban los panecillos. Y no dijo nada. Sintió la irritación habitual causada por el tono de la voz, pero al mismo tiempo estaba fascinada y llena de desconcierto; no sabía que hacer con aquella relación personal, así que, al cabo de un momento, aprovechando que no la miraba y estaba absorto en su trabajo, salió de la cocina sin responderle.

Cuando las lluvias llegaron a finales de octubre, después de seis semanas de un bochorno devastador, Dick, como siempre en aquella época del año, se abstenía de subir a almorzar para atender mejor el trabajo. Se iba a las seis de la mañana y regresaba a las seis de la tarde, de ahí que sólo se guisara una vez: Mary le enviaba el desayuno y el almuerzo a los campos. Como hacía todos los años, dijo a Moses que ella no almorzaría, que sólo le sirviera el té; no se sentía con ánimos de comer. El primer día de ausencia de Dick, en lugar de la bandeja del té, Moses le llevó huevos, mermelada y pan tostado, que dejó con parsimonia sobre la mesita del lado del sofá.

– Te he dicho que sólo quería té -amonestó ella bruscamente.

Él contestó en voz baja:

– Madame no desayunar, tiene que comer.

Sobre la bandeja había una taza sin asa con un ramillete de flores: vibrantes amarillos, rosas y rojos, flores silvestres reunidas con mano inexperta, pero que constituían una alegre nota de color sobre el viejo tapete manchado.

Sentada en el sofá, con la mirada baja, mientras él se enderezaba después de depositar la bandeja, Mary se turbó ante aquel manifiesto deseo de complacerla, ante el significado conciliador de las flores. Moses esperaba de ella una palabra de placer y aprobación. No podía concedérsela, pero la reprimenda que afloraba a sus labios se le quedó en la garganta y, tras acercarse la bandeja, empezó a comer.

Ahora existía una nueva relación entre ellos, porque ella se sentía indefensa en su poder, a pesar de que no había ninguna razón para semejante sentimiento. Sin dejar ni por un momento de ser consciente de su presencia en la casa, o apoyado contra la soleada pared de la parte posterior, sentía un miedo fuerte e irracional, una inquietud profunda e incluso -aunque esto no lo sabía y habría muerto antes que reconocerlo- una especie de oscura atracción. Era como si el acto de llorar delante de él hubiera sido un acto de renunciación, de entrega de su autoridad; y él se había negado a devolvérsela. Las réplicas bruscas habían aflorado a los labios de Mary varias veces y le había visto mirarla con deliberación, sin aceptarlo, desafiándola. Sólo en una ocasión, en que realmente se le olvidó hacer algo, por lo que la reprimenda era justificada, asumió de nuevo su antigua actitud sumisa. Aquella vez la aceptó, porque la culpa era suya. Y ahora ella empezó a esquivarle. Así como antes se obligaba a seguirle en su trabajo e inspeccionaba todo lo que hacía, ahora apenas entraba en la cocina y dejaba a su cuidado todos los quehaceres domésticos. Incluso ponía las llaves de la despensa sobre un estante para que él pudiera abrir la alacena de las hortalizas cuando las necesitara. Se sentía como en suspenso y no comprendía la naturaleza de aquella nueva tensión que no podía neutralizar.

En dos ocasiones formuló él sendas preguntas con su nueva voz llena de cordialidad.

Una vez fue sobre la guerra.

– ¿Cree Madame que terminarse pronto?

Mary se sobresaltó. Para ella, que vivía sin ningún contacto con el mundo exterior, pues ni siquiera leía el periódico semanal, la guerra era un rumor, algo que se desarrollaba en otro planeta. En cambio, le había visto a él examinar las hojas impresas extendidas sobre la mesa de la cocina como un mantel. Contestó, muy tiesa, que no lo sabía. Y unos días después, como si lo hubiera estado pensando en el intervalo, preguntó:

– ¿Aprobar Jesús que los hombres matarse entre sí?

Esta vez Mary se enfadó por la crítica implícita en la pregunta y respondió con frialdad que Jesús estaba de parte de los hombres buenos. Pero durante todo el día la torturó su antiguo resentimiento y por la noche preguntó a Dick:

– ¿De dónde procede Moses?

– De una misión -contestó él-. El único muchacho decente que he tenido.

Como la mayoría de sudafricanos, a Dick no le gustaban los negros educados en las misiones porque «sabían demasiado». Y, en cualquier caso, no se les debía enseñar a leer y escribir, sino sólo a comprender la dignidad del trabajo y su utilidad general para el hombre blanco.

– ¿Por qué? -preguntó a su vez, lleno de suspicacia-. No has vuelto a pelearte, ¿verdad?

– No.

– ¿Se ha insolentado?

– No.

Pero el telón de fondo de la misión explicaba muchas cosas: el irritante y bien articulado «madame», por ejemplo, en lugar del habitual «señora'», que parecía más de acuerdo con su condición.

Aquel «madame» la molestaba; le habría gustado pedirle que no lo usara, pero no implicaba ninguna falta de respeto, sólo era lo que le había enseñado algún misionero de ideas alocadas. Y no había nada reprobable en su actitud hacia ella. Pero aunque nunca le faltaba al respeto, ahora la obligaba a tratarle como a un ser humano; ya era imposible para ella desecharle como algo impuro, como había hecho con todos los demás en el pasado. La obligaba a cierto tipo de contacto y Mary nunca dejaba de ser consciente de su presencia. Pensaba todos los días que en ello había algo peligroso, pero no sabía definir qué era.

Ahora pasaba las noches atormentada por horribles pesadillas. Su sueño, que antes era la caída instantánea de un telón negro, se había convertido en algo más real que su vida cotidiana. Dos veces soñó directamente con el nativo y en ambas ocasiones la despertó el terror cuando él la tocaba. Aparecía delante de ella, fuerte y dominante, aunque bondadoso, y la obligaba a adoptar una posición en que tenía que rozarle. Y había otras pesadillas en las que él no estaba presente, pero que eran confusas y aterradoras y de las que se despertaba sudando de miedo e intentando borrarlas de su memoria. Acabó temiendo la hora de acostarse. Yacía en la oscuridad, tensa junto al cuerpo relajado de Dick, esforzándose por no conciliar el sueño.

A menudo, durante el día, le vigilaba a hurtadillas, no como vigila un ama a su criado mientras trabaja, sino con una curiosidad atemorizada, recordando aquellos sueños. Y día tras día él la cuidaba, observando lo que comía, llevándole la comida sin que ella la pidiera, regalándole cosas pequeñas como un puñado de huevos del gallinero de los peones o un ramillete de flores silvestres.

Un día, mucho después de ponerse el sol, al ver que Dick no regresaba, Mary dijo a Moses:

– Manten la cena caliente. Voy a ver qué le ha ocurrido al amo.

Cuando estaba en el dormitorio para coger el abrigo, Moses llamó a la pared y anunció que iría él; Madame no debía andar sola en la oscuridad.

– Está bien -asintió Mary, quitándose el abrigo.

Pero no le ocurría nada malo a Dick; sólo se retrasó porque un buey se había roto una pata. Y cuando, una semana después, volvió a pasar la hora de su regreso habitual y Mary estaba preocupada, no hizo ningún esfuerzo para averiguar qué ocurría, temiendo que el nativo, con toda naturalidad y sencillez, se responsabilizara otra vez de su bienestar. Habían llegado a un punto en que ella consideraba sus acciones desde un único punto de vista: si servirían para que Moses reforzara aquella nueva relación humana surgida entre ambos de un modo que ella no pudiera controlar, lo cual tenía que evitar a toda costa.