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– Cuando estás muerto, estás muerto -dijo la señora Clausen.

Otto recordaba la demanda de paternidad contra Patrick Wallingford, pues había salido en la televisión y en todos los periódicos y revistas. El caso había fascinado a la señora Clausen, y cuando la prueba del ADN demostró que Patrick Wallingford no era el padre su decepción fue evidente.

– ¿A ti qué te importa quién sea el padre? -le preguntó Otto.

– Tenía todo el aspecto de serlo -respondió la señora Clausen-. Quiero decir que da la impresión de que debería serlo.

– Es muy bien parecido… ¿te refieres a eso? -le preguntó Otto.

– Parece como si estuviera esperando que le caiga encima una demanda de paternidad.

– ¿Es ése el motivo por el que quieres darle mi mano?

– No he dicho tal cosa, Otto. Lo único que he dicho es: «Cuando estás muerto, estás muerto».

– Eso ya lo he entendido -le dijo Otto-. Pero ¿por qué mi mano? ¿Por qué precisamente él?

Ahora bien, hay algo que el lector debería saber acerca de la señora Clausen, incluso antes de conocer su aspecto: cuando se lo proponía, había algo en el tono de su voz que podía provocar una erección a su marido. Y no necesitaba mucho tiempo para que eso ocurriera.

– ¿Por qué tu mano? -le preguntó ella, en ese tono de voz-. Pues… porque te quiero, y nunca querré a nadie más. No de la misma manera.

Estas palabras debilitaron a Otto hasta el extremo de que se sintió demasiado al borde de la extinción para poder hablar; toda la sangre del cerebro, el corazón y los pulmones se concentraba en la erección. Era algo que sucedía cada vez que ella le hablaba de aquella manera.

– ¿Por qué he pensado en ese hombre? -siguió diciéndole la señora Clausen, sabedora de que, a partir de aquel momento, tenía a Otto por completo en sus manos-. Porque… bueno, es evidente que necesita una mano. Eso está claro como el agua.

Otto necesitó todas sus fuerzas para responderle débilmente.

– Supongo que hay otras personas que han perdido las manos.

– Pero no las conocemos.

– Tampoco le conocemos a él.

– Está en la televisión, Otto. Todo el mundo le conoce. Además, parece un hombre simpático y agradable.

– ¡Has dicho que parece como si estuviera esperando que le cayera encima una demanda de paternidad!

– Eso no quiere decir que no sea simpático y agradable -replicó la señora Clausen.

– Ah.

Ese «ah» consumió el resto de su escasa energía. Otto sabía lo que venía a continuación. Una vez más, el tono de voz de su mujer le dejó inerme.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó ella-. ¿Quieres hacerme un hijo?

Otto apenas pudo mover la cabeza para asentir.

Pero el hijo seguía sin llegar. Cuando la señora Clausen escribió a Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados, incluyó una declaración mecanografiada y firmada por Otto.

Éste no protestó cuando ella le pidió que lo hiciera. Notó que la sangre no circulaba por sus dedos y tuvo la sensación de que contemplaba la mano de otro hombre trazando su firma. «¿Qué estás haciendo?», le preguntó también en esa ocasión.

Entonces comenzaron los sueños. Aquel desgraciado domingo de la Super Bowl, Otto no sólo estaba asombrosamente bebido, sino que también cargaba con el peso de unos celos inmotivados. Y mover el camión cincuenta metros no era tan sencillo como le había parecido. Sus torpes intentos de poner el vehículo en marcha le convencieron de ello; no sólo estaba demasiado bebido para conducir… incluso podría estar demasiado bebido para introducir la llave de contacto. Tardó un rato en lograrlo, como tardó el descongelador en fundir el hielo bajo la nieve del parabrisas. Sólo habían caído otros cinco centímetros de nieve desde el saque inicial del encuentro.

Es posible que Otto se despellejara los nudillos de la mano izquierda al quitar la nieve de los retrovisores laterales. (Esto es una suposición. Nunca sabremos cómo se despellejó los nudillos de esa mano, pero lo cierto es que los tenía despellejados.) Cuando giró lentamente e hizo marcha atrás para recorrer la corta distancia entre la entrada del almacén y el aparcamiento, la mayoría de los clientes del bar que habían visto allí la Super Bowl se habían ido a sus casas. Ni siquiera eran las nueve y media, pero sólo cuatro o cinco coches compartían el aparcamiento con Otto, que tenía la sensación de que sus propietarios habían hecho lo mismo que él estaba haciendo: llamar a un taxi para que los llevara a casa. Lamentablemente, los demás habían conducido bebidos.

Entonces Otto recordó que aún no había pedido el taxi por teléfono. Al principio el número que el barman le había anotado en un papel comunicaba. (Aquel domingo de la Super Bowl en Green Bay, ¿cuánta gente debía de haber pedido taxis para que los llevaran a casa?) Cuando por fin Otto logró ponerse en contacto con la agencia, el empleado le dijo que la espera sería como mínimo de media hora. «Quizá tres cuartos de hora.» El empleado era un hombre sincero.

¿Qué le importaba a Otto? La temperatura en el exterior era de casi cuatro grados bajo cero, suave dada la estación del año, y el descongelador había calentado parcialmente la cabina del camión. Aunque no tardaría en hacer frío, ¿qué eran cuatro grados bajo cero con una ligera nevada para un hombre que había engullido ocho o nueve cervezas en menos de cuatro horas?

Otto telefoneó a su mujer, y se dio cuenta de que la había despertado. Ella había visto el cuarto periodo del partido, y entonces, como se sentía deprimida y con náuseas, volvió a dormirse.

– Tampoco he podido ver el programa que hacen después del partido -admitió él.

– Pobre chiquitín mío -le dijo su esposa.

Eso era lo que se decían para consolarse mutuamente, pero en los últimos tiempos, dado el esfuerzo todavía baldío de la señora Clausen por quedar embarazada, habían pensado en decir algo cariñoso que no les recordase su fracaso. La frase era como una daga en el embriagado corazón de Otto.

– Ya verás como llega, cariño -le prometió Otto de improviso, porque el buen hombre, aunque borracho y abatido, era lo bastante sensible para saber que la principal aflicción de su esposa era tener la gripe cuando lo que quería era sentir las náuseas del embarazo. El insensato programa posterior al partido, incluso la desgarradora derrota de los Packers, no era lo que realmente le incomodaba.

Que la tocoginecóloga habitual de la señora Clausen hubiera aparecido en el sueño de Otto tenía perfecto sentido, pues no era sólo la médica a quien la señora Clausen consultaba con regularidad sobre sus dificultades para quedar embarazada, sino que también les había dicho que Otto debería someterse a una «revisión». (Se refería al recuento de espermatozoides, como Otto lo consideraba tácitamente.) Tanto la doctora como la señora Clausen sospechaban que el problema radicaba en Otto, pero su esposa le quería hasta tal punto que había temido averiguarlo. También Otto había compartido ese temor: no quería someterse a la «revisión».

Su complicidad había unido todavía más a los Clausen, pero ahora existía también cierta complicidad en los silencios entre ellos. Otto no podía dejar de pensar en la primera vez que hicieron el amor. No se trataba de un simple rasgo romántico, aunque él era un hombre profundamente romántico. En el caso de los Clausen, aquel primer acto amoroso había constituido la propuesta matrimonial.

La familia de Otto poseía una casita de veraneo, una vivienda campestre a orillas de un lago. Hay muchos lagos pequeños en el norte de Wisconsin, y los Clausen poseían la cuarta parte de la orilla de uno de ellos. Cuando la señora Clausen fue allí por primera vez, la mal llamada «casa de campo» resultó ser un agrupamiento de cabañas, con un cobertizo cercano y mayor que cualquiera de ellas. En ese cobertizo, por encima de los botes, había espacio suficiente para construir un pequeño piso, y aunque la finca carecía de electricidad, había una nevera (en realidad dos), una estufa y calentadores de agua (todos de propano) para la vivienda principal.

El agua de las cañerías procedía del lago. Los Clausen no la bebían, pero podían darse un baño caliente, y había dos lavabos con depósito de agua. Obtenían el agua del lago por medio de un motor de gasolina como el de una segadora de césped, y contaban con una fosa séptica de gran tamaño. (Los Clausen ponían mucho empeño en no contaminar su pequeño lago.)

Un fin de semana en que sus padres no habían podido ir allí, Otto fue al lago con su futura esposa. Nadaron frente al embarcadero antes de que el sol se pusiera, y luego el agua de sus bañadores mojados se filtró entre las tablas. Sólo los somorgujos rompían el silencio, y permanecían tan quietos que el agua que goteaba de sus bañadores sonaba como la de un grifo mal cerrado. El sol, ocultado sólo unos minutos antes, había caldeado las tablas durante todo el día. Otto y su futura mujer notaron el calor al quitarse los bañadores mojados. Yacieron juntos sobre una toalla seca. La toalla y el agua que se secaba en sus cuerpos exhalaban un olor sutil, un aroma a lago y a sol.

El no le dijo «te quiero» ni «¿te casarás conmigo?». Aquel momento, abrazados sobre la toalla, en el cálido embarcadero, con la piel todavía húmeda y fresca, requería algo más que ese compromiso verbal. Fue la primera vez que la futura señora Clausen se dirigió a Otto con su tono de voz especial, y le hizo su excitante pregunta: «¿Qué estás haciendo?». Fue la primera vez que Otto descubrió que estaba demasiado débil para hablar. «¿Quieres hacerme un hijo?», le preguntó ella. Fue la primera vez que lo intentaron.

Tal fue la proposición matrimonial. El dijo que sí con su turgencia, con una erección alimentada por la sangre de mil palabras.

Después de la boda, Otto construyó dos habitaciones independientes y un pasillo por encima de los botes, en el cobertizo. Eran dos habitaciones extrañas, largas y estrechas («como las calles de una bolera», bromeó la señora Clausen), pero Otto las había construido de tal manera que los ocupantes de ambas habitaciones pudieran ver la orilla del lago. Una de ellas era el dormitorio, donde la cama ocupaba la mayor parte de la anchura y estaba elevada hasta el nivel de las ventanas, a fin de ofrecer la mejor vista. En la otra habitación había dos camas gemelas. Era para el bebé.

A Otto le asomaban las lágrimas a los ojos cuando pensaba en la habitación sin ocupar por encima de los botes que se mecían suavemente. El sonido nocturno que más le había gustado, aquel sonido casi inaudible del agua que lamía los botes en el cobertizo y el embarcadero donde hicieron el amor por primera vez, ahora sólo le recordaba el vacío de aquella habitación sin usar.