Él no le había preguntado cuál era su «mensaje»; después, tampoco fue capaz de terminar ninguno de sus libros. El único que intentó leer le decepcionó. Evelyn Arbuthnot era más interesante como persona que como escritora. Como les sucede a tantas personas inteligentes y motivadas, bien informadas y llenas de actividad, no escribía especialmente bien.
En la cama, donde incluso quienes acaban de conocerse dejan de lado las inhibiciones y hablan de su vida personal, la señora Arbuthnot le había contado a Patrick que estuvo casada dos veces, la primera cuando era muy joven. Del primer marido se había divorciado; el segundo, el único al que amó de veras, había muerto. Era una viuda con hijos adultos y nietos pequeños. Le dijo a Wallingford que hijos y nietos eran su vida, mientras que sus escritos y viajes eran sólo su mensaje. Pero por lo poco que Wallingford logró leer de Evelyn Arbuthnot, su «mensaje» se le escapaba. No obstante, cada vez que pensaba en ella, tenía que admitir que le había enseñado mucho acerca de sí mismo.
En el tren bala, poco antes de su llegada a Tokyo, unas escolares japonesas y la maestra que las acompañaba le reconocieron. Parecían hacer acopio de valor para enviar a una de las chicas al otro extremo del vagón y pedirle su autógrafo al hombre del león. Patrick confió en que no lo hicieran, pues para trazar su firma debería extraer la mano de entre los dedos de la dormida Evelyn.
Finalmente ninguna de las colegialas se atrevió a acercársele, y fue su maestra quien lo hizo. Llevaba un uniforme muy parecido al de sus alumnas, y aunque también era joven, al dirigirse a Patrick mostró la circunspección y la formalidad de una mujer mucho mayor. También evidenció una cortesía extremada. Hizo tal esfuerzo para no despertar a Evelyn que Wallingford tuvo que inclinarse un poco hacia el pasillo para oírla por encima del estrépito que producía el veloz tren.
– Las chicas quieren que le diga que les parece un hombre muy guapo y que debe de ser muy valiente -le dijo a Patrick, y entonces susurró-: También yo tengo algo que decirle. Lamento que la primera vez que le vi, con el león, no pensé que fuera usted un hombre tan simpático y amable, pero ahora, al verle en persona… en fin, al verle viajando y hablando con su madre, me doy cuenta de que es un hombre muy simpático y amable.
– Gracias -replicó Wallingford, aunque el malentendido le había decepcionado.
Cuando la joven maestra hubo regresado a su asiento, Evelyn le apretó la mano, sólo para hacerle saber que estaba despierta. Wallingford se volvió hacia ella y vio que tenía los ojos completamente abiertos y le sonreía.
Menos de un año después, cuando se enteró de su muerte
(«El cáncer de mama apareció de nuevo», le dijo a Wallingford una de las hijas cuando él telefoneó a los hijos y nietos de Evelyn para darles el pésame), Patrick recordó su sonrisa en el tren bala. Aquel bulto del que Evelyn dijera que no era nada, había sido algo, después de todo. Y dada la longitud de la cicatriz, tal vez ella ya lo sabía.
Entre las impresiones que Patrick Wallingford podía causar, había una de excesiva fragilidad. Tal vez por eso las mujeres, con la excepción de Marilyn, su ex esposa, siempre trataban de evitarle cuanto pudiera resultarle ingrato, aunque ése no había sido precisamente el estilo de Evelyn Arbuthnot.
Wallingford también recordaría que podría haber preguntado a la maestra de escuela japonesa cuál era el nombre oficial del Fin de Semana Nacional de la Oración para Niñas, pero no lo había hecho. Por increíble que pareciera, sobre todo tratándose de un periodista, había pasado seis días en Japón sin enterarse absolutamente de nada acerca del país.
Los japoneses que había conocido eran como la joven maestra de escuela, civilizados y corteses en extremo, incluidos los periodistas que habían sido sus anfitriones… mucho más respetuosos y más educados que la mayoría de los periodistas con los que Patrick trabajaba en Nueva York. Pero no les había preguntado nada; había estado demasiado absorto estudiándose a sí mismo. Lo único que había aprendido medianamente era a burlarse de sus acentos, los cuales imitaba de una manera incorrecta.
Culpad, si queréis, a Marilyn, la ex esposa de Wallingford. Ésta tenía razón por lo menos en un aspecto: Patrick era un adolescente perpetuo. Sin embargo, era capaz de crecer, o así lo esperaba él.
A menudo hay una experiencia determinada que marca cualquier cambio trascendental en el curso de la vida. En el caso de Patrick Wallingford, esa experiencia no fue la pérdida de la mano izquierda, como tampoco lo fue el hecho de carecer de esa mano durante cinco años. La experiencia que le cambió realmente fue un viaje a Japón en gran parte desperdiciado.
– Háblanos de Japón, Pat -le preguntaban aquellas mujeres charlatanas de la sala de redacción en Nueva York, siempre provocándole con su coquetería-. ¿Cómo es aquello?
(Ya sabían, porque se lo había dicho Dick, el despreciado jefe de redacción, que cuando éste se refirió a una mujer diciendo de ella que era «diminuta», Wallingford había entendido «tan puta».)
Pero cuando le preguntaban por Japón, escurría el bulto. «Japón es una novela», decía, y no añadía nada más.
Ya estaba convencido de que el viaje a Japón había hecho que deseara sinceramente cambiar de vida. El lo arriesgaría todo para cambiarla. Sabía que no iba a ser fácil, pero creía tener la fuerza de voluntad para intentarlo. Hay que decir en su honor que, en la primera ocasión en que estuvo a solas con Mary X (nunca se acordaba de su apellido) en la sala de redacción, le dijo:
– Lo siento mucho, Mary. Lamento de veras lo que te dije, haberte enojado tanto…
Ella le interrumpió.
– Lo que dijiste no es lo que me enojó… es mi matrimonio. No funciona nada bien, y estoy embarazada.
– Lo siento -repitió Patrick.
Llamar al doctor Zajac y confirmarle que quería someterse al trasplante había sido relativamente fácil.
La siguiente vez que Patrick estuvo un momento a solas con Mary, cometió uno de sus errores bienintencionados.
– ¿Cuándo darás a luz, Mary?
(A ella todavía no se le notaba el embarazo.)
– ¡He perdido el bebé! -exclamó, y entonces se echó a llorar.
– Lo siento -dijo Patrick una vez más.
– Es el segundo aborto -le informó la afligida joven.
Sollozó contra su pecho, humedeciéndole la camisa. Algunas de aquellas astutas mujeres de la sala de redacción los vieron e intercambiaron sus miradas más significativas. Pero se equivocaban, es decir, esta vez se equivocaban: Wallingford estaba tratando de cambiar.
– Debería haber ido a Japón contigo -le susurró Mary X al oído.
– No, Mary… no, no -replicó Wallingford-. No deberías haber ido a Japón conmigo, y yo hice mal en proponértelo.
Pero diciéndole esto sólo consiguió que la joven llorase todavía más.
Cuando estaba en compañía de mujeres que lloraban, Wallingford hacía lo mismo que hacen muchos hombres, pensaba en otras cosas. Por ejemplo, ¿de qué modo, exactamente, esperas que te trasplanten una mano cuando has estado sin ella durante cinco años?
A pesar de su reciente experiencia con el sake, no era bebedor, pero adquirió la curiosa afición de sentarse en un bar desconocido, siempre diferente, al caer la tarde. Una especie de fatiga le impulsaba a jugar a ese juego. Cuando llegaba la hora del cóctel y el local se llenaba de gente empeñada en cultivar cada vez más las relaciones sociales, Patrick Wallingford estaba allí, tomando a sorbos una cerveza. Su objetivo consistía en proyectar un aura de tristeza tan inabordable que nadie se inmiscuyera en su soledad.
Todo el mundo le reconocía, por supuesto. A veces oía que alguien susurraba «el hombre del león» o «el hombre del desastre», pero nadie se dirigía a él. Ése era el juego, un ejercicio de actor para adoptar el aspecto apropiado. («Apiadaos de mí», decía aquel aspecto. «Apiadaos de mí, pero dejadme en paz.») Era un juego en el que se estaba volviendo muy diestro.
Entonces, un atardecer, poco antes de la hora del cóctel, Wallingford entró en un bar de su antiguo barrio neoyorquino. Era demasiado pronto para que el portero nocturno del edificio donde él había vivido iniciara su turno, pero se llevó una sorpresa al verle allí, tanto más cuanto que no llevaba el uniforme de portero.
– Hola, señor O'Neill -le saludó Vlad, Vlade o Lewis-. El otro día vi que estaba usted en Japón. Allá juegan un béisbol bastante bueno, ¿eh? Supongo que es una alternativa para usted, si las cosas no le van bien aquí.
– ¿Qué tal, Lewis? -le preguntó Wallingford.
– Soy VIade -respondió Vlad tristemente-. Le presento a mi hermano. Estamos matando el tiempo antes de irme al trabajo. Ya no disfruto del turno de noche.
Patrick saludó con una inclinación de cabeza al joven que estaba en el bar junto al portero de aspecto deprimido. Se llamaba Loren o Goran, o posiblemente Zorbid. El hermano era tímido y se había limitado a musitar su nombre.
Pero cuando Vlad, VIade o Lewis fue al lavabo (había tomado un vaso tras otro de zumo de arándanos con soda), el hermano tímido se sinceró con Patrick.
– No tiene ninguna mala intención, señor Wallingford. Tan sólo confunde un poco las cosas. No sabe que usted no es Paul O'Neill, aunque en realidad lo sepa. Yo estaba convencido de que, tras el suceso con el león, por fin lo entendería, pero no ha sido así. En general, usted es Paul O'Neill para él. Lo siento. Debe de ser una molestia.
– No se disculpe, por favor -le dijo Patrick-. Su hermano me cae bien. Si soy Paul O'Neill para él, por mí no hay ningún inconveniente.
Cuando Vlad, VIade o Lewis regresó del lavabo, los dos parecían un poco culpables, sentados allí, ante la barra. Patrick lamentaba no haberle preguntado al hermano normal cómo se llamaba realmente el hermano confuso, pero el momento de hacerlo ya había pasado. Ahora el portero con tres nombres estaba de vuelta. Se parecía más al de siempre, porque en el lavabo se había puesto el uniforme.
El portero le dio las ropas de calle a su hermano, que las metió en una mochila apoyada en el raíl al pie de la barra. Patrick no había visto la mochila hasta entonces, pero se dio cuenta de que aquello formaba parte de un convenio entre los hermanos. Probablemente el hermano normal regresaba por la mañana para llevarse a casa a Vlad, VIade o Lewis. Parecía ser la clase de buen hermano que hace esas cosas.
De repente el portero apoyó la cabeza en la barra, como si quisiera dormir allí mismo.
– Eh, vamos, hombre, no hagas eso -le dijo su hermano cariñosamente-. No debes hacerlo, sobre todo en presencia del señor O'Neill.