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– Vaya, qué bien ha estado eso, ¿verdad? -diría con sorna Evelyn Arbuthnot cuando viera la noticia, de un minuto y medio de duración, en el televisor de su habitación.

Estaba todavía en Tokyo, y era la última jornada del congreso. El simplón canal televisivo de Wallingford ni siquiera había esperado a que terminaran las sesiones.

Patrick estaba todavía en cama cuando la señora Arbuthnot le llamó.

– Perudone -fue todo lo que pudo decirle Wallingford-. No soy el jefe de redacción, soy tan sólo un reportero enviado al lugar de los hechos.

– Usted se ha limitado a cumplir las órdenes -replicó la señora Arbuthnot. ¿Es eso lo que quiere decir?

Evelyn Arbuthnot era demasiado dura con él, sobre todo porque Wallingford no se había recuperado de una noche en la ciudad con los anfitriones japoneses. Pensaba que hasta el alma debía de olerle a sake. Tampoco recordaba Patrick cuál de sus periodistas japoneses favoritos le había dado dos billetes para el tren de alta velocidad, un viaje de ida y vuelta a Kyoto en el «tren bala», como lo llamó Yoshi, o tal vez fuese Fumi. Le dijo que una visita a una hostería tradicional de Kyoto sería muy reparadora, eso lo recordaba. «Pero será mejor que vatas antes del fin de semana», añadió. Por desgracia, Wallingford olvidaría este último consejo.

Ah, Kyoto… ciudad de templos, ciudad de plegarias. Un lugar más apropiado que Tokyo para la meditación le haría mucho bien a Wallingford. Ya era hora de que meditara un poco, le explicó a Evelyn Arbuthnot, pero ella siguió regañándole por el fiasco de la cobertura informativa que su «asquerosa cadena de antinoticias» había dado al congreso de mujeres.

– Lo sé, lo sé -repetía Patrick. (¿Qué otra cosa podía decir?)

– ¿Y ahora se va a Kyoto? -le preguntó-. ¿Qué va a hacer allí? ¿Rezar? ¿Y rezar por qué? ¡La extinción más humillante que quepa imaginar de su cadena de noticias cómicas y desastrosas! ¡Por eso es por lo que yo rezo!

– Aún confío en que me suceda algo agradable en este país -replicó Wallingford con tanta dignidad como pudo reunir, que no fue mucha.

Evelyn Arbuthnot permaneció un momento en silencio, y Patrick supuso que estaba considerando de nuevo una vieja idea.

– ¿Quiere que le ocurra algo agradable en Japón? -le preguntó ella-. Bien… puede llevarme a Kyoto con usted. Yo le enseñaré algo agradable.

Él era Patrick Wallingford, al fin y al cabo, y aceptó. Hacía lo que las mujeres querían que hiciera; en general hacía lo que le pedían. ¡Pero había creído que Evelyn Arbuthnot era lesbiana! Se sentía confuso.

– Verá…, pensaba…, quiero decir que por su observación sobre esa novelista danesa, entendí que… bueno, que era usted lesbiana, señora Arbuthnot.

– Ése es un truco que empleo continuamente -replicó ella-. No creí que usted picara.

– Ah -dijo Wallingford.

– No, no soy lesbiana, pero sí lo bastante mayor para ser su madre. Si quiere pensarlo y llamarme cuando haya tomado una decisión, no me ofenderé.

– No me diga que podría ser mi madre…

– Por lo menos biológicamente, de eso no hay duda -respondió la señora Arbuthnot. Podría haberle tenido a los dieciséis años… cuando, por cierto, aparentaba dieciocho. Haga la cuenta.

– ¿Tiene cincuenta y algo? -inquirió él.

– Se ha acercado mucho. Mire, hoy no puedo ir a Kyoto, porque no voy a saltarme la última jornada de este patético pero bienintencionado congreso. Si puede esperar a mañana, iré con usted a pasar el fin de semana en Kyoto.

– De acuerdo -convino Wallingford. No le dijo que tenía ya dos billetes para el tren bala. Pediría en la recepción del hotel que le cambiaran las reservas para el tren y la hostería.

– ¿Está seguro de que quiere hacer esto? -le preguntó Evelyn Arbuthnot. Ella misma no parecía demasiado segura.

– Sí, estoy seguro. Me gusta usted. Puede que sea un idiota, pero tengo buen gusto.

– No sea demasiado duro consigo mismo por ser un idiota -le dijo ella.

Al pronunciar estas palabras su voz se aproximó al máximo a un murmullo sensual. Desde el ángulo de la velocidad, y sobre todo en cuanto a la rapidez con que podía cambiar de idea, Evelyn era una especie de tren bala. Patrick empezó a pensar que quizá no era muy acertado ir con ella a ninguna parte. Fue como si Evelyn le leyera la mente.

– No seré demasiado exigente -le dijo de improviso-. Además, debería tener alguna experiencia con una mujer de mi edad. Un día, cuando sea setentón, las mujeres de mi edad serán las más jóvenes a su alcance.

Durante el resto del día y por la noche, mientras Wallingford aguardaba el momento de tomar el tren bala hacia Kyoto con Evelyn Arbuthnot, le desapareció la resaca. Cuando se acostó, sólo notaba el sabor del sake al bostezar.

El día siguiente amaneció claro y brillante en la tierra del sol naciente… pero esa bondad climática resultó ser una falsa promesa. Wallingford viajó en un tren a más de trescientos kilómetros por hora, en compañía de una mujer lo bastante mayor para ser su madre y de unas quinientas colegialas, todas chicas porque, en la medida en que Patrick y Evelyn pudieron entender el retorcido inglés del revisor, se celebraba algo así como el Fin de Semana Nacional de la Oración para Niñas, y todas las colegialas de Japón iban a Kyoto, o así lo parecía.

Llovió durante todo el fin de semana. Kyoto estaba invadido de colegialas japonesas que rezaban. Bueno, debían de haber rezado durante parte del tiempo que duró su invasión de la ciudad, aunque Patrick y Evelyn no las vieron hacerlo en ningún momento. Cuando no rezaban, hacían lo que hacen las colegialas en todas partes, reían, gritaban, prorrumpían en sollozos histéricos… y todo ello sin ningún motivo aparente.

– Las condenadas hormonas -comentó Evelyn, como si hablara por experiencia propia.

Las colegialas también llamaban a sus madres, escuchaban la peor música occidental imaginable y se hartaban de baños, tantos que la hostería tradicional donde Wallingford y Evelyn Arbuthnot paraban se quedaba una y otra vez sin agua caliente.

– ¡Demasiadas chicas que no rezan! -les dijo el hospedero en tono de disculpa.

No es que a ellos les importara la falta de agua caliente, pues con uno o dos baños tibios les bastaba. Se pasaron el fin de semana haciendo el amor, con sólo alguna que otra visita a los templos por los que Kyoto (al contrario de Patrick Wallingford) era justamente famoso.

Resultó que a Evelyn Arbuthnot le gustaba mucho el sexo. En cuarenta y ocho horas… no, no importa. Sería grosero contar el número de veces que lo hicieron. Baste decir que Wallingford estaba completamente agotado al término del fin de semana, y de regreso a Tokyo con Evelyn en el tren tenía la verga tan dolorida que se sentía como un adolescente que se la hubiera despellejado de tanto masturbarse.

Le encantó lo que había visto de los húmedos templos. Permanecer en el interior de los enormes santuarios de madera mientras fuera llovía era como estar cautivo en un primitivo instrumento similar a un tambor. El agudo parloteo de las vivaces colegialas que les rodeaban se imponía al ruido de la lluvia.

Muchas de las chicas llevaban sus uniformes escolares, que les daban el aspecto monótono de una banda militar. Algunas eran bonitas, pero la mayoría no. Además, durante aquel Fin de Semana Nacional de la Oración para Niñas, que probablemente no tenía ese nombre oficial, Wallingford sólo miraba a Evelyn Arbuthnot.

Le gustaba hacer el amor con ella, y gran parte del motivo era la evidencia de que Evelyn gozaba con él. Su cuerpo no era hermoso, pero sí diestro para la satisfacción de sus apetitos, y Evelyn lo utilizaba como si fuese una herramienta bien diseñada. Sin embargo, en uno de sus pequeños senos había una cicatriz de tamaño considerable, y sin duda no se debía a un accidente. (Era demasiado recta y delgada; tenía que ser una cicatriz quirúrgica.)

– Me quitaron un bulto -le dijo a Patrick cuando él le preguntó qué era aquello.

– Debía de ser un bulto bastante grande -comentó él.

– Resultó que no era nada -replicó ella-. Estoy bien.

Durante el trayecto de regreso a Tokyo, empezó a exhibir cierta actitud maternal hacia él.

– ¿Qué piensas hacer con tu vida, Patrick? -le preguntó, tomándole la mano.

– ¿Qué quieres decir?

– Eres un desastre -le dijo Evelyn, y Patrick vio en su semblante que la preocupación por él era sincera.

– Soy un desastre -convino.

– Sí, lo eres, y lo sabes. Tu profesión es insatisfactoria, pero lo más importante es que no vives como deberías. Es como si estuvieras perdido en el mar, querido.

(Lo de «querido» era una novedad poco atractiva.)

Patrick se puso a hablar indiscretamente acerca del doctor Zajac y la perspectiva de someterse a un trasplante de mano, de volver a tener una mano izquierda al cabo de cinco años de manquedad.

– No, no me refiero a eso -le interrumpió Evelyn-. ¿A quién le importa tu mano izquierda? ¡Han pasado cinco años! Puedes arreglártelas sin ella. Siempre podrás encontrar a alguien que te corte un tomate en rodajas, y si no, prescinde del tomate. Si eres un hazmerreír, aunque guapo, eso sí, no es porque te falte una mano. Lo es, en parte, por la clase de trabajo que haces, pero sobre todo por tu manera de vivir.

– Ah -dijo Wallingford.

Intentó retirar la mano que ella le sujetaba de un modo cada vez más maternal, pero la señora Arbuthnot no le dejaba; al fin y al cabo, ella tenía dos manos, entre las que apretaba con firmeza la única que él poseía.

– Escúchame, Patrick -le dijo Evelyn-. Es estupendo que el doctor Sayjac quiera proporcionarte una nueva mano izquierda…

– El doctor Zajac -le corrigió Wallingford con petulancia.

– Bueno, el doctor Zajac -prosiguió la señora Arbuthnot-. No niego que has de tener mucho valor para someterte a un experimento tan arriesgado…

– Sólo sería la segunda vez que se hiciera una operación de esas características -le informó Patrick, en el mismo tono petulante-. La primera no salió bien.

– Sí, sí, ya me lo has dicho -le recordó la señora Arbuthnot. ¿Pero tienes el valor para cambiar de vida?

Entonces se quedó dormida, y en ese estado de sopor sus manos dejaron de presionar la suya. Probablemente podría haberla retirado sin despertarla, pero no quería correr el riesgo. Evelyn estaba a punto de regresar a San Francisco, y Wallingford volvería a Nueva York. Ella le había dicho que en la ciudad californiana iban a celebrar otro congreso relacionado con las mujeres.