El Gran Circo Ganesh actuaba en Junagadh, y una de las jóvenes trapecistas se había caído en plena actuación. Era famosa por «volar», como se denomina el trabajo de tales volatineros, sin red de seguridad, y aunque no murió a causa de aquella caída desde veinticinco metros de altura, su marido, que también era su entrenador, sí perdió la vida al intentar atraparla. El cuerpo que caía a plomo lo mató, pero al menos impidió que ella se estrellara contra el suelo.
De inmediato el gobierno indio prohibió los vuelos sin red, y el Gran Ganesh, entre otros circos pequeños de la India, expresó su protesta. Durante años y años, cierto ministro del gobierno, un activista demasiado entusiasta de los derechos de los animales, había intentado que se prohibiera el uso de éstos en los circos indios, y por esta razón los circos eran muy susceptibles a cualquier intervención del gobierno. Además, el director del Gran Circo Ganesh, muy exaltado, le confesó a Patrick Wallingford ante la cámara que el público llenaba la carpa una tarde tras otra precisamente porque los trapecistas no usaban red.
Lo que Wallingford había observado era el sorprendente estado de deterioro de las mismas redes. Desde donde se encontraba, en la tierra seca y compacta, el «suelo» de la carpa, al mirar hacia arriba vio las roturas y los desgarrones en la cuadrícula de cuerdas. La red en mal estado parecía una colosal telaraña destrozada por un pájaro presa del pánico. Era dudoso que pudiera soportar el peso de un niño que se cayese, y aún menos el de un adulto.
Muchos de los artistas eran niños, en su mayoría muchachas. A Patrick le explicaron que sus padres las habían vendido al circo para que tuvieran una vida mejor, con lo cual querían decir una vida más segura. No obstante, el elemento de riesgo en el Gran Ganesh era enorme. El exaltado director había dicho la verdad: el público llenaba la carpa cada tarde y noche para ver accidentes, y a menudo las víctimas de esos accidentes eran niños. Como artistas de circo eran aficionados con talento, pequeños y buenos atletas, pero tenían un entrenamiento superficial.
A todo buen periodista le habría interesado la razón de que la mayoría de los pequeños fueran niñas, y Wallingford, tanto si uno creía como si no en la evaluación de su carácter efectuada por su ex mujer, era un buen periodista, con una inteligencia que radicaba principalmente en su capacidad de observación, y la experiencia televisiva le había enseñado la importancia de adelantarse con rapidez a lo que podría salir mal.
Eso de adelantarse era al mismo tiempo lo admirable y lo equivocado en el medio de la televisión, que obtiene su fuerza de las crisis y no de las causas. Lo que más decepcionaba a Patrick de sus misiones como reportero era la frecuencia con que se pasaba por alto o se hacía caso omiso de una noticia más importante. Por ejemplo, la mayoría de los artistas infantiles de un circo indio eran niñas porque sus padres no habían querido que fuesen prostitutas. Y en el peor de los casos, los niños no vendidos a un circo serían mendigos (o se morirían de hambre).
Pero a Patrick Wallingford no le habían enviado a la India para que informara de tales detalles. La noticia era otra: una trapecista, una mujer adulta que se vino abajo desde veinticinco metros de altura, había aterrizado en los brazos de su marido y, en su caída, le ocasionó la muerte. El gobierno indio había intervenido, y el resultado era que todos los circos de la India se manifestaban en contra de la ley por la que ahora sus volatineros tenían que usar red de seguridad. Incluso la trapecista que recientemente había enviudado, la mujer que cayó, secundaba la protesta.
Wallingford la había entrevistado en el hospital, donde se recuperaba de una rotura de cadera y cierta lesión sin concretar en el bazo, y ella le dijo que volar sin red de seguridad era lo que daba al vuelo su morbo especial. Por supuesto, lloraba a su difunto marido, pero éste también había sido volatinero, también había caído y sobrevivido al percance. Sin embargo, dio a entender la viuda, era posible que en realidad no se hubiera librado de las consecuencias de aquel primer error, y el hecho de que ella se le hubiera caído encima podía significar la conclusión del episodio anterior e inacabado.
Wallingford se dijo que esa manera de pensar era interesante, pero su jefe de información, a quien todo el mundo despreciaba cordialmente, se mostró decepcionado por la entrevista. Y todo el personal de la sala de redacción en Nueva York consideró que la trapecista parecía «demasiado tranquila»; preferían que sus víctimas de desastres estuvieran histéricas.
Por otro lado, la volatinera convaleciente había dicho que su marido estaba ahora «en brazos de la diosa en la que creía», una frase seductora. Lo que quería decir era que su esposo había creído en Durga, la diosa de la destrucción. La mayoría de los trapecistas creen en Durga, una deidad a la que se representa generalmente con diez brazos. «Los brazos de Durga tienen la finalidad de asirte y sostenerte, si alguna vez te caes», explicó la viuda.
Eso sí que era interesante para Wallingford, pero no para los miembros de la sala de redacción en Nueva York, quienes dijeron que estaban «hartos de religión». El jefe de informativos de Patrick le informó de que últimamente habían emitido demasiadas noticias de contenido religioso. Wallingford se dijo que aquel Dick, como se llamaba el jefe de informativos, no servía ni a Dios ni al diablo.
Dick envió a Patrick de regreso al Gran Circo Ganesh, en busca de «color local complementario». El jefe de informativos argumentó además que el director del circo era más franco que la trapecista.
Patrick no se abstuvo de protestar.
– Hablar sobre los artistas infantiles tendría más interés -adujo sin rodeos.
Pero, al parecer, en Nueva York también estaban «hartos de niños».
– Limítate a obtener más información del director -advirtió Dick a Wallingford.
Los leones de la jaula, que figuraban como fondo de la última entrevista, compartían el nerviosismo del director: se mostraban cada vez más inquietos y sus rugidos eran más poderosos. El reportaje que Wallingford enviaba desde la India era el deseado final sorpresivo del noticiario. Los leones harían que ese final fuese todavía mejor si rugían con fuerza.
Era el día de reparto de la carne, y los musulmanes que la traían se habían retrasado. El furgón de la televisión, la cámara y el equipo de sonido, así como el cámara y la técnico de sonido, les habían intimidado. Toda aquella tecnología, extraña para ellos, los había detenido en sus pasos, pero el motivo principal de su detención era la técnico de sonido.
Era una mujer rubia y alta, con tejanos ajustados, auriculares y un cinturón de herramientas del que pendían una serie de accesorios que a los musulmanes debían de parecerles propios de hombres: tenazas para el alambre, un manojo de abrazaderas y cables, y algo que podría ser un densímetro. También llevaba una camiseta de media manga y no usaba sujetador.
Wallingford sabía que era alemana porque la noche anterior se había acostado con ella. La joven le habló del primer viaje que hizo a Goa, de vacaciones, con otra chica alemana, tras el cual ambas decidieron que jamás querrían vivir en ningún lugar excepto la India.
La otra chica enfermó y regresó a su país, pero Monika encontró la manera de permanecer en la India. Así se llamaba: «Monika con ka», le había dicho. «Los técnicos de sonido podemos vivir en cualquier parte -le explicó-. Cualquier parte donde haya sonido.»
– Quizá te gustaría vivir en Nueva York -le sugirió Patrick-. Allí hay mucho sonido, y el agua es potable. -Sin pensarlo dos veces, añadió-: En estos momentos las chicas alemanas son muy populares en Nueva York.
– ¿Por qué «en estos momentos»? -le preguntó ella.
Esto era un síntoma de la dificultad que Patrick Wallingford tenía en el trato con las mujeres. Decir cosas sin ninguna razón era similar a la manera en que accedía a las insinuaciones que le hacían las mujeres. No había ninguna razón para decir «en estos momentos las chicas alemanas son muy populares en Nueva York», excepto la de seguir hablando. Era la debilidad con que se plegaba a lo que las mujeres querían de él, la aceptación tácita de sus insinuaciones, lo que había enfurecido a la esposa de Wallingford, quien le telefoneó a su habitación del hotel precisamente cuando se estaba tirando a Monika con ka.
Había diez horas y media de diferencia horaria entre Junagadh y Nueva York, pero Patrick fingió desconocer si la India estaba diez horas adelantada o retrasada. Lo único que dijo cuando le llamó su esposa fue:
– ¿Qué hora es ahí, cariño?
– Estás jodiendo con alguna, ¿no es cierto? -le preguntó ella.
– No, Marilyn, qué va -le mintió. Debajo de su cuerpo, la chica alemana permanecía inmóvil. Wallingford trató de imitarla, pero permanecer inmóvil durante el acto amoroso es probablemente más difícil para un hombre que para una mujer.
– Sólo he pensado que te gustaría conocer los resultados de tu prueba de paternidad -le dijo Marilyn, unas palabras que ayudaron a Patrick a mantenerse quieto-. Bueno, son negativos… no eres el padre. Supongo que esquivaste esa bala, ¿no es cierto?
– No hay derecho a que te hayan dado los resultados de mi análisis de sangre -fue todo lo que se le ocurrió decir a Wallingford-. Algo tan personal como un análisis de sangre.
Debajo de él, Monika con ka se puso rígida. Sentía frío en la zona que había estado caliente.
– ¿Qué análisis de sangre? -susurró al oído de Patrick.
Pero Wallingford llevaba puesto un preservativo; la técnico de sonido alemana estaba protegida de la mayor parte de los peligros, si no de todos. (Patrick siempre usaba preservativo, incluso con su mujer.)
– ¿Quién es esta vez? -gritó Marilyn en el otro extremo de la línea-. ¿A quién te estás tirando en este mismo momento?
Wallingford tenía dos cosas claras: que su matrimonio no podía salvarse y que él no quería salvarlo. Como siempre le sucedía con las mujeres, Patrick se mostró conforme.
– ¿Quién es ésa? -gritó su mujer de nuevo, pero, en vez de responderle, Wallingford sostuvo el micrófono del aparato ante los labios de la alemana.
Tuvo que apartarle de la oreja un mechón de cabello rubio antes de susurrarle al oído:
– Anda, dile tu nombre.
– Monika… con ka -dijo la chica alemana al aparato.
Wallingford colgó, dudando de que Marilyn llamase de nuevo. No lo hizo, pero entonces tuvo que explicarle muchas cosas a Monika con ka. No fue aquélla una plácida noche con un sueño profundo.