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2. El ex centrocampista

Al frente del equipo bostoniano estaba el doctor Nicholas M. Zajac, cirujano especializado en las extremidades que trabajaba en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados, el centro médico más importante de Massachusetts dedicado a cirugía de la mano. El doctor Zajac era también profesor agregado de cirugía en Harvard. Fue él quien tuvo la idea de iniciar la búsqueda de potenciales donantes y receptores de manos en Internet (www.faltanmanos.com).

El doctor superaba en edad a Patrick Wallingford por media generación. El hecho de que tanto Deerfield como Amherst fuesen instituciones educativas exclusivamente masculinas cuando asistió a ellas es una explicación insuficiente del escoramiento absoluto hacia la masculinidad que acompañaba su presencia con tanta intensidad como su nada refinada loción para después del afeitado.

No le recordaba nadie de sus tiempos en Deerfield, ni tampoco de los cuatro años que pasó en Amherst. En su juventud jugó al lacrosse, tanto en el instituto como en la universidad, pero ni siquiera sus entrenadores le recordaban. Es muy extraño que cualquier miembro de un equipo atlético mantenga semejante anonimato, pero Nick Zajac se había pasado la adolescencia y la primera juventud entregado a una búsqueda de la excelencia que asombraba por su carencia absoluta de relieve y de cualquier hecho memorable, pero que había sido coronada por el éxito, sin amigos y sin una sola experiencia sexual.

Un alumno de la Facultad de Medicina, con quien el futuro doctor Zajac compartió un cadáver, fue testigo de algo que jamás olvidaría: el sobresalto y la indignación de su compañero al ver el cuerpo. «El problema no era que la mujer llevara mucho tiempo muerta- recordaría el estudiante-. Lo que afectó a Nick fue que el cadáver fuera de una mujer, claramente el primero que veía»

También la mujer de Zajac fue la primera. Era uno de esos hombres demasiado agradecidos que se casan con la primera mujer con la que se acuestan. Tanto él como su esposa lo lamentarían.

El cadáver femenino tuvo algo que ver con la decisión que tomó el doctor Zajac de especializarse en las manos. Según su antiguo compañero de laboratorio, lo único que Zajac pudo examinar de aquel cuerpo fueron las manos. Todo lo demás le resultaba insoportable.

Sin duda necesitamos saber más acerca del doctor Zajac. Su delgadez era compulsiva, jamás se sentía lo bastante delgado. Practicaba el maratón, observaba a las aves y comía semillas (práctica que había adquirido al observar a los pinzones). Sentía una atracción preternatural por las aves y la gente famosa. Se hizo cirujano de las manos, y sus pacientes eran astros.

Sobre todo astros del deporte, atletas lesionados, como el lanzador de los Red Sox de Boston que se desgarró el ligamento anterior radioulnar de la mano con que lanzaba. Más adelante fue objeto de un trueque: los Blue Jay de Toronto lo adquirieron a cambio de dos defensas que nunca dieron buen resultado y un bateador cuya habilidad principal consistía en golpear a su mujer. Zajac operó también al bateador. Cuando trataba de encerrarse en el coche, la mujer del bruto cerró la portezuela y le pilló la mano. El daño más profundo se lo ocasionó en la segunda falange proximal y la tercera metacarpal.

Un número sorprendente de las lesiones que sufrían los astros del deporte no se habían producido en el campo ni en la pista ni en el hielo. Por ejemplo, aquel portero de los Bruins Boston, retirado desde hacía tiempo, que se cortó el ligamento transverso superficial de la mano izquierda al apretar con demasiada fuerza un vaso de vino contra la alianza de matrimonio o aquel defensa de los Patriots de Nueva Inglaterra, al que habían sancionado tantas veces, y que se cortó una arteria digital, junto con varios nervios, al tratar de abrir una ostra con un cuchillo del ejército suizo. Eran deportistas que corrían riesgos, un grupo con tendencia a sufrir accidentes, pero eran famosos. Durante cierto tiempo, el doctor Zajac los veneró, y sus fotografías dedicadas, en las que irradiaban superioridad física, cubrían las paredes de su consultorio.

Sin embargo, a menudo incluso las lesiones laborales de los astros deportivos eran innecesarias, como en el caso de un delantero centro de los Celtics de Boston, que saltó hacia atrás, como zambulléndose, cuando ya había expirado el tiempo en el reloj de lanzamientos, perdió el dominio del balón y se destrozó la fascia palmar al golpear la valla de la cancha.

Pero no importaba… el doctor Zajac los quería a todos. Y no sólo a los atletas.

Los cantantes de rock parecían propensos a sufrir dos clases de lesiones en las habitaciones de hotel. Ante todo las que Zajac llamaba «desmanes del servicio de habitaciones», que ocasionaban heridas con objetos punzantes y lesiones por derramamiento de café y té calientes, así como una serie de encuentros imprevistos con objetos inanimados. Les seguían de cerca los innumerables contratiempos en baños con el suelo mojado, que tendían a sufrir no sólo las estrellas del rock sino también los astros de la pantalla.

Otros lugares donde los astros de la pantalla tendían a sufrir accidentes eran los restaurantes, sobre todo al salir de ellos. Desde el punto de vista de un quirocirujano, golpear a un fotógrafo era mejor que golpear la cámara de un fotógrafo. Por el bien de la mano, cualquier expresión de hostilidad hacia algo hecho de metal, vidrio, madera, piedra o plástico era un error. Sin embargo, entre los famosos, la violencia hacia diversos objetivos era la fuente principal de las lesiones que el doctor veía.

Cuando el doctor Zajac contemplaba los dóciles rostros de sus renombrados pacientes, se daba perfecta cuenta de que su éxito y la aparente satisfacción que mostraban no eran más que unas máscaras que se ponían en público.

Todo esto podría haber inquietado a Zajac, pero era él, precisamente, quien inquietaba a sus colegas de Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados. Aunque no le decían a la cara que cortejaba a los famosos con la esperanza de adquirir un poco de su fama, sabían que hacía tal cosa y se sentían superiores a él… aunque sólo fuese en ese aspecto. Como cirujano, era el mejor de todos. Los demás también lo sabían y eso les molestaba.

Si en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados se abstenían de comentar el cortejo de la fama a que se entregaba Zajac, se permitían en cambio amonestar a su colega superestrella por lo delgado que estaba. Todo el mundo creía que el matrimonio de Zajac había fracasado porque se había vuelto más delgado que su mujer, y sin embargo nadie en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados había podido convencer al doctor Zajac de que debía alimentarse para salvar su matrimonio. No era probable que pudieran convencerle de que debía engordar ahora que se había divorciado.

Su amor a las aves era lo que más desquiciaba a los vecinos de Zajac. Por razones que ni siquiera comprendían los ornitólogos de la zona, el doctor Zajac estaba convencido de que la abundancia de excremento canino en el área metropolitana de Boston había tenido un efecto deletéreo sobre la población de aves de la ciudad.

Todos los colegas de Zajac apreciaban cierta foto suya, aunque sólo uno de ellos había visto la verdadera imagen. Era una mañana de domingo, en el nevado patio de su casa en la calle Brattle, y el renombrado cirujano, con botas hasta las rodillas, albornoz de franela rojo, una ridícula gorra de esquiar con el nombre de los Patriots de Nueva Inglaterra, una bolsa de papel marrón en una mano y una raqueta de lacrosse, de tamaño infantil, en la otra, registraba el patio en busca de excrementos de perro. El doctor Zajac carecía de perro, pero tenía varios vecinos desconsiderados, y la calle Brattle era una de las rutas más populares de Cambridge para pasear al perro.

El destinatario de la raqueta de lacrosse era el hijo único de Zajac, un chico nada atlético que pasaba con él un fin de semana al mes. El inquieto muchacho, trastornado por el divorcio de sus padres, pesaba menos de lo que correspondía a sus seis años y se empeñaba en rechazar la comida, muy posiblemente a instancias de su madre, cuya misión, nada complicada, consistía en volver loco a Zajac.

La ex esposa, llamada Hildred, hablaba sobre el particular como si no se lo tomara en serio. «¿Por qué habría de comer el chico? Su padre no lo hace. ¡Ve que su padre se muere de hambre y lo imita!» Así pues, el acuerdo de divorcio permitía a Zajac ver a su hijo sólo una vez al mes, y nunca durante más de un fin de semana. ¡Y en Massachusetts existe el llamado divorcio sin culpable! (Este era el oxímoron favorito de Wallingford.)

En realidad, al doctor Zajac le atormentaba el trastorno alimentario de su querido hijo, y le buscaba soluciones tanto médicas como prácticas. (Hildred apenas reconocía que su hijo, de aspecto desnutrido, tuviera algún problema.) Los fines de semana que visitaba a su padre, Rudy, como se llamaba el niño, asistía al espectáculo del doctor Zajac, que se obligaba a engullir grandes cantidades de comida, que después vomitaba en la intimidad del lavabo. Pero con el ejemplo de su

padre o sin él, Rudy apenas probaba bocado.

Un gastroenterólogo pediátrico prescribió cirugía exploratoria, a fin de descartar posibles dolencias del colon. Otro recetó un jarabe, un líquido azucarado indigerible que actuaba como diarreico. (Se basaba en la teoría de que si los intestinos del chico se movían con mayor frecuencia, tendría más apetito.) Un tercero expresó su opinión de que Rudy superaría el problema al crecer. Este último fue el único consejo gastroenterológico que pudieron aceptar tanto el doctor Zajac como su ex esposa.

Entretanto, la empleada doméstica de Zajac, residente en la casa, había presentado su dimisión, pues no podía soportar que se tirase tanta comida el tercer lunes de cada mes. Como a Irma le molestaba la denominación «empleada doméstica», Zajac nunca dejaba de llamarla su «asistenta», aunque las principales responsabilidades de la joven eran la limpieza de la casa y hacer la colada. Tal vez la obligatoria recogida diaria de las cacas de perro en el patio era lo que más la ponía de mal humor, la ignominia de la bolsa de papel marrón, su torpeza en el manejo de la raqueta de lacrosse infantil, la baja categoría de la tarea.

Irma era una mujer sencilla, robusta, cercana a la treintena, y no había previsto que trabajar para un «doctor en medicina», como ella llamaba a Zajac, incluiría un cometido tan degradante como combatir los hábitos excrementicios de los perros de la calle Brattle.

También hería sus sentimientos que el doctor Zajac la considerase una inmigrante para quien el inglés era una segunda lengua. El inglés era el primer y único idioma de Irma, pero la confusión se debía a lo que el menudo Zajac podía entender cuando casualmente la oía hablar alegremente por teléfono. Irma tenía su propio teléfono en su dormitorio, frente a la cocina, y a menudo hablaba largo y tendido con su madre o alguna de sus hermanas, a altas horas de la noche, cuando Zajac asaltaba el frigorífico. Aun así, el cirujano, delgado como un escalpelo, reducía sus tentempiés a zanahorias crudas, que conservaba en un cuenco con hielo fundido en la nevera.