La sensación, al finalizar el día -del bañador mojado y del acto de quitárselo, el aroma del lago y el sol en la piel húmeda de su mujer-, parecía ahora echada a perder por unas expectativas que no se habían realizado. Los Clausen llevaban más de diez años casados, pero dos o tres veranos atrás dejaron de ir a la casita del lago. Estaban más atareados en Green Bay y cada vez parecía más difícil escaparse. O eso era lo que ellos decían. En realidad, a los dos les era mucho más difícil aceptar que el olor de los pinos pertenecía ya al pasado.
¡Y entonces los jodidos Broncos tuvieron que vencer a los Packers!, se lamentó Otto. Sumido en la aflicción y borracho, apenas podía recordar la causa de su llanto en el frío camión aparcado. Ah, sí, las causantes habían sido las palabras de su mujer, «pobre chiquitín mío», que últimamente tenían un efecto devastador sobre él. Y cuando las pronunciaba en aquel tono de voz… ¡Oh, qué implacable era el mundo! ¿Cómo se le había ocurrido decirle eso cuando no estaban juntos, cuando sólo hablaban por teléfono? Ahora Otto lloraba y, al mismo tiempo, tenía el miembro erecto. Un motivo más de frustración era que no recordaba ni cómo ni cuándo había finalizado la conversación telefónica con su esposa.
Ya había pasado media hora desde que indicó a la compañía de taxis que el conductor le buscara en el aparcamiento de detrás del bar. («Estaré en el camión de transporte de cerveza, no tiene pérdida.») Se dispuso a abrir la guantera, donde había dejado el teléfono móvil, con cuidado, para no desordenar los posavasos y las pegatinas de la marca de cerveza que transportaba y que también guardaba en la guantera. Los regalaba a los niños que iban en bicicleta y que a menudo le rodeaban cuando iba de reparto. Los niños de su barrio le llamaban «el hombre de los posavasos» o «el hombre de las pegatinas», pero lo que realmente querían eran los pósters comerciales que Otto tenía en la caja del camión, junto con la cerveza.
No veía nada malo en que los muchachos decorasen las paredes de sus dormitorios con pósters de cerveza, años antes de que tuvieran la edad suficiente para beber. Otto se habría sentido profundamente herido si alguien le hubiera acusado de conducir a los jóvenes por el camino del alcoholismo. Sencillamente, le gustaba hacer felices a los chicos, y les regalaba los posavasos, las pegatinas y los pósters con la misma preocupación por su bienestar que mostraba al no conducir cuando estaba bebido.
¿Pero cómo era posible que se hubiese quedado dormido mientras alargaba la mano para abrir la guantera? Que estuviera demasiado bebido para soñar era una bendición, o así le parecía. Lo cierto era que Otto estaba soñando, pero no se daba cuenta debido a su embriaguez. Y además, el sueño era nuevo, demasiado nuevo para que supiera que era un sueño.
Notó la nuca cálida y sudorosa de su mujer en el pliegue del codo derecho; la estaba besando, tenía la lengua dentro de su boca mientras con la mano izquierda (Otto era zurdo) la tocaba una y otra vez. Ella estaba muy húmeda, y su abdomen presionaba hacia arriba contra la palma. Él la tocaba con la mayor suavidad posible, se esforzaba por rozarla apenas. Ella tenía que enseñarle a hacerlo.
De repente, en el sueño del que Otto no sabía que era un sueño, la señora Clausen tomó la mano izquierda de su marido y se la llevó a los labios, se metió los dedos en la boca, mientras él la besaba, y ambos notaron el sabor del sexo femenino al tiempo que él se colocaba encima y la penetraba. Sostenía con suavidad la cabeza de la mujer contra su garganta, de modo que los dedos de la mano izquierda, en el cabello de ella, estaban lo bastante cerca para que le llegara su olor. En la cama, junto al hombro izquierdo de la mujer, estaba la mano derecha de Otto, que aferraba la sábana. Sólo que él no la reconocía… ¡no era su mano! Era demasiado pequeña, de osamenta demasiado fina, casi delicada. No obstante, la mano izquierda sí que era la suya, y la habría reconocido en cualquier parte.
Entonces vio a su mujer debajo de él, pero desde cierta distancia. No era Otto quien estaba encima; las piernas del hombre eran demasiado largas, y los hombros demasiado estrechos. Otto reconoció el perfil del hombre atacado por un león… ¡Patrick Wallingford se estaba tirando a su mujer!
Sólo unos segundos después, y en realidad apenas un par de minutos después de que hubiera perdido el conocimiento en la cabina del camión, Otto se despertó tendido sobre el lado derecho, encima de la caja de cambios, con la palanca en las costillas. La cabeza descansaba sobre el brazo derecho, y la nariz tocaba el frío asiento del pasajero. En cuanto al miembro erecto, pues de la manera más natural el sueño le había provocado tal estado, se lo aferraba firmemente con la mano izquierda. ¡En un aparcamiento!, pensó, avergonzado. Se apresuró a meterse los faldones de la camisa dentro del pantalón y se apretó el cinturón.
Entonces miró con fijeza la guantera. Allí estaba el teléfono móvil y, también allí, en el ángulo derecho del compartimiento, estaba el revólver de cañón corto y calibre 38, un Smith y Wesson, cargado y apuntando en dirección al neumático delantero derecho.
Otto debió de incorporarse sobre el codo derecho, o más bien se sentó antes de oír el ruido de los adolescentes que entraban en la caja del camión. Eran sólo muchachos, pero un poco mayores que los chiquillos del barrio a los que Otto Clausen regalaba los posavasos, las pegatinas y los pósters, y aquellos adolescentes no se proponían nada bueno. Uno de ellos se había apostado cerca de la entrada del bar deportivo; si un cliente salía y se encaminaba al aparcamiento, el vigilante podría avisar a los dos chicos que se estaban introduciendo en la caja del camión.
La razón por la que Otto Clausen llevaba un revólver del calibre 38 cargado en la guantera de su vehículo no era que conducía un camión de reparto de cerveza y a esa clase de vehículos los asaltan con frecuencia. A Otto no le habría pasado por la cabeza disparar contra nadie, ni siquiera en defensa de la cerveza. Pero era aficionado a las armas de fuego, como tantas buenas gentes de Wisconsin. Le gustaba toda clase de armas. Además era cazador de ciervos y patos. Incluso usaba un arco y flechas, en la temporada en que se permite la caza de ciervos por ese sistema, y aunque nunca había acertado a un ciervo con una flecha, sí que había abatido a muchos con rifle, la mayoría en los alrededores de su casa de campo.
Otto también era pescador… en fin, le encantaban las actividades al aire libre, y aunque era ilegal que tuviera un revólver del 38 cargado en la guantera, ni un solo conductor de un camión de reparto de cerveza se lo habría echado en cara. Con toda probabilidad, la fábrica de cerveza para la que trabajaba habría aplaudido su iniciativa, por lo menos en privado.
Otto habría tenido que sacar el arma de la guantera con la mano derecha, porque no habría podido alcanzar el compartimiento, desde detrás del volante, con la izquierda, Y puesto que era zurdo, casi con toda seguridad habría transferido el arma de la mano derecha a la izquierda antes de investigar lo que ocurría en la caja del camión.
Todavía estaba muy bebido, y la temperatura por debajo de cero del Smith y Wesson tal vez hizo que el arma le pareciera poco familiar al tacto. (Además había salido bruscamente de un sueño tan perturbador como la misma muerte: ¡su mujer haciendo el amor con el hombre de los desastres, que la acariciaba con la mano izquierda de Otto!) Jamás sabremos si amartilló el revólver con la mano derecha antes de intentar transferirlo a la izquierda o si lo hizo sin darse cuenta cuando lo sacó de la guantera.
Lo que sabemos es que el arma se disparó, y que la bala atravesó la garganta de Otto dos centímetros y medio por debajo del mentón, que siguió una trayectoria recta y salió por la coronilla del buen hombre, llevándose consigo partículas de sangre y hueso y un fragmento de tejido cerebral que brilló durante una fracción de segundo y cuya evidencia se encontraría en el techo tapizado de la cabina del camión. El proyectil también atravesó el techo. Otto falleció en el acto.
El disparo puso los pelos de punta a los jóvenes ladrones que estaban en la caja del vehículo. Un cliente que salía del bar deportivo oyó el disparo y las quejumbrosas peticiones de clemencia por parte de los asustados adolescentes, incluso el estrépito de la palanca que dejaron caer en el suelo del aparcamiento mientras huían en la noche. La policía no tardaría en dar con ellos, y lo confesarían todo, expondrían sus cortas biografías hasta el momento en que oyeron el estruendoso disparo. Cuando los capturaron, no sabían de dónde había procedido el disparo ni que alguien había sido alcanzado.
Mientras el alarmado cliente volvía al interior del bar y el barman avisaba a la policía (informando sólo de que se había oído un disparo y que alguien había visto huir a unos adolescentes), el taxista llegó al aparcamiento. Localizó sin dificultad el camión, pero cuando se acercó a la cabina, golpeó con los nudillos la portezuela en el lado del conductor y la abrió, allí estaba Otto Clausen caído sobre el volante, con el revólver del calibre 38 en el regazo.
Incluso antes de que la policía se pusiera en contacto con la señora Clausen, que estaba profundamente dormida cuando la llamaron, ya estaban seguros de que la muerte de Otto no era un suicidio, por lo menos no era lo que ellos llamaban «un suicidio planeado». La policía no dudaba de que el conductor del camión de reparto de cerveza no había tenido intención de matarse.
– No era esa clase de persona -dijo el barman.
Era cierto que el barman desconocía que Otto Clausen había tratado de dejar encinta a su mujer durante más de una década, y, por supuesto, no tenía la menor idea de que ella quería que Otto donara su mano izquierda a Patrick Wallingford, el hombre del león. El barman sólo sabía que Otto Clausen nunca se habría matado debido a que los Packers habían perdido la Super Bowl.
Nadie sabe cómo la señora Clausen tuvo la suficiente presencia de ánimo para telefonear a Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados aquella misma noche del domingo de la Super Bowl. El servicio de contestación automática remitió la llamada al doctor Zajac, que se encontraba en su casa. Zajac era hincha de los Broncos, aunque esto requiere una aclaración. El doctor Zajac era hincha de los Patriots de Nueva Inglaterra, que Dios le perdone, pero había apoyado a los Broncos en la Super Bowl porque Denver pertenecía a la misma liga que Nueva Inglaterra. De hecho, cuando recibió la llamada del servicio de contestación automática, Zajac estaba tratando de explicar a su hijo de seis años la retorcida lógica de su deseo de que ganaran los Broncos. En opinión de Rudy, si los Patriots no jugaban en la Super Bowl, ¿qué importaba quién ganara?