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Hablaba con voz tranquila, pero se adivinaba en ella una sombra de emoción que me asustó. A continuación oí a un hombre que, a juzgar por su voz, debía de ser alguien importante, diciendo en tono amenazador:

– Pero director Chang, sin duda el Partido sabe lo que hace. Los estudiantes universitarios le están atacando, y pueden llegar a mostrarse violentos. El Partido piensa que debería estar sometido a protección. Es su decisión. Como bien sabe usted, un comunista debe obedecer las decisiones del Partido de un modo incondicional.

Tras un intervalo de silencio, mi padre dijo en voz baja:

– Obedezco la decisión del Partido. Iré con ustedes.

– Pero, ¿adonde? -oí que preguntaba mi madre.

Y, a continuación, la voz impaciente de otro hombre:

– Las instrucciones del Partido son: no debe saberlo nadie.

Al salir de su despacho, mi padre me vio y me cogió de la mano.

– Tu padre se marcha por un tiempo -dijo-. Compórtate como una buena chica con tu madre.

Mi madre y yo le acompañamos hasta la puerta lateral del complejo. A ambos lados del largo sendero se alineaban los miembros de su departamento. Mi corazón latía apresuradamente, y sentía las piernas como si fueran de algodón. Mi padre se hallaba en un estado de gran agitación. Su mano temblaba al asir la mía, y yo se la acaricié con la otra.

Frente a la verja había un automóvil aparcado. Alguien mantenía la portezuela abierta para que entrara. En el interior había dos hombres; uno en el asiento delantero y otro en la parte trasera. Mi madre mostraba las facciones tensas, pero conservaba la calma. Miró a mi padre a los ojos y dijo: «No te preocupes. Lo haré.» Sin abrazarnos a ninguna de las dos, mi padre partió. Los chinos apenas dan muestras físicas de afecto en público, ni siquiera en ocasiones extraordinarias.

Dado que todo había sido disfrazado como una medida de protección, yo no me di cuenta entonces de que mi padre estaba siendo mantenido bajo custodia. A mis catorce años, aún no había aprendido a descifrar la hipocresía del estilo del régimen. Lo tortuoso del procedimiento obedecía al hecho de que las autoridades aún no habían decidido qué hacer con mi padre. Como en la mayoría de aquellos casos, la policía no había desempeñado papel alguno. Las personas que habían acudido para llevarse a mi padre eran miembros de su departamento dotados de una autorización verbal del Comité Provincial del Partido.

Tan pronto como mi padre hubo partido, mi madre arrojó unas cuantas prendas en una maleta y nos dijo que salía hacia Pekín. La carta de mi padre aún conservaba su forma de borrador, con alteraciones y partes garabateadas. Tan pronto como había visto llegar al grupo de colaboradores se la había entregado apresuradamente a mi madre.

Mi abuela estrechó entre sus brazos a mi hermano Xiao-fang, de cuatro años de edad, y se echó a llorar. Yo dije que quería acompañar a mi madre a la estación. No había tiempo para esperar un taxi, por lo que saltamos al interior de un triciclo-taxi.

Me sentía confundida y atemorizada. Mi madre no me explicó lo que sucedía. Mostraba un aspecto tenso y preocupado, y parecía abstraída en sus pensamientos. Cuando le pregunté qué pasaba, repuso brevemente que ya lo sabría a su debido tiempo, y yo no insistí. Presumí que debía de juzgar el tema demasiado complicado para explicármelo, y ya estaba acostumbrada a que me dijeran que era demasiado joven para saber ciertas cosas. Asimismo, parecía demasiado ocupada estudiando la situación y planeando sus próximos pasos, y no deseaba distraerla. Lo que entonces ignoraba es que ella misma estaba librando su propia batalla por comprender aquella confusa situación.

Ambas permanecimos en silencio durante el trayecto. Mi madre mantenía asida mi mano con la suya, sin dejar de mirar por encima del hombro: sabía que las autoridades no querrían que viajara a Pekín, y si me había dejado ir con ella era para que fuera testigo de cualquier cosa que pudiera ocurrir. Al llegar a la estación, adquirió un «asiento duro» para el siguiente tren con destino a Pekín. No salía hasta el amanecer, por lo que ambas nos instalamos en la sala de espera, una especie de cobertizo sin paredes.

Me acurruqué contra ella, dispuesta a soportar las largas horas de espera que nos aguardaban. En silencio, contemplamos cómo descendía la oscuridad sobre la plaza de cemento que se extendía frente a la estación. Las bombillas de las escasas farolas de madera arrojaban una luz pálida y mortecina que se reflejaba en los charcos formados por la fuerte tormenta que se había abatido sobre la ciudad aquella mañana. Sentía frío, abrigada como estaba tan sólo por mi blusa de verano. Mi madre me arropó con su gabardina. Al caer la noche, me dijo que me durmiera, y yo, exhausta, me amodorré con la cabeza en su regazo.

Me despertó un movimiento de sus rodillas. Alzando la cabeza, vi frente a nosotras a dos personas cubiertas por impermeables con capucha. Discutían en voz baja acerca de algo. Aún medio atontada, me resultaba imposible entender de qué hablaban. Ni siquiera habría sabido determinar si se trataba de hombres o de mujeres. Oí vagamente que mi madre decía con voz tranquila y contenida: «Gritaré hasta que vengan los guardias rojos.» Las grisáceas siluetas envueltas por los impermeables guardaron silencio. A continuación, susurraron algo entre sí y se alejaron. Resultaba evidente que no querían llamar la atención.

Al amanecer, mi madre subió al tren de Pekín.

Años después, me dijo que aquellas dos personas eran mujeres que ella conocía, ambas jóvenes funcionarías del departamento de mi madre. Le habían dicho que las autoridades habían considerado su marcha a Pekín un acto anti-Partido. Ella había invocado los estatutos del Partido, en los que se especificaba que cualquier miembro del mismo tenía derecho a apelar a sus líderes. Cuando las emisarias le dijeron que había un automóvil con hombres dispuestos a retenerla por la fuerza, mi madre repuso que si lo hacían gritaría pidiendo ayuda a los guardias rojos estacionados en torno a la estación y les diría que estaban intentando impedirle trasladarse a Pekín para ver al presidente Mao. Le pregunté cómo podía estar tan segura de que los guardias rojos tomarían partido por ella y no por sus perseguidores.

– ¿Y si te hubieran denunciado a la Guardia Roja como una enemiga de clase que intentaba huir?

Mi madre sonrió y dijo:

– Pensé que no querrían correr el riesgo. Decidí jugarme el todo por el todo. No tenía alternativa.

Al llegar a Pekín, mi madre llevó la carta de mi padre a una «oficina de quejas». A lo largo de la historia, los gobernantes chinos nunca habían permitido el establecimiento de un sistema legal, pero habían dispuesto oficinas en las que las personas corrientes pudieran presentar quejas contra sus jefes. Durante la Revolución Cultural, cuando pareció que éstos comenzaban a perder su poder, Pekín se inundó de numerosas personas que, habiéndose visto perseguidas anteriormente por ellos, intentaban plantear sus casos. Sin embargo, la Autoridad de la Revolución Cultural se había apresurado a dejar bien claro que los «enemigos de clase» no podrían presentar quejas ni siquiera contra los seguidores del capitalismo. Si intentaban hacerlo, serían doblemente castigados.

Las oficinas de quejas apenas recibieron casos procedentes de altos funcionarios como mi padre, por lo que mi madre obtuvo una atención especial. Asimismo, era una de las pocas esposas de víctimas que habían mostrado el valor de acudir a apelar a Pekín, ya que en aquellos casos solían verse presionadas para trazar una línea de separación entre ellas y los acusados en lugar de buscar nuevos problemas defendiéndoles. Mi madre fue recibida casi inmediatamente por el viceprimer ministro Tao Zhu, jefe del Departamento Central de Asuntos Públicos a la vez que uno de los líderes de la Revolución Cultural en aquel momento. Mi madre le entregó la carta de mi padre y le suplicó que ordenara a las autoridades de Sichuan que le pusieran en libertad.

Un par de semanas más tarde, Tao Zhu la recibió de nuevo. Le entregó una carta en la que se decía que mi padre había actuado de un modo perfectamente constitucional y de acuerdo con los procedimientos de las autoridades del Partido en Sichuan, por lo que debería ser puesto en libertad inmediatamente. Tao no había investigado el caso. Había aceptado la palabra de mi madre debido a que lo ocurrido con mi padre se había convertido en un caso frecuente: China se hallaba plagada de funcionarios del Partido que, acosados por el pánico, se dedicaban a escoger chivos expiatorios para salvar sus propios pellejos. Tao, sabiendo que los cauces habituales del Partido se encontraban sumidos en un completo desorden, prefirió entregarle la carta personalmente en lugar de servirse de ellos.

Tao Zhu le aseguró su comprensión y se mostró de acuerdo con el resto de las inquietudes que reflejaba la carta de mi padre: la epidemia de designación de chivos expiatorios y la generalización de actos de violencia fortuitos. Mi madre advirtió en él el deseo de controlar la situación. Poco después -y precisamente de resultas de aquello- él mismo se vio condenado como «el tercero de los mayores seguidores del capitalismo» después de Liu Shaoqi y Deng Xiaoping.

Por el momento, mi madre copió a mano la carta de Tao Zhu, envió la copia a mi abuela y le pidió que se la mostrara a los miembros del departamento de mi padre y que les dijera que no regresaría hasta que no le pusieran en libertad. Temía que si regresaba a Sichuan las autoridades la detuvieran, le arrebataran la carta y mantuvieran a mi padre bajo custodia. Decidió que, en conjunto, la mejor opción que tenía era quedarse en Pekín, desde donde podía seguir ejerciendo presión.

Mi abuela entregó la copia manuscrita que mi madre había realizado de la carta de Tao Zhu, pero las autoridades provinciales afirmaron que se había tratado todo de un malentendido y que su propósito era, sencillamente, proteger a mi padre. Insistieron en que mi madre debía regresar y poner fin a sus gestiones individualistas.

A nuestro apartamento acudieron en numerosas ocasiones funcionarios que intentaron persuadir a mi abuela para trasladarse a Pekín y traer a mi madre de regreso. Uno de ellos le dijo: «En realidad, se lo decimos en interés de su hija. ¿Por qué empeñarse en seguir malinterpretando al Partido? El Partido se ha limitado a intentar proteger a su yerno. Su hija no quiso escuchar sus consejos y marchó a Pekín. Me preocupa que sea considerada como antipartidista si no regresa, y ya sabe usted lo grave que eso sería. Dado que es usted su madre, debe hacer lo mejor para ella. El Partido ha prometido que será perdonada si vuelve y realiza una autocrítica.»