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Avanzado ya el ocaso, emprendía el regreso a mi dormitorio cuando distinguí algo que descendía rápidamente frente a una de las ventanas del segundo piso de un bloque de aulas situado a unos cuarenta metros de distancia y pude oír un golpe sordo procedente de la parte baja del edificio. El difuso ramaje de los naranjos me impedía ver lo que había ocurrido, pero advertí que la gente había echado a correr hacia el punto del que había emanado el sonido. Entre sus exclamaciones confusas y reprimidas, pude distinguir una frase: «¡Alguien se ha arrojado por la ventana!»

Instintivamente, alcé las manos para taparme los ojos y eché a correr hacia mi cuarto. Me sentía terriblemente asustada. Mi mente continuaba fija en la figura rota y desdibujada que había visto caer por el aire. Apresuradamente, cerré las ventanas, pero no pude evitar que el ruido de la gente que comentaba nerviosamente lo ocurrido se filtrara a través del cristal.

Una muchacha de diecisiete años había intentado suicidarse. Antes de la Revolución Cultural había sido una de las líderes de la Liga de Juventudes Comunistas, considerada por todos un modelo en el estudio de las obras del presidente Mao y de las enseñanzas de Lei Feng. Había realizado numerosas buenas obras, tales como lavar la ropa de sus camaradas y limpiar sus retretes, y había pronunciado frecuentes conferencias a los alumnos acerca de la lealtad que procuraba aplicar a la doctrina de Mao. A menudo se la veía paseando y conversando animadamente con algún compañero, su rostro iluminado por una expresión de intensidad y concentración profundas, ocupada en sus obligaciones «directas» con todos aquellos que deseaban unirse a la Liga de las Juventudes. Ahora, sin embargo, se había visto súbitamente clasificada como negra, ya que su padre pertenecía al personal de oficinas. De hecho, trabajaba para el Gobierno municipal y era miembro del Partido, pero algunos de los compañeros de clase de la muchacha no sólo pertenecían a familias de categoría más elevada sino que la consideraban una pesada, por lo que habían decidido clasificarla de aquel modo. Durante los dos últimos días había sido puesta bajo vigilancia en compañía de otros negros y grises y obligada a limpiar de hierbajos el campo de deportes. Para humillarla, sus compañeros habían afeitado sus hermosos cabellos negros, obligándola a lucir una calva grotesca. Aquella misma tarde, los rojos de su curso habían obsequiado con un sermón insultante a ella y a otras víctimas. Ella había respondido que era más leal al presidente Mao que ellos mismos, pero los rojos la habían abofeteado y le habían prohibido que hablara de lealtad alguna hacia Mao dado que no era sino una enemiga de clase. Al escuchar aquello, había corrido hacia la ventana y había saltado.

Aturdidos y atemorizados, los guardias rojos se apresuraron a trasladarla al hospital. No murió, pero quedó paralizada para toda su vida. Muchos meses después, me crucé con ella por la calle: caminaba inclinada sobre sus muletas y mostraba una expresión ausente.

La noche de su intento de suicidio me resultó imposible conciliar el sueño. Tan pronto como cerraba los ojos, sentía cernirse sobre mí una figura nebulosa impregnada de sangre. Me sentía aterrorizada, y no cesaba de temblar. Al día siguiente, solicité que se me diera de baja por enfermedad, petición que me fue concedida. Mi hogar parecía constituir la única vía de escape del horror de la escuela. Deseé desesperadamente no tener que salir nunca más de casa.