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Mao permitió todo aquello con objeto de generar el clima de caos y terror que necesitaba. No se mostraba escrupuloso acerca de quiénes ejercían o sufrían la violencia. Aquellas primeras víctimas no eran su verdadero objetivo, y por otra parte Mao no apreciaba especialmente a su Guardia Roja ni tampoco confiaba en ella. Sencillamente, se limitaba a utilizarlos. Los vándalos y torturadores, por su parte, no siempre eran devotos de Mao sino que simplemente se dedicaban a disfrutar del permiso recibido para poner en práctica sus peores instintos.

Tan sólo una pequeña proporción de guardias rojos fue directamente responsable de actos de crueldad y violencia. Muchos pudieron evitar tomar parte en ella gracias a que la Guardia Roja era una organización aún tan desdibujada que no podía forzar físicamente a sus miembros a cometer atrocidades. De hecho, el propio Mao nunca ordenó a la Guardia Roja que matara, y sus instrucciones con referencia a los procedimientos violentos fueron siempre contradictorias. Uno podía admirar a Mao sin necesidad de cometer actos de maldad o violencia, y aquellos que gustaban de hacerlo podían, sencillamente, no echarle la culpa a él.

Sin embargo, el insidioso estímulo de Mao para la comisión de aquellas atrocidades era innegable. El 18 de agosto, con motivo del primero de una serie de ocho gigantescos mítines a los que, en total, asistieron trece millones de personas, el líder preguntó a una guardia roja cómo se llamaba. Cuando ésta respondió «Bin-bin», que significa «amable», Mao repuso en tono desaprobatorio, «Sé violenta» (yao-wu-ma). Mao rara vez hablaba en público, y aquella observación, ampliamente difundida, fue por supuesto aceptada como un evangelio. En el tercer mitin, celebrado el 15 de septiembre, en un momento en que la barbarie de la Guardia Roja se hallaba en su punto culminante, el portavoz oficial de Mao, Lin Biao, anunció situado junto al líder: «Soldados de la Guardia Roja: vuestras batallas siempre han seguido la dirección correcta. Habéis castigado como se merecían a los seguidores del capitalismo, a las autoridades burguesas reaccionarias, a las sanguijuelas y a los parásitos. ¡Habéis hecho lo correcto! ¡Y lo habéis hecho maravillosamente bien!» Al oír aquello, la multitud que llenaba la enorme plaza de Tiananmen prorrumpió en vítores histéricos, gritos ensordecedores de «Viva el presidente Mao», lágrimas incontrolables y juramentos de lealtad. Mao agitó la mano con ademán paternal, aumentando aún más el frenesí.

Mao controlaba a los guardias rojos de Pekín a través de su Autoridad de la Revolución Cultural, y posteriormente los envió a las provincias para instruir a los jóvenes locales acerca de lo que tenían que hacer. En Jinzhou, Manchuria, Yu-lin -hermano de mi abuela- y su esposa fueron apaleados y hubieron de exiliarse junto con sus dos hijos a una árida comarca del país. Yu-lin había caído bajo sospecha nada más llegar los comunistas por encontrarse en posesión de un carnet del servicio de inteligencia del Kuomintang, pero hasta entonces nada les había ocurrido a él ni a su familia. En aquella época, mis parientes no llegaron a enterarse de lo sucedido, ya que la gente evitaba intercambiar noticias. Tratándose de acusaciones tan voluntariosamente preparadas y consecuencias tan terribles, uno nunca sabía qué catástrofe podría abatir sobre sus corresponsales o éstos sobre él.

Los habitantes de Sichuan no podían imaginar el grado a que había llegado el terror en Pekín. En Sichuan se cometían menos fechorías, en parte porque los guardias rojos que allí había no habían sido directamente incitados por la Autoridad de la Revolución Cultural. Adicionalmente, la policía de Sichuan hacía oídos sordos a su ministro de Pekín, el señor Xie, y se negaba a entregar a los guardias rojos los «enemigos de clase» que mantenía bajo su control. No obstante, y al igual que en otras provincias del país, los guardias rojos de Sichuan terminaron por copiar las acciones de sus compañeros de Pekín. Se extendió por toda China un caos de características similares: un caos controlado. Los guardias rojos saqueaban las casas que se les autorizaba a asaltar, pero rara vez robaban de las tiendas. La mayor parte de los sectores, incluidos el comercio, los servicios postales y el transporte, funcionaban con normalidad.

En mi escuela se formó una organización de guardias rojos el 16 de agosto con la ayuda de algunos militantes procedentes de Pekín. Yo me había quedado en casa fingiendo estar enferma para así eludir las asambleas políticas y las terroríficas consignas, por lo que no me enteré de la creación del grupo hasta dos días después, cuando recibí una llamada telefónica en la que se reclamaba mi presencia para participar en la Gran Revolución Cultural del Proletariado. Cuando llegué a la escuela, advertí que muchos alumnos ostentaban orgullosamente brazaletes rojos inscritos con caracteres dorados en los que podían leerse las palabras guardia roja.

En aquellos primeros días, los recién creados guardias rojos contaban con el inmenso prestigio de ser considerados como hijos de Mao. Ni que decir tiene que se esperaba de mí que me uniera a ellos, por lo que presenté inmediatamente mi solicitud de ingreso al líder de los guardias rojos de mi curso, un muchacho de quince años llamado Geng que solía buscar constantemente mi compañía para luego tornarse tímido y torpe tan pronto estábamos juntos.

No pude evitar preguntarme cómo se las habría arreglado Geng para convertirse en guardia rojo, y él se mostraba enigmático al referirse a sus actividades. Sin embargo, para mí era evidente que en su mayor parte los guardias rojos eran hijos de altos funcionarios. Su jefe en la escuela era uno de los hijos del comisario Li, primer secretario del Partido para Sichuan. En cuanto a mi candidatura, no podía ser más lógica, ya que pocos alumnos tenían padres de posición tan elevada como la de los míos. Sin embargo, Geng me reveló en privado que se me consideraba blanda y demasiado inactiva, por lo que tendría que endurecerme antes de que mi solicitud pudiera ser estudiada.

Desde junio imperaba una norma tácita según la cual todos debíamos permanecer en la escuela ininterrumpidamente para dedicarnos en cuerpo y alma a la Revolución Cultural. Yo era una de las pocas que no lo había hecho hasta entonces, pero la idea de mostrarme perezosa había comenzado a antojárseme en cierto modo peligrosa, y me sentí obligada a quedarme. Los muchachos dormían en las aulas para que las chicas pudiéramos ocupar los dormitorios. Asimismo, los grupos de guardias rojos contaban con alumnos no pertenecientes a la organización que les acompañaban en sus numerosas actividades.

Al día siguiente de regresar a la escuela tuve que salir con varias decenas de compañeros para cambiar los nombres de las calles por otros más revolucionarios. La calle en la que yo vivía se llamaba Calle del Comercio, y nos detuvimos a debatir acerca de cómo rebautizarla. Alguno propuso Calle del Faro en honor al papel de guía que desempeñaban nuestros líderes provinciales del Partido. Otros sugirieron Calle de los Servidores Públicos ya que, según una cita de Mao, eso era lo que todo funcionario debía ser. Por fin, partimos sin decidirnos por nada debido a que no pudimos resolver un problema preliminar: la placa con el nombre estaba situada a demasiada altura y no podíamos alcanzarla. Que yo sepa, ninguno regresó nunca a intentarlo de nuevo.

Los guardias rojos de Pekín se mostraban, sin embargo, mucho más tenaces, y a nuestros oídos llegaron noticias de sus éxitos: la misión británica estaba ahora en la Avenida Antiimperialista, y la embajada rusa en la Avenida Antirrevisionista.

En Chengdu, las calles perdían sus antiguos nombres, tales como Cinco generaciones bajo un techo (una virtud recomendada por Confucio), Verdes son el álamo y el sauce (ya que el verde no era un color revolucionario) y El dragón de jade (símbolo del poder feudal) para convertirse en Destruyamos lo antiguo, Oriente es rojo y Revolución. En un conocido restaurante llamado La fragancia del dulce viento la placa fue destrozada y su nombre sustituido por el de El aroma de la pólvora.

Durante varios días el tráfico se vio sumido en una completa confusión. Se consideraba inaceptablemente contrarrevolucionario que el rojo indicara la obligación de detenerse. Lógicamente, tenía que significar avance. Y la circulación no debía realizarse, según la costumbre, por la derecha, sino que debía ser trasladada a la izquierda. Durante unos cuantos días, prohibimos a los policías de tráfico ejercer su labor y pasamos a controlar la circulación nosotros mismos. Yo había sido emplazada en un cruce con el encargo de decir a los ciclistas que circularan por la izquierda. En Chengdu no había demasiados automóviles y semáforos, pero en los grandes cruces de la ciudad se produjo un caos total. Por fin, las antiguas normas se impusieron de nuevo gracias a Zhou Enlai, quien se las arregló para convencer a los líderes de la Guardia Roja de Pekín. Los jóvenes, sin embargo, también hallaron justificación para ello: una guardia roja de mi escuela me dijo que en el Reino Unido se conducía por la izquierda, por lo que nosotros debíamos hacerlo por la derecha para reafirmar nuestro espíritu antiimperialista. Sin embargo, no hizo mención alguna de los Estados Unidos.

De niña nunca me habían atraído las actividades colectivas, y entonces, a los catorce años de edad, me producían una aversión aún mayor. Si logré suprimir aquel rechazo fue debido a la constante sensación de culpa que, por mi educación, había llegado a experimentar cada vez que me apartaba de Mao. Me decía a mí misma constantemente que debía educar mis pensamientos de acuerdo con las nuevas teorías y prácticas revolucionarias. Si había algo que no entendiera, era mi obligación reformarme y adaptarme. No obstante, me sorprendí a mí misma intentando por todos los medios evitar actos militantes tales como detener a los peatones en la calle para cortarles el cabello si lo llevaban largo, estrechar sus pantalones o sus faldas o romperles los tacones de los zapatos. Según la Guardia Roja de Pekín, aquellas cosas se habían convertido en signos de decadencia burguesa.

Mi propio cabello habían llegado a captar la atención de mis compañeros de escuela, y me vi obligada a cortármelo al nivel de los lóbulos de las orejas. En secreto, derramé amargas lágrimas por la pérdida de mis largas trenzas, no sin avergonzarme profundamente de mí misma por mi mezquindad burguesa. De niña, mi niñera solía hacerme un peinado en el que mis cabellos permanecían erguidos sobre la cabeza como una rama de sauce. Lo llamaba «fuegos artificiales despedidos hacia el cielo». Hasta comienzos de los sesenta llevé el pelo recogido en dos rizos alrededor de los cuales arrollaba pequeñas flores de seda. Por las mañanas, mientras yo me apresuraba con el desayuno, mi abuela o la criada se afanaban en peinármelo con manos amorosas. Mi color preferido para las flores era el rosa.