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El señor Kan -el director delegado- había sido un devoto miembro del Partido, y sintió que se le había tratado de un modo terriblemente injusto. Una tarde, escribió una nota de despedida y se cortó la garganta con una navaja. Su esposa, que ese día llegó a casa antes de lo habitual, lo trasladó a toda prisa al hospital. El equipo de trabajo procuró no divulgar la noticia de su intento de suicidio, ya que en un miembro del Partido se hubiera considerado un acto de traición, pues equivalía a una pérdida de fe en el Partido y a un intento de chantaje. Por todo ello, el desdichado no merecía compasión alguna. Los miembros del equipo, sin embargo, se sintieron nerviosos. Sabían muy bien que habían estado inventándose víctimas sin la menor justificación.

Cuando mi madre se enteró de lo ocurrido con el señor Kan, se echó a llorar. Le gustaba mucho aquel hombre, y sabía que siendo, como era, un hombre de inmenso optimismo debía de haberse visto sometido a una presión inhumana para actuar de aquel modo.

Mi madre se negó a dejarse arrastrar en su propia escuela por el impulso de crear víctimas del pánico. Sin embargo, los adolescentes del colegio, exaltados por los artículos del Diario del Pueblo, comenzaron a atacar a sus profesores. El Diario del Pueblo exhortaba a aplastar los sistemas de exámenes que (citando a Mao) «trataban a los alumnos como enemigos» y formaban parte de los nefastos designios de los «intelectuales burgueses», término que (citando una vez más a Mao) cabía aplicar a la mayoría de los profesores. El periódico denunciaba también a los «intelectuales burgueses» por envenenar las mentes de los jóvenes con basura capitalista en un intento de prepararlos para un futuro regreso del Kuomintang. «¡No podemos permitir que los intelectuales burgueses sigan dominando nuestras escuelas!», clamaba Mao.

Un día, cuando mi madre llegó al colegio a lomos de su bicicleta descubrió que los alumnos habían reunido al director, al supervisor académico, a los profesores graduados -los cuales, según la prensa oficial, debían ser considerados autoridades burguesas reaccionarias- y a todos los demás profesores que no les gustaban. A continuación, los habían encerrado en un aula y habían puesto un cartel en la puerta con las palabras «clase de los demonios». Los profesores se lo habían permitido debido al estado de estupefacción en el que la Revolución Cultural los había sumido: efectivamente, los alumnos parecían contar ahora con cierta clase de autoridad tan indefinida como inequívoca. Las instalaciones se llenaron de consignas gigantes extraídas en su mayor parte de los titulares del Diario del Pueblo.

Para llegar al aula, ahora convertida en prisión, mi madre hubo de atravesar una muchedumbre de alumnos. Algunos mostraban un aspecto feroz; otros parecían avergonzados; otros preocupados, y algunos dubitativos. Desde el momento de su llegada, otros alumnos habían comenzado a seguirla. Como líder del equipo de trabajo, en ella recaía la autoridad suprema, pues constituía la encarnación del Partido. Los alumnos la contemplaban en espera de órdenes. Una vez organizada su cárcel, ignoraban qué hacer a continuación.

Mi madre anunció enérgicamente que la «clase de los demonios» quedaba disuelta. Ello produjo cierto revuelo entre los alumnos, pero ninguno osó desafiar su orden. Algunos comenzaron a murmurar entre sí, pero guardaron silencio cuando mi madre les pidió que dijeran lo que tuvieran que decir en voz alta. A continuación, les dijo que era ilegal detener a alguien sin autorización, y que no debían maltratar a sus profesores, ya que éstos eran merecedores de su gratitud y respeto. La puerta del aula se abrió y los prisioneros fueron puestos en libertad.

Aquel modo de enfrentarse a la corriente que entonces imperaba constituyó un acto de notable valentía por parte de mi madre. Muchos otros equipos de trabajo se dedicaban a convertir en víctimas a personas completamente inocentes para así salvar su propia piel. De hecho, ella misma tenía más motivos de preocupación que la mayoría. Las autoridades provinciales habían castigado ya a numerosos chivos expiatorios, y mi padre tenía el poderoso presentimiento de que él habría de ser el siguiente. Un par de colegas suyos le habían comentado discretamente que en algunas de las organizaciones a su cargo la gente comenzaba a decir que convendría considerarle sospechoso.

Mis padres nunca nos decían nada de todo aquello a mis hermanos y a mí. El pudor que hasta entonces les había impedido hablar de política aún lograba evitar que nos abrieran su mente. Ahora, además, les resultaba aún más difícil hablar. La situación era tan complicada y confusa que ni siquiera ellos mismos la comprendían. ¿Qué podrían habernos dicho para que la entendiéramos nosotros? ¿Y de qué hubiera servido, en cualquier caso? Nadie podía hacer nada. Es más, la propia información resultaba peligrosa. Como resultado, mis hermanos y yo no nos hallábamos en absoluto preparados para la Revolución Cultural, aunque sí intuíamos vagamente la proximidad de una catástrofe.

Bajo aquella atmósfera llegó el mes de agosto y, súbitamente, como una tormenta que asolara China a su paso, surgieron millones de guardias rojos.