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En mi escuela, sin embargo, no se encendieron hogueras. El jefe de los guardias rojos del colegio había sido en su día muy buen estudiante. Se trataba de un muchacho de diecisiete años de aspecto algo afeminado, y había sido nombrado jefe de los guardias rojos debido no tanto a su propia ambición como a que su padre era jefe del Partido para la provincia. Si bien no podía evitar los actos generales de vandalismo, sí logró salvar los libros de la quema.

Al igual que todo el mundo, yo debía unirme a aquellas acciones revolucionarias. Sin embargo, tanto yo como la mayoría de los alumnos pudimos evitarlas debido a que no se trataba de una destrucción organizada, y nadie podía asegurarse de que todos participáramos en ellas. No me resultaba difícil ver que había numerosos alumnos que detestaban lo que estaba sucediendo, pero nadie hizo nada por detenerlo. Era posible que, al igual que yo, muchos chicos y chicas estuvieran diciéndose a sí mismos que constituía un error lamentar la destrucción y que era preciso reformarse. Inconscientemente, sin embargo, todos sabíamos que habríamos sido acallados de inmediato a la primera objeción.

Para entonces, las «asambleas de denuncia» se habían convertido en uno de los rasgos fundamentales de la Revolución Cultural. En ellas solían participar multitudes histéricas, y rara vez transcurrían sin episodios de brutalidad física. La Universidad de Pekín había sido la primera en ponerlas en práctica bajo la supervisión personal de Mao. Durante la primera asamblea de denuncia, celebrada el 18 de junio, más de sesenta profesores y jefes de departamento -entre ellos el rector- fueron golpeados, pateados y forzados a permanecer de rodillas durante horas. Les cubrieron las cabezas con gorros de castigo adornados con consignas humillantes, vertieron tinta sobre sus rostros para ennegrecerlos con el color del diablo y colgaron consignas por todo su cuerpo. A continuación, dos estudiantes asieron los brazos de cada víctima y los retorcieron por detrás a la vez que empujaban hacia arriba como si quisieran dislocárselos. A aquella postura se denominó «el reactor», y no tardó en convertirse en una de las actividades típicas de las asambleas de denuncia en todo el país.

En cierta ocasión, los guardias rojos de mi curso me convocaron para asistir a una de aquellas asambleas. A pesar del calor que reinaba aquella tarde de verano, me sentí helada al ver a unos diez o doce profesores encaramados sobre la plataforma del campo de deportes con las cabezas inclinadas y los brazos retorcidos en la posición del «reactor». A continuación, a algunos les fueron propinadas unas cuantas patadas detrás de las rodillas y a continuación se les obligó a postrarse de hinojos, mientras que otros -entre ellos mi profesor de lengua inglesa, un anciano dotado de los delicados modales del caballero clásico- fueron obligados a permanecer de pie sobre unos cuantos bancos estrechos y alargados. Mi profesor tenía dificultades para conservar el equilibrio. Al fin, cayó y se hizo un corte en la frente con el afilado borde de uno de los bancos. Un guardia rojo qué había junto a él se inclinó instintivamente con los brazos extendidos en gesto de ayuda pero, enderezándose de inmediato, adoptó una postura exageradamente autoritaria, apretó los puños y chilló: «¡Sube de nuevo al banco!» No quería parecer blando ante sus compañeros frente a un «enemigo de clase». La sangre siguió manando por la frente del profesor hasta coagularse sobre la mejilla.

Al igual que el resto de los profesores, había sido acusado de los crímenes más descabellados, pero el motivo real de que se encontraran allí estribaba en que eran todos licenciados -y, por tanto, los mejores- o acaso que algunos de los alumnos les guardaban rencor por algo.

Durante los años que siguieron aprendí que los alumnos de mi escuela habían mostrado un comportamiento relativamente suave debido a que pertenecían a la institución más prestigiosa de su género y, en consecuencia, solían ser buenos estudiantes y poseían inclinaciones académicas. En las escuelas que albergaban a otros muchachos más brutales, algunos profesores habían sido apaleados hasta morir. Yo sólo fui testigo de un apaleamiento en mi escuela. Mi profesora de filosofía se había mostrado ligeramente despreciativa con aquellos alumnos que peores resultados habían obtenido, y algunos de los que más la odiaban habían comenzado a acusarla de ser una decadente. Las pruebas -que reflejaban fielmente el extremo conservadurismo de la Revolución Cultural – consistían en que había conocido a su esposo en un autobús. Habían empezado a charlar y habían terminado por enamorarse. Que el amor pudiera surgir de un encuentro casual se consideraba un signo de inmoralidad. Los muchachos la arrastraron a uno de los despachos y tomaron con ella medidas revolucionarias, eufemismo que servía para propinarle una paliza a alguien. Antes de empezar, requirieron específicamente mi presencia y me obligaron a ser testigo de ello. «¡Ya veremos qué pensará cuando vea que su alumna favorita está presente!», dijeron.

Me consideraban su alumna preferida debido a que con frecuencia había alabado mi trabajo. Sin embargo, también me dijeron que debía quedarme a verlo por haberme mostrado hasta entonces demasiado blanda: necesitaba una lección revolucionaria.

Cuando comenzaron a golpearla me escurrí hasta la última fila del corro de alumnos que abarrotaban el pequeño despacho. Un par de compañeros me hostigaron para que avanzara hasta el centro y participara en el castigo, pero no les hice caso. En el centro, mi profesora estaba siendo acribillada a patadas, y rodaba dolorida de un lado a otro con el pelo enmarañado. En respuesta a sus gritos suplicándoles que se detuvieran, los jóvenes que la atacaban respondieron con voz fría: «¡Ahora suplicas! ¿Acaso no eras tú mucho más cruel? ¡Suplica como es debido!» Continuaron golpeándola y la ordenaron que se arrodillara en kowtow frente a ellos e implorara: «¡Oh, amos míos, perdonadme la vida!» Obligar a alguien a realizar el kowtow y pedir clemencia constituía una forma extrema de humillación. La profesora se incorporó y permaneció sentada mirando al frente con expresión neutra. A través de sus cabellos desordenados, mis ojos se cruzaron con los suyos. Vi en ellos una mezcla de dolor, desesperación y abandono. Luchaba por tomar aliento, y su rostro tenía un color ceniciento. Me escabullí de la habitación. Varios alumnos me siguieron. Podía oír a gente entonando consignas a nuestras espaldas, pero sus voces mostraban un tono dudoso e incierto. Muchos de ellos debían de sentirse asustados. Me alejé rápidamente, notando cómo mi corazón latía a toda velocidad. Temía que me dieran alcance y me golpearan también a mí. Pero nadie me siguió, ni fui posteriormente condenada por ello.

A pesar de mi evidente falta de entusiasmo, no llegué a tener problemas durante aquella época. Aparte del hecho de que los guardias rojos estaban mal organizados, se daba la circunstancia de que según la teoría de la descendencia yo era roja desde mi nacimiento debido a la categoría de alto funcionario de mi padre. Todos me mostraban su desaprobación, pero en lugar de tomar medidas drásticas se limitaron a criticarme.

Por aquel entonces, los guardias rojos dividían a los alumnos en tres categorías: rojos, negros y grises. Los rojos procedían de familias de obreros, campesinos, funcionarios de la revolución y mártires revolucionarios. Los negros eran aquellos cuyos padres integraban las clasificaciones de terratenientes, campesinos acaudalados, contrarrevolucionarios, elementos nocivos y derechistas. Los grises procedían de familias ambiguas tales como dependientes de comercio y empleados administrativos. Teniendo en cuenta la meticulosidad del enrolamiento, todos los alumnos de mi curso debían haber sido rojos, pero la presión de la Revolución Cultural hacía necesario descubrir entre ellos a algunos villanos. Como resultado, más de una docena de ellos se vieron acusados de ser grises o negros.

Había en mi curso una muchacha llamada Ai-ling. Éramos viejas amigas, y yo había visitado con frecuencia su casa y conocía bien a su familia. Su abuelo había sido un importante economista, y su familia había disfrutado con los comunistas de una vida de privilegios. Poseían una casa grande, elegante y lujosa rodeada por un jardín exquisito; en suma, una vivienda mucho mejor que el apartamento de mi familia. A mí me atraía especialmente su colección de antigüedades; especialmente las tabaqueras que el abuelo de Ai-ling había traído de Inglaterra, adonde había acudido durante los años veinte para estudiar en Oxford.

Súbitamente, Ai-ling se convirtió en negra. Llegó a mis oídos que algunos alumnos de su curso habían asaltado su casa, destrozado todas las antigüedades -entre ellas las tabaqueras- y azotado a sus padres y a su abuelo con sus cinturones de hebilla. Cuando la vi al día siguiente, llevaba una bufanda arrollada a la cabeza. Sus compañeros de clase le habían hecho un corte de pelo yin y yang, por lo que se había visto obligada a afeitarse la cabeza por completo. Sollozamos juntas, y yo me sentí completamente fuera de lugar porque no lograba encontrar palabras con las que consolarla.

Posteriormente, los guardias rojos organizaron una asamblea en mi propio curso en la que todos tendríamos que detallar los antecedentes de nuestras familias para que pudiera clasificársenos. Cuando llegó mi turno, anuncié con enorme alivio «funcionario de la Revolución». Tres o cuatro alumnos dijeron «personal de oficinas». En la jerga utilizada entonces, ello era bien distinto a funcionario, ya que estos últimos ocupaban posiciones más elevadas. La división no estaba demasiado clara, pues no existía una definición precisa del significado de «posición elevada». Sin embargo, era preciso emplear aquellas vagas denominaciones para rellenar numerosos formularios, todos los cuales contaban con una casilla en la que había que indicar los antecedentes familiares. Los alumnos cuyos padres fueran personal de oficinas fueron calificados de grises junto con una muchacha cuyo padre tenía el empleo de ayudante en un comercio. Los guardias rojos anunciaron que todos ellos deberían ser mantenidos bajo vigilancia, que habrían de barrer las instalaciones y terrenos de la escuela y limpiar los retretes, que estarían obligados a saludar en todo momento y que soportarían todas aquellas amonestaciones que pudieran recibir de cualquier guardia rojo que optara por dirigirles la palabra. Igualmente, tendrían que presentar diariamente un informe acerca de sus pensamientos y su conducta.

Todos ellos adoptaron de inmediato una actitud humilde y encogida. Todo el vigor y entusiasmo que habían mostrado hasta entonces desaparecieron. Una de las muchachas inclinó la cabeza y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Ambas habíamos sido buenas amigas. Concluida la asamblea, me acerqué a ella para reconfortarla, pero cuando alzó la mirada pude ver en sus ojos una expresión de resentimiento, casi de odio. Me alejé sin pronunciar palabra y me puse a vagar apáticamente por las instalaciones. Estábamos a finales de agosto. Los arbustos de jazmín despedían una rica fragancia, pero resultaba extraño poder distinguir aroma alguno.