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17. «¿Acaso quieres que nuestros hijos se conviertan en “negros”?»

El dilema de mis padres (agosto-octubre de 1966)

Esta vez mi hogar no me sirvió de consuelo. Mis padres parecían ausentes, y apenas repararon en mi presencia. Mi padre caminaba sin cesar de un lado a otro del apartamento o bien se encerraba en su estudio. Mi madre se dedicaba a arrojar un cesto de papeles arrugados tras otro a la estufa de la cocina. También mi abuela parecía esperar la llegada de un desastre inminente. Su mirada intensa y llena de ansiedad permanecía fija en mis padres. Yo, atemorizada, me limitaba a observarles sin atreverme a preguntar qué ocurría.

Mis padres no me dijeron nada acerca de una conversación que habían mantenido pocas tardes atrás. Se habían sentado frente a una ventana abierta junto a la cual un altavoz atado a una farola atronaba con interminables citas de Mao, especialmente una de ellas referente al carácter violento por definición de todas las revoluciones: al «salvaje tumulto de una clase que derroca a otra». Las citas eran entonadas una y otra vez con un tono chillón que a algunos inspiraba miedo y a otros excitación. De vez en cuando se anunciaban nuevas victorias alcanzadas por la Guardia Roja: había asaltado más y más casas de los «enemigos de clase» y había «aplastado las cabezas de sus perros».

Mi padre, contemplando el resplandeciente ocaso, se había vuelto hacia mi madre y había dicho lentamente: «No comprendo la Revolución Cultural, pero estoy seguro de que se está produciendo una espantosa equivocación. No hay principio marxista ni comunista que pueda justificar esta revolución. La gente ha perdido sus derechos básicos y su protección. Todo esto es incalificable. Yo, que soy comunista, tengo el deber de impedir un desastre cada vez mayor. Debo escribir a los líderes del Partido. Debo escribir al presidente Mao.»

En China no existía prácticamente cauce alguno del que la gente pudiera servirse para expresar una protesta o influir con su opinión en la política. La única posibilidad consistía en apelar a los líderes supremos. En aquel caso en particular, tan sólo Mao podía cambiar la situación. Independientemente de lo que mi padre pensara o supusiera acerca del papel de Mao, lo único que podía hacer era escribirle.

La experiencia decía a mi madre que protestar era sumamente peligroso. Tanto aquellos que lo habían hecho como sus familias habían sufrido severas represalias. Durante largo rato, guardó silencio mientras contemplaba el cielo encendido y distante e intentaba controlar la angustia, la ira y la frustración que sentía.

– ¿Por qué quieres ser como la polilla que se precipita al fuego? -preguntó por fin.

Mi padre repuso:

– Éste no es un fuego ordinario. Se trata de la vida y la muerte de mucha gente. Esta vez debo hacer algo.

Mi madre exclamó, exasperada:

– ¡De acuerdo! No temes por ti mismo. No te preocupa tu mujer. Eso puedo aceptarlo, pero, ¿qué me dices de nuestros hijos? Sabes muy bien lo que les ocurrirá si tú tienes problemas. ¿Acaso quieres que se conviertan en «negros»?

Mi padre, hablando con tono reflexivo, como si intentara persuadirse a sí mismo, dijo:

– Todo hombre ama a sus hijos. Sabes bien que antes de abalanzarse sobre su presa, el tigre siempre vuelve la mirada atrás para asegurarse de que sus crías están bien. Si una bestia devoradora de hombres tiene esos sentimientos, imagínate cómo serán los de un ser humano. Pero un comunista tiene que ser algo más que eso. Tiene que pensar en los demás niños. ¿Qué pasa con los hijos de las víctimas?

Mi madre se puso en pie y se alejó. Era inútil. Cuando estuvo sola, rompió a sollozar amargamente.

Mi padre comenzó a escribir su carta, rompiendo un borrador tras otro. Siempre había sido un perfeccionista, y una carta al presidente Mao no era cosa de broma. No sólo tenía que formular exactamente aquello que quería decir sino que tenía que intentar minimizar sus posibles consecuencias, especialmente las que pudiera sufrir su familia. En otras palabras, sus críticas no debían aparecer como tales. No podía correr el riesgo de ofender a Mao.

Mi padre había comenzado a pensar en su carta en el mes de junio. Varios de sus amigos habían sucumbido ya a la caza de chivos expiatorios, y él había pensado en defenderles, aunque sus planes siempre se habían visto superados por los acontecimientos. Entre otras cosas, habían surgido cada vez más señales que indicaban que él mismo estaba a punto de convertirse en la próxima víctima. Un día, mi madre había visto un enorme cartel callejero instalado en el centro de Chengdu en el que se le atacaba por su nombre, calificándole de «oponente número uno de la Revolución Cultural en Sichuan». Dicha afirmación se basaba en dos acusaciones: el invierno anterior se había resistido a imprimir el artículo que denunciaba las obras del Mandarín Ming y que había constituido el llamamiento original de Mao a la Revolución Cultural; además, había esbozado el «Documento de Abril», en el que se rechazaban las persecuciones y se intentaba limitar la Revolución Cultural a un debate no político.

Cuando mi madre habló a mi padre del cartel, éste respondió inmediatamente que aquello era obra de los líderes provinciales del Partido. Las dos cosas de las que le acusaban tan sólo eran conocidas para un pequeño círculo de las altas esferas. Estaba convencido de que habían decidido que fuera él la próxima cabeza de turco, así como del motivo. Los estudiantes de las universidades de Chengdu estaban comenzando a dirigir su ofensiva hacia los líderes provinciales. La Revolución Cultural proporcionaba más información a los universitarios que a los alumnos de enseñanza media, y había revelado a los primeros que el auténtico objetivo de Mao era la destrucción de los seguidores del capitalismo, esto es, de los funcionarios comunistas. Por lo general, los universitarios no eran hijos de altos funcionarios, ya que la mayoría de éstos no se habían casado hasta después de la fundación de la República Popular en 1949, y aún no tenían hijos en edad universitaria. Así, dado que ello no se enfrentaba con sus intereses, los estudiantes se mostraron encantados de trasladar sus ataques a los funcionarios.

Las autoridades de Sichuan se habían visto indignadas por la violencia cometida por los jóvenes de enseñanza media, pero los estudiantes universitarios les producían auténtico pánico. Comprendieron que tenían que hallar un chivo expiatorio importante para aplacarles. Mi padre era uno de los máximos funcionarios en el campo de la cultura, la cual constituía uno de los principales objetivos de la Revolución Cultural. Asimismo, tenía la reputación de ser un hombre fiel a sus principios, por lo que decidieron que podían pasar sin él en un momento en el que lo que se exigía era obediencia y unanimidad.

La difícil situación de mi padre no tardó en confirmarse. El 26 de agosto se le pidió que asistiera a una asamblea para los estudiantes de la Universidad de Sichuan, la más prestigiosa de la provincia. Éstos, tras descargar sus ataques sobre el rector y los miembros más antiguos del profesorado, habían decidido elevar el punto de mira hacia los funcionarios provinciales del Partido. Teóricamente, el propósito de la asamblea era que los líderes provinciales escucharan las quejas de los estudiantes. El comisario Li tomó asiento en el escenario en compañía de todo el círculo de funcionarios superiores del Partido. El enorme auditorio, considerado el mayor de Chengdu, estaba abarrotado.

Los estudiantes habían acudido a la asamblea dispuestos a armar jaleo, y la sala no tardó en ser escenario de un tumulto en el que los estudiantes, gritando consignas y agitando banderas, saltaban al escenario en un intento de hacerse con el micrófono. Aunque mi padre no era el presidente de la mesa, se le dijo que se encargara de controlar la situación. Mientras estaba ocupado enfrentándose a los estudiantes, el resto de los funcionarios del Partido se marcharon.

Mi padre gritó: «¿Sois estudiantes inteligentes o matones? ¿Estáis dispuestos a razonar?» En China, por lo general, los funcionarios solían mantener una actitud impasible acorde con su categoría, pero mi padre había comenzado a vociferar como ellos. Desgraciadamente, su naturalidad no logró impresionarles y hubo de partir entre un griterío de consignas. Inmediatamente después, comenzaron a aparecer enormes carteles callejeros en los que se le describía como el más obstinado seguidor del capitalismo a la vez que como el intransigente que se opone a la Revolución Cultural.

Aquella asamblea señaló un hito del que se sirvieron los guardias rojos de la Universidad de Sichuan para bautizar su propio grupo con el nombre de «26 de agosto». Dicha organización había de convertirse en el núcleo de un bloque provincial integrado por millones de personas, así como en la fuerza principal de la Revolución Cultural en Sichuan.

Después de aquella asamblea, las autoridades provinciales ordenaron a mi padre que no abandonara nuestro apartamento bajo ninguna circunstancia, añadiendo que era por su propia seguridad. Mi padre era consciente de que primero le habían presentado deliberadamente como objetivo de los estudiantes y ahora le confinaban a lo que era prácticamente una situación de arresto domiciliario. Añadió su inminente situación de víctima a la carta de Mao, y una noche, con lágrimas en los ojos, pidió a mi madre que la llevara a Pekín ahora que él había perdido su libertad.

Mi madre nunca había querido que escribiera la carta, pero entonces cambió de opinión. Lo que inclinó la balanza fue el hecho de que mi padre estaba siendo convertido en una víctima. Ello significaba que sus hijos adquirirían la categoría de negros, y mi madre sabía muy bien lo que eso significaba. Su única posibilidad, por remota que fuera, de salvar a su esposo y a sus hijos consistía en viajar a Pekín y apelar a los líderes supremos. Prometió llevar la carta.

El último día del mes de agosto, desperté de una siesta agitada por un ruido procedente de las habitaciones de mis padres. De puntillas, me acerqué a la puerta entreabierta de su despacho. Mi padre se encontraba de pie en el centro de la habitación, rodeado por varias personas a quienes reconocí como miembros de su departamento. En lugar de sus habituales sonrisas aduladoras, mostraban todos una expresión sombría. Mi padre decía:

– ¿Querrían transmitir mi agradecimiento a las autoridades provinciales? Aprecio sinceramente su interés, pero prefiero no ocultarme. Un comunista no debe tener miedo de los estudiantes.