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18. «Magníficas noticias más que colosales»

El peregrinaje a Pekín (octubre-diciembre de 1966)

A la mañana siguiente logré inventar una excusa para abandonar la escuela y regresar a casa. El apartamento estaba vacío. Mi padre seguía detenido. Mi madre, mi abuela y Xiao-fang estaban en Pekín. El resto de mis hermanos, ya adolescentes, vivían por su cuenta.

Jin-ming había sentido rechazo hacia la Revolución Cultural desde el principio. Estudiaba primer curso en la misma escuela en que yo estaba. Quería ser científico, pero dicha profesión había sido denunciada como burguesa por la Revolución Cultural. Él y otros muchachos de su curso habían formado una pandilla antes de que ésta llegara. Les encantaban las aventuras y el misterio, y se llamaban a sí mismos la Hermandad de Hierro Forjado. Jin-ming era su hermano número uno. Era alto, y destacaba brillantemente en sus estudios. Sirviéndose de sus conocimientos de química, había realizado espectáculos semanales de magia para sus compañeros de curso y se había ausentado deliberadamente de aquellas clases que no le interesaban o cuyo contenido ya había superado previamente. Asimismo, era justo y generoso con el resto de los alumnos.

Cuando el 16 de agosto se fundó la organización de la Guardia Roja en la escuela, la hermandad de Jin-ming se fusionó con ella. Se les encomendó la labor de imprimir panfletos y distribuirlos por las calles. Los folletos habían sido redactados por guardias rojos adolescentes de mayor edad que ellos y mostraban títulos típicos tales como: «Declaración de la Fundación de la Primera Brigada de la Primera División del Ejército de la Guardia Roja de la Escuela Número Cuatro» (todas las organizaciones de la Guardia Roja portaban nombres rimbombantes), «Declaración Solemne» (un alumno anunciaba haberse cambiado el nombre a «Huang el Guardia del Presidente Mao»); «Magníficas Noticias más que Colosales» (un miembro de la Autoridad de la Revolución Cultural acababa de dar audiencia a un grupo de guardias rojos), y «Últimas y Más Supremas Instrucciones» (acababan de filtrarse una o dos palabras de Mao).

Jin-ming no tardó en aburrirse de aquellas insensateces. Comenzó a ausentarse de las misiones que se le encomendaban y se fijó en una muchacha que era de su misma edad, trece años. Se le antojaba como la mujer perfecta: hermosa, amable y algo altiva, con una pizca de timidez. No se dirigió a ella, sino que se contentó con admirarla de lejos.

Un día, los alumnos de su curso recibieron la orden de llevar a cabo un asalto domiciliario. Los guardias rojos de mayor edad dijeron algo acerca de la existencia de intelectuales burgueses. Todos los miembros de la familia fueron hechos prisioneros y agrupados en una de las habitaciones mientras los guardias rojos registraban el resto de la vivienda. Jin-ming quedó encargado de vigilar a la familia. Para su gran alegría, observó que la otra «carcelera» era la joven que le gustaba.

Había tres «prisioneros»: un hombre de mediana edad, su hijo y su nuera. Resultaba evidente que el asalto no les había cogido por sorpresa, y permanecían sentados con expresión resignada, contemplando a Jin-ming con la mirada perdida en el vacío. Jin-ming se sentía turbado por aquella mirada, y su desasosiego aumentaba por la presencia de la muchacha, quien no hacía más que mirar de soslayo hacia la puerta con aspecto aburrido. Al ver a varios jóvenes que transportaban una enorme caja de madera llena de porcelana, murmuró a Jin-ming que iba a echar un vistazo y abandonó la estancia.

Solo frente a sus prisioneros, Jin-ming notó que su incomodidad aumentaba. La mujer se puso en pie y dijo que quería ir a la habitación contigua para dar el pecho a su hijo. Jin-ming aceptó de buen grado. Tan pronto como abandonó la estancia, entró apresuradamente la muchacha objeto de su admiración. Con tono severo, le preguntó por qué uno de los prisioneros había escapado a la custodia. Jin-ming respondió que le había dado permiso, y ella le acusó a gritos de mostrarse blando con los enemigos de clase. La joven llevaba un cinturón de cuero que rodeaba lo que Jin-ming había admirado como su cimbreante cintura. Quitándoselo, lo sostuvo apuntando a su nariz -un gesto estudiado típico de los guardias rojos- mientras continuaba gritándole. Jin-ming se quedó estupefacto. La muchacha estaba irreconocible. De repente, no quedaba en ella ningún rastro de amabilidad, timidez o encanto. Era la imagen histérica de la fealdad. Con aquel episodio se extinguió el primer amor de Jin-ming.

Sin embargo, le devolvió los gritos. La muchacha abandonó la habitación y regresó con el líder del grupo, un guardia rojo de mayor edad.

Éste, alzando también el cinturón enrollado, comenzó a vociferar de tal manera que algunas gotas de saliva alcanzaron a Jin-ming. Por fin, se detuvo, pensando que no era correcto que lavaran sus trapos sucios frente a los enemigos de clase. Ordenó a Jin-ming que regresara a la escuela y aguardara su sentencia.

Aquella tarde, los guardias rojos del curso de Jin-ming celebraron una asamblea sin su asistencia. Cuando sus compañeros regresaron al dormitorio, advirtió que todos evitaban su mirada. Durante un par de días, se comportaron de modo distante. Por fin, revelaron a Jin-ming que habían sostenido una discusión con la militante, quien había denunciado a Jin-ming de rendirse a los enemigos de clase y había insistido en que fuera severamente castigado. La Hermandad de Hierro Forjado, sin embargo, le había defendido. Algunos de sus miembros guardaban rencor hacia la muchacha, quien anteriormente ya se había mostrado terriblemente agresiva contra otros chicos y chicas.

A pesar de todo, Jin-ming fue castigado: se le ordenó que arrancara hierba en compañía de los negros y los grises. Las instrucciones de Mao para exterminar la hierba había exigido una demanda constante de brazos debido a la naturaleza obstinada de la misma. Ello proporcionaba una forma de castigo para los recién creados enemigos de clase.

Jin-ming tan sólo arrancó hierba durante unos pocos días. Los miembros de su Hermandad de Hierro Forjado no soportaban verle sufrir. Sin embargo, había sido ya clasificado como simpatizante de los enemigos de clase y no volvió a requerírsele para que participara en ningún asalto, cosa que le alegró profundamente. Al poco tiempo, partió con los miembros de su hermandad en un viaje de turismo por toda China para admirar sus ríos y sus montañas. No obstante, a diferencia de la mayoría de los guardias rojos, Jin-ming nunca hizo el peregrinaje a Pekín para ver a Mao. No regresó a casa hasta finales de 1966.

Mi hermana Xiao-hong, de quince años de edad, era uno de los miembros fundadores de la Guardia Roja de su escuela. Sin embargo, no era sino una más entre cientos, ya que ésta se hallaba repleta de hijos de funcionarios, muchos de los cuales competían por mostrarse a cual más activo. Mi hermana temía y odiaba a la vez aquella atmósfera de militancia y violencia, hasta el punto de que no tardó en encontrarse al borde de una crisis de nervios. A comienzos de septiembre vino a casa para pedir ayuda a mis padres y se encontró con que no estaban: mi padre seguía detenido y mi madre estaba en Pekín. La ansiedad de mi abuela aumentó sus temores, por lo que regresó a la escuela. Se ofreció como voluntaria para custodiar la biblioteca de la escuela, la cual había sufrido los mismos asaltos y saqueos que la de la mía. Pasaba los días y las noches leyendo, y procuraba devorar cuantos frutos prohibidos encontraba. Aquello fue lo que mantuvo su equilibrio. A mediados de septiembre, partió con sus amigas en un recorrido por todo el país y, al igual que Jin-ming, no regresó hasta finales de año.

Mi hermano Xiao-hei tenía casi doce años, y pertenecía a la misma escuela «clave» de primaria a la que había asistido yo. Cuando se formó la Guardia Roja de las escuelas de enseñanza media, Xiao-hei y sus amigos se mostraron entusiasmados por alistarse en la misma. Para ellos, la Guardia Roja equivalía a poseer libertad para vivir fuera de casa, quedarse levantados toda la noche y tener poder sobre los adultos. Acudieron a mi escuela y suplicaron ser admitidos en la Guardia Roja. Para librarse de ellos, un guardia rojo dijo distraídamente: «Si queréis, podéis formar la Primera División Militar de la Unidad 4969.» Así, Xiao-hei se convirtió en jefe del Departamento de Propaganda de una tropa de veinte chiquillos, entre los que se distribuyeron otros cargos tales como los de «comandante», «jefe de estado mayor», etcétera. No había cabos. Xiao-hei participó en dos ocasiones en el apaleamiento de profesores. Una de las víctimas era un profesor de deportes que había sido condenado por «mal elemento». Algunas de las muchachas de la edad de Xiao-hei le habían acusado de tocarles los pechos y los muslos durante las lecciones de gimnasia, lo que desencadenó su castigo por los chicos, por otra parte deseosos de impresionarlas. El otro fue el tutor de ética. Dado que el castigo corporal estaba prohibido en las escuelas, había optado siempre por quejarse a los padres de sus alumnos, quienes posteriormente los habían pegado al llegar a casa.

Un día, los jóvenes salieron a realizar un asalto domiciliario. Se les había ordenado acudir a una hacienda de la que se rumoreaba que pertenecía a una familia antiguamente perteneciente al Kuomintang. No sabían con exactitud qué se esperaba de ellos. Tenían la cabeza llena de vagas nociones acerca de la posibilidad de encontrar algo así como un diario en el que se afirmara cuánto detestaba la familia al Partido Comunista y cuánto anhelaban sus miembros el regreso de Chiang Kai-shek. La familia tenía cinco hijos, todos ellos corpulentos y de aspecto duro. Alineándose frente a la puerta con los brazos en jarras, adoptaron su expresión más intimidatoria y fijaron su mirada en los recién llegados. Tan sólo uno de los chiquillos intentó tímidamente entrar en la casa, ante lo cual uno de los hijos le asió por el cogote y lo echó al exterior con una sola mano. Aquello puso fin a cualquier futura «acción revolucionaria» por parte de la «división» de Xiao-hei.

Así, durante la segunda semana de octubre, con Xiao-hei viviendo en su escuela y disfrutando de su libertad, Jin-ming y mi hermana de viaje y mi madre y abuela en Pekín, estaba yo viviendo sola en casa cuando un día, de improviso, apareció mi padre en el umbral.

Fue un regreso extraño e inquietante. Mi padre era otra persona. Se mostraba abstraído y permanentemente sumido en sus pensamientos, y no me dijo dónde había estado ni qué le había ocurrido. Numerosas noches le oí pasear insomne arriba y abajo, sintiéndome demasiado preocupada y atemorizada para dormir tampoco yo. Para mi inmenso alivio, dos días más tarde regresó mi madre de Pekín en compañía de mi abuela y de Xiao-fang.