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Ninguna de las seis estábamos habituadas a llevar dinero encima. Pensábamos, además, que comprar las cosas resultaba en cierto modo capitalista. Así pues, a pesar de la obsesión que me producía la comida, tan sólo compré un puñado de castañas de agua bañadas en café, pues me había aficionado a ellas tras probar las que nos regalaran nuestros oficiales. Antes de tomar la decisión de permitirme aquel lujo reflexioné largamente y consulté con el resto de mis compañeras. Cuando regresé a casa después del viaje, me apresuré a devorar unas cuantas galletas rancias y le alargué a mi abuela, casi intacto, el dinero que me había dado. Ella me abrazó estrechamente, mientras repetía: «¡Qué niña más tonta!»

Volví a casa con reumatismo. En Pekín hacía tanto frío que el agua se helaba en los grifos. Sin embargo, yo hacía la instrucción al aire libre y sin abrigo. No disponíamos de agua caliente con la que caldear nuestros pies helados. Al llegar, tan sólo habíamos recibido una manta cada una. Algunos días después llegaron más chicas, pero ya se habían acabado las mantas, por lo que decidimos darles tres y compartir nosotras las otras tres. Nuestra educación nos había enseñado a ayudar a los camaradas necesitados. Se nos había informado que nuestras mantas procedían de almacenes reservados para tiempo de guerra. El presidente Mao había ordenado recurrir a ellas para garantizar la comodidad de sus guardias rojos, lo que despertaba en nosotras una profunda gratitud hacia él. Ahora, cuando ya casi no teníamos mantas, se nos dijo que debíamos sentirnos aún más agradecidas a Mao, ya que éste nos había dado todas aquellas con las que contaba el país.

Eran mantas pequeñas, y el único modo de que dos personas se taparan con una de ellas era durmiendo en estrecha proximidad. Las pesadillas informes que había empezado a tener desde que contemplara aquel suicidio frustrado habían empeorado después de la detención de mi padre y la partida de mi madre hacia Pekín; así pues, dormía mal y mi agitación me llevaba a menudo a escurrirme al exterior de la manta. La estancia estaba mal caldeada, y tan pronto caía dormida me invadía un temblor helado. Para cuando abandonamos Pekín, tenía las articulaciones de las rodillas tan inflamadas que apenas podía doblarlas.

Mis tribulaciones no cesaban ahí. Algunos chiquillos procedentes del campo tenían pulgas y piojos. Un día, entré en nuestra habitación y me encontré a una de mis amigas que lloraba. Acababa de descubrir un pegote de diminutos huevos blancos en la costura de la axila de su sujetador: huevos de piojo. Aquello me hizo sentir pánico, pues los piojos producían un picor insoportable y solían asociarse con la suciedad. A partir de entonces, experimenté un picor constante y generalizado, y solía revisar mi ropa interior varias veces al día. ¡Cómo ansiaba que el presidente Mao nos recibiera para poder regresar a casa!

En la tarde del 24 de noviembre, me encontraba yo realizando una de nuestras habituales sesiones de estudio de las citas de Mao en una de las habitaciones de los muchachos (pues tanto éstos como los oficiales nunca entraban en las nuestras por discreción). El comandante de nuestra compañía, una persona muy agradable, entró con paso inusualmente ligero y se ofreció para dirigirnos si queríamos cantar la canción más famosa de la Revolución Cultural: «Cuando navegamos, necesitamos un timonel.» Nunca lo había hecho antes, por lo que nos sentimos agradablemente sorprendidas. Él, con los ojos brillantes y las mejillas arreboladas, agitaba los brazos señalando el ritmo. Cuando terminó y anunció con mal disimulada excitación que tenía buenas noticias para nosotras, supimos inmediatamente de qué se trataba.

– ¡Vamos a ver al presidente Mao mañana! -exclamó.

El resto de sus palabras se vieron ahogadas por nuestros vítores. Tras los primeros gritos confusos, dimos rienda suelta a nuestra excitación coreando consignas: «¡Viva el presidente Mao! ¡Seguiremos eternamente al presidente Mao!»

El comandante de la compañía nos dijo que a partir de ese momento nadie estaba autorizado a abandonar el campus, y que deberíamos vigilarnos mutuamente para asegurarnos de ello. Tal solicitud resultaba completamente normal y, por otra parte, en este caso constituía una medida de seguridad para el presidente Mao, por lo que todos estuvimos encantados de ponerla en práctica. Después de la cena, el oficial se acercó a mis cinco compañeras y a mí y dijo en voz baja y solemne: «¿Os gustaría hacer algo para contribuir a la seguridad del presidente Mao?» «¡Por supuesto!», respondimos. Nos hizo una seña para que guardáramos silencio y prosiguió con un susurro: «Mañana, antes de que salgamos, ¿querríais encargaros de proponer que nos registremos unos a otros para asegurarnos de que nadie lleva nada que no debiera? Como sabéis, cuando se es joven es frecuente que se olviden las normas…» Dichas normas ya habían sido anunciadas previamente: no debíamos llevar al mitin nada que fuera metálico, ni tan siquiera nuestras llaves.

La mayoría de nosotras no pudimos dormir, y estuvimos charlando durante toda la noche en espera del amanecer. A las cuatro de la madrugada nos levantamos y nos agrupamos en formación, dispuestas a iniciar la hora y media de caminata que nos separaba de la plaza de Tiananmen. Antes de que nuestra «compañía» se pusiera en marcha, y obedeciendo a un guiño del oficial, Llenita se puso en pie y propuso que nos registráramos. Advertí que algunos de los demás opinaban que no haríamos sino perder el tiempo, pero el comandante de nuestra compañía secundó alegremente su propuesta. Sugirió que le registráramos a él en primer lugar. El muchacho al que se le encargó dicha tarea descubrió que llevaba un manojo de llaves. Nuestro comandante fingió haber sufrido realmente un descuido, y obsequió a Llenita con una sonrisa triunfante. El resto de los presentes nos registramos unos a otros. Aquel modo artificioso de hacer las cosas reflejaba una práctica maoísta corriente: las cosas tenían que suceder de tal modo que parecieran obedecer a los deseos de la gente, y no a órdenes superiores. La hipocresía y la pantomima eran métodos bien establecidos.

Las calles hervían con las distintas actividades de cada mañana. Hacia la plaza de Tiananmen se dirigían guardias rojos procedentes de todas las zonas de la capital. Se oía el estruendo de las consignas en oleadas atronadoras. Mientras las entonábamos, alzábamos las manos y nuestros ejemplares del Pequeño Libro Rojo formaban una espectacular línea encarnada que destacaba sobre la penumbra. Llegamos a la plaza al amanecer. Yo me vi situada en la séptima fila del grupo que ocupaba el ancho pavimento de la parte norte de la avenida de la Paz Eterna, en el costado este de la plaza de Tiananmen. A mi espalda se extendían numerosas hileras más. Cuando nos tuvieron pulcramente alineados, nuestros oficiales nos ordenaron sentarnos sobre el duro suelo con las piernas cruzadas. Para mis articulaciones inflamadas aquello resultó sumamente doloroso, y no tardé en notar que se me dormía el trasero. Tenía un frío y una modorra espantosos, y me sentía exhausta por la falta de sueño. Los oficiales nos dirigían en un cántico ininterrumpido, haciendo que los diversos grupos se desafiaran entre sí para mantener una atmósfera entusiasta.

Poco antes del mediodía oímos un clamor histérico procedente de la parte este: «¡Viva el presidente Mao!» Los jóvenes sentados frente a mí se pusieron en pie de un salto y comenzaron a saltar de excitación mientras agitaban frenéticamente sus libros rojos. «¡Sentaos! ¡Sentaos!», grité, pero en vano. El comandante de nuestra compañía había dicho que teníamos que permanecer todos sentados hasta el final del acto, pero pocos parecían dispuestos a observar las reglas, dominados como estaban por el anhelo de ver a Mao.

Tenía las piernas entumecidas a causa del largo rato que había pasado sentada. Durante unos segundos, lo único que pude ver fue el océano que formaban las cabezas de mis compañeros. Cuando por fin pude a duras penas ponerme en pie, apenas llegué a distinguir la cola de la procesión. Liu Shaoqi, el presidente, tenía el rostro vuelto en mi dirección.

Los carteles callejeros habían comenzado ya a atacar a Liu, bautizándole como «el Kruschev chino» a la vez que calificándole de principal opositor de Mao. Aunque no había sido denunciado oficialmente, no cabía duda de que su caída era inminente. Las crónicas de prensa que informaban de los mítines de la Guardia Roja le concedían invariablemente una importancia menor. En aquella procesión, en lugar de encontrarse junto a Mao, tal y como correspondía al número dos del Partido, estaba situado al final, en uno de los últimos automóviles.

Mostraba un aspecto abatido y fatigado, pero no me inspiró compasión alguna. Aunque se trataba del presidente, no significaba nada para los de mi generación. Habíamos crecido todos imbuidos exclusivamente del culto a Mao, y si Liu se mostraba contrario a Mao a todos nos resultaba lógico que se prescindiera de él.

En aquel momento, enfrentado a aquel océano de jóvenes que gritaban su lealtad a Mao, Liu debía de comprender lo desesperanzado de su situación. Lo más irónico del caso era, sin embargo, que él mismo había colaborado en instituir la deificación del líder que había conducido a aquel estallido de fanatismo entre la juventud de una nación en gran parte laica. Liu y sus colegas habían quizá contribuido a deificar a Mao para apaciguarle, confiando en que se conformaría con una gloria abstracta y les dejaría campo libre para desarrollar sus labores mundanas, pero Mao perseguía el poder absoluto tanto en la tierra como en el cielo. Posiblemente, no había ya nada que pudieran hacer: el culto a Mao parecía un proceso imparable.

Tales reflexiones no acudieron a mi mente aquella mañana del 25 de noviembre de 1966. Lo único que entonces me importaba era lograr un atisbo de las facciones del presidente Mao. Rápidamente, desvié la mirada de Liu y la dirigí a la sección delantera de la procesión. Alcancé a distinguir la robusta espalda del líder y su brazo que saludaba sin cesar. Al cabo de un instante, había desaparecido. Me sentí descorazonada. ¿Sería aquello todo cuanto habría de ver del presidente Mao? ¿Debería conformarme con vislumbrar fugazmente su espalda? Súbitamente, el sol pareció oscurecerse. A mi alrededor, los guardias rojos se unían en un alboroto ensordecedor. La muchacha situada junto a mí acababa de pincharse el dedo índice de la mano derecha y estaba ocupada oprimiendo la yema para extraer sangre con la que escribir algo en un pañuelo pulcramente doblado. Supe exactamente qué palabras proyectaba emplear. Muchos guardias rojos lo habían hecho anteriormente, y se trataba de una costumbre divulgada ad nauseam: «Hoy, soy la persona más feliz del mundo. ¡He visto a nuestro gran líder, el presidente Mao!» Al verla, mi consternación aumentó. La vida parecía carecer de objetivo. Un pensamiento asaltó rápidamente mi mente: ¿debería acaso suicidarme?