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Casi inmediatamente, sin embargo, aquella idea se desvaneció. Al recordarlo ahora, supongo que no había sido sino un intento inconsciente por cuantificar mi desconsuelo al ver mi sueño hecho pedazos, especialmente después de todas las privaciones que había sufrido a lo largo de mi viaje. Los trenes atestados, las rodillas inflamadas, el hambre, el frío, los picores, los retretes atascados, el cansancio… al final, nada de ello me era recompensado.

Nuestro peregrinaje había concluido, y pocos días después iniciamos el regreso a casa. Harta ya del viaje, anhelaba calor, comodidad y un baño caliente, pero contemplaba la idea del hogar con aprensión. Por molesto que hubiera resultado, el viaje no me había inspirado en ningún momento el temor que había dominado mi vida anterior. Durante el mes largo que había vivido en estrecho contacto con miles y miles de guardias rojos, en ningún momento había sido testigo de violencia alguna, ni había experimentado terror. A pesar de la histeria que demostraban, las gigantescas multitudes habían resultado pacíficas y bien disciplinadas. Toda la gente que había conocido se había mostrado amistosa.

Justamente antes de abandonar Pekín, me llegó una carta de mi madre. En ella decía que mi padre se había recuperado, y que en Chengdu todos estaban bien. Al final, no obstante, añadía que tanto ella como mi padre estaban siendo criticados como seguidores del capitalismo. Se me cayo el alma a los pies. Para entonces, había comprendido que los seguidores del capitalismo -los funcionarios comunistas- constituían los principales objetivos de la Revolución Cultural. Pronto había de comprobar lo que ello significaría para mí y para mi familia.