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La moral de los Rebeldes se vio inmensamente estimulada en prácticamente todas las unidades del país. Lo mismo sucedió con su número. Todo tipo de personas -obreros, profesores, dependientes de comercio, incluso empleados de oficinas gubernamentales- comenzaron a llamarse a sí mismos Rebeldes. Siguiendo el ejemplo de Shanghai, se dedicaron a someter a los desorientados Legitimistas. Los antiguos grupos de guardias rojos, tales como el de mi escuela, comenzaban a desintegrarse debido a que habían sido organizados en torno a un núcleo formado por hijos de altos funcionarios entonces sometidos a ataques. Algunos de los primeros guardias rojos manifestaron su oposición a aquella nueva fase de la Revolución Cultural y fueron arrestados. Uno de los hijos del comisario Li fue apaleado hasta morir por Rebeldes que le acusaban de haber dejado escapar una observación en contra de la señora Mao.

Los miembros del departamento de mi padre que habían integrado la partida que le había conducido a su detención eran ahora Rebeldes. La señora Shau era jefa de un grupo Rebelde que abarcaba todas las oficinas gubernamentales de Sichuan, así como líder de la rama que cubría el departamento de mi padre.

Tan pronto se hallaron constituidos, los Rebeldes se dividieron en facciones y comenzaron a luchar por el poder en prácticamente todas las unidades de trabajo del país. Todos los bandos acusaban a sus oponentes de ser anti-Revolución Cultural o de mostrarse leales al viejo sistema del Partido. En Chengdu, los numerosos grupos se apresuraron a unirse en dos bloques enfrentados, encabezados respectivamente por dos grupos Rebeldes universitarios: el del 26 de Agosto -más militante y originado en la Universidad de Sichuan- y el relativamente moderado Chengdu Rojo, nacido en la Universidad de Chengdu. Cada uno de ellos contaba con millones de seguidores en toda la provincia. En el departamento de mi padre, el grupo de la señora Shau estaba afiliado al 26 de Agosto, y el grupo enemigo -consistente en gran parte de personas más moderadas a las que mi padre había apreciado y ascendido y que, a su vez, le apreciaban a él- se había unido al Chengdu Rojo.

Tanto el 26 de Agosto como el Chengdu Rojo instalaron altavoces junto a los muros del complejo que se alzaban frente a nuestro apartamento. Suspendidos en árboles y postes de electricidad, proclamaban insultos día y noche contra el bando opuesto. Una noche oí que el 26 de Agosto había reunido a cientos de sus partidarios y había atacado una fábrica considerada como baluarte del Chengdu Rojo. Tras capturar a los obreros, los habían torturado sirviéndose de métodos entre los que se incluían las «fuentes cantoras» (abrirles la cabeza para dejar correr la sangre) y los «cuadros de paisajes» (realizar diversos cortes en el rostro formando dibujos). Las emisiones del Chengdu Rojo manifestaban que varios obreros se habían convertido en mártires tras saltar desde el tejado del edificio. Por lo que entendí, se habían suicidado al no poder soportar la tortura.

Uno de los principales objetivos de los Rebeldes era la élite profesional de cada unidad. En ella se incluían no sólo médicos, artistas, escritores y científicos más prominentes sino también ingenieros y obreros especializados, e incluso abnegados recolectores de «suelo nocturno» (gente que recogía excrementos humanos, considerablemente valiosos para los agricultores). Se les acusaba de haber sido ascendidos por los seguidores del capitalismo, pero en realidad sufrían los celos de sus colegas. También se arreglaron viejas cuentas en nombre de la revolución. La «Tormenta de Enero» desencadenó una oleada de violencia brutal contra los seguidores del capitalismo. El poder estaba siendo arrebatado a los funcionarios del Partido, y la gente era incitada a ensañarse con ellos. Aquellos que habían odiado a sus jefes de Partido aprovecharon la oportunidad para vengarse, si bien no se permitía actuar a las víctimas de persecuciones anteriores. Había de transcurrir algún tiempo hasta que Mao se decidiera a realizar nuevos nombramientos, ya que en aquel momento ignoraba a quién debía nombrar, y en consecuencia los más ambiciosos se mostraban ansiosos por demostrar su militancia en la esperanza de que con ello llegarían a ser elegidos como los nuevos depositarios del poder. Las facciones rivales competían para superarse unas a otras en brutalidad. Gran parte de los ciudadanos se hallaban enfrentados, ya fuera por intimidación, conformismo, devoción a Mao, deseo de arreglar cuentas personales o el simple deseo de dar rienda suelta a su frustración.

Los malos tratos físicos no tardaron en alcanzar a mi madre. No provinieron de las personas que trabajaban a su cargo, sino principalmente de ex presidiarios que trabajaban en los talleres callejeros de su Distrito Oriental: ladrones, violadores, contrabandistas de droga y proxenetas. A diferencia de los «criminales políticos» -entonces objetivos de la Revolución Cultural – aquellos delincuentes comunes eran incitados a atacar a víctimas designadas. Personalmente, no tenían nada en contra de mi madre, pero les bastaba el hecho de que hubiera sido uno de los líderes superiores de su distrito.

Aquellos ex presidiarios se mostraban especialmente activos durante las asambleas celebradas para denunciarla. Un día, regresó a casa con el rostro desencajado de dolor. Se le había ordenado que se arrodillara sobre trozos de cristal roto. Mi abuela se pasó la tarde extrayendo fragmentos de vidrio de sus rodillas con unas pinzas y una aguja. Al día siguiente, le fabricó un par de gruesas rodilleras, así como una riñonera acolchada, ya que la débil estructura de la cintura era la zona preferida por los asaltantes para dirigir sus golpes.

Mi madre fue paseada por las calles en varias ocasiones con un grotesco gorro en la cabeza y un pesado cartel colgando del cuello en el que aparecía su nombre escrito junto a una gran cruz en señal de humillación y eliminación. Cada pocos pasos, ella y sus colegas eran forzados a arrodillarse y realizar el kowtow frente a la muchedumbre. Los niños se mofaban de ella. Algunos gritaban que sus kowtows no habían sido lo bastante sonoros y exigían que se repitieran. En tales ocasiones, mi madre y sus colegas se veían obligados a golpearse la cabeza ruidosamente sobre el pavimento de piedra.

Cierto día de aquel invierno, se celebró una asamblea de denuncia en un taller callejero. Antes de la asamblea, mientras los participantes almorzaban en la cantina, se ordenó a mi madre y a sus colegas que permanecieran arrodillados a la intemperie durante hora y media sobre un suelo cubierto de guijarros. Llovía, y terminó completamente empapada; el viento acerado y la ropa mojada le producían escalofríos hasta los huesos. Cuando comenzó la asamblea, hubo de permanecer de pie e inclinada hacia adelante sobre el escenario mientras intentaba controlar sus estremecimientos. A medida que arreciaban los salvajes y absurdos alaridos, comenzó a experimentar un dolor terrible en la cintura y el cuello. Cambiando ligeramente de postura, intentó alzar un poco la cabeza para aliviar el dolor pero, de repente, notó un fuerte golpe sobre la nuca que la hizo caer al suelo.

Hasta algún tiempo después no supo qué había sucedido. Una mujer sentada en la primera fila, antigua dueña de burdel que se había visto encarcelada cuando los comunistas prohibieron la prostitución, había adquirido una obsesión contra mi madre, acaso porque se trataba de la única mujer que había sobre el escenario. Tan pronto había levantado la cabeza, aquella mujer se había puesto en pie y había arrojado una lezna apuntando directamente a su ojo izquierdo. El guardia Rebelde situado tras mi madre la había visto venir y la había arrojado al suelo. De no haber sido por él, habría perdido el ojo.

En aquellos días, mi madre no nos relató el incidente. Rara vez comentaba nada de lo que le ocurría. Cuando tenía que contarnos algo como el episodio de los cristales rotos, solía mencionarlo en tono despreocupado, intentando restarle el mayor dramatismo posible. Nunca nos enseñaba sus magulladuras, y siempre se mostraba serena, e incluso alegre. No quería que nos inquietáramos por ella. Mi abuela, sin embargo, podía adivinar cuánto estaba sufriendo. Solía seguir ansiosamente a mi madre con la mirada a la vez que intentaba disimular su propio dolor.

Un día vino a vernos nuestra antigua criada. Ella y su esposo se contaban entre los pocos que nunca rompieron sus relaciones con nuestra familia durante la Revolución Cultural. Yo experimenté un inmenso agradecimiento por el calor que nos demostraron, especialmente si se tiene en cuenta que se arriesgaban a ser tildados de simpatizantes de los seguidores del capitalismo. Tímidamente, comentó a mi abuela que acababa de ver a mi madre obligada a desfilar por las calles. Mi abuela la presionaba para que le diera más detalles cuando, súbitamente, se desplomó y se golpeó ruidosamente la nuca contra el suelo. Había perdido el sentido. Poco a poco, volvió de nuevo en sí. Con lágrimas rodando por sus mejillas, dijo: «¿Qué ha hecho mi hija para merecer esto?»

Mi madre desarrolló una hemorragia de útero, y durante los seis años siguientes -hasta someterse a una histerectomía en 1973- sangró la mayor parte de los días. En ocasiones, las hemorragias eran tan abundantes que se desmayaba y tenía que ser trasladada al hospital. Los médicos le recetaron hormonas para controlar el flujo de sangre, y mi hermana y yo nos encargábamos de ponerle las inyecciones. Mi madre sabía que cualquier dependencia de hormonas resultaba peligrosa, pero no tenía otra alternativa. Era el único modo en que podía soportar las asambleas de denuncia.

Entretanto, los Rebeldes del departamento de mi padre intensificaron sus ataques sobre él. Dado que se trataba de uno de los departamentos más importantes del Gobierno provincial, contaba con un nutrido grupo de oportunistas en sus filas. Muchos de ellos, en otro tiempo obedientes instrumentos del sistema del Partido, se convirtieron en feroces Rebeldes militantes encabezados por la señora Shau bajo el estandarte del 26 de Agosto.

Un día, un grupo de ellos irrumpió en nuestro apartamento y penetró en el despacho de mi padre. Tras estudiar el contenido de las estanterías, declararon que se trataba de un auténtico recalcitrante debido a que aún conservaba sus libros reaccionarios. Anteriormente, poco después de las quemas de libros llevadas a cabo por los guardias rojos adolescentes, muchas personas habían prendido fuego a sus bibliotecas. Pero no así mi padre. Débilmente, intentó proteger sus libros señalando las colecciones de tomos marxistas.

«¡No intentes engañarnos a los guardias rojos! -vociferó la señora Shau-. ¡Aún tienes numerosas hierbas venenosas!» Diciendo esto, extrajo algunos clásicos chinos impresos en delgado papel de arroz.