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CAPÍTULO VIII

No eran sólo las guerras, las pestes y los éxodos, los fenómenos que se desplegaban sobre el puente, suspendiendo la vida en la kapia. Había también otros acontecimientos excepcionales que daban su nombre al año en que se habían producido y mantenían por mucho tiempo su recuerdo.

A la izquierda y a la derecha de la kapia, el parapeto del puente está desde hace mucho tiempo pulido y un poco más oscuro que en el resto. Desde hace centenares de años, los campesinos posan allí su carga cuando, mientras atraviesan el puente, sienten deseos de descansar, y los ociosos se acodan en él, hablando, cuando esperan a alguien o bien en aquellos momentos en que, solitarios, contemplan cómo, en el abismo, corre el agua espumosa y rápida, siempre nueva y siempre igual.

Mas nunca hubo tantos desocupados y curiosos que se apoyasen en el parapeto y mirasen la superficie del agua, pareciendo que querían leerla y descifrarla, como en los últimos días del mes de agosto de aquel año. Las aguas bajaban turbias a causa de la lluvia, aunque todavía no había terminado el verano. En los remolinos que se formaban bajo el agua podía distinguirse una espuma blanca que daba vueltas, mezclada con residuos de madera, ramitas y briznas de paja. Sin embargo, desde el muro, los ociosos de la ciudad, con la cabeza entre las manos, no miraban, en realidad, al río que les era sobradamente conocido y que no podía decirles nada; en la superficie de las aguas, como en sus conversaciones, trataban de hallar una explicación que los tranquilizase, y una especie de huella visible de un destino oscuro y cruel que, por aquellos días, había sorprendido y turbado a todos.

En aquella época, se produjo en la kapia un acontecimiento verdaderamente importante; un acontecimiento del que no existía precedente y que, probablemente, no se repetirá en tanto haya un puente sobre el Drina y una ciudad junto al puente. Conmovió a toda la ciudad y se extendió lejos de ella, por otros lugares, por otras regiones, como una de esas historias que corren por el mundo.

Fue, en realidad, la historia de dos aldeas: Veli Lug y Nezuka. Estas dos aldeas están situadas en los extremos opuestos del anfiteatro que forman, alrededor de la ciudad, las colinas pardas y los verdes alcores.

El pueblo de Strajichta, al nordeste del valle, es el más próximo a la ciudad. Sus casas, sus campos y sus jardines están diseminados por unas lomas y empotrados en los valles que las separan. Sobre el flanco redondeado de uno de esos promontorios hay unas quince casas, sumidas en sus huertos de ciruelos y rodeadas por todas partes por el campo. Es la aldea de Veli Lug, colonia turca apacible, bella y rica, emplazada en las alturas. Forma parte del municipio de Strajichta, pero está más lejos de ésta que de la ciudad; las gentes que viven en Veli Lug tienen a una media hora el barrio del mercado, donde poseen almacenes y efectúan sus negocios, como los otros habitantes de la ciudad. Entre ellos y los vichegradeses no existe ninguna diferencia, si no es, quizá, la de que sus bienes son más estables y gozan de más seguridad, porque residen en tierra firme, al sol, y no corren el riesgo de las inundaciones; también se caracterizan por ser más modestos y vivir más retirados, libres de las malas costumbres de la ciudad. Veli Lug goza de una buena tierra, una agua pura y una hermosa gente.

En ella vive una rama de la familia de los Osmanagitch de Vichegrado. Y aunque los de la ciudad sean más y posean mayores riquezas, el pueblo considera que éstos han "decaído", y que los verdaderos Osmanagitch son los de Veli Lug, cuna de la familia. Constituyen una hermosa raza, susceptible y orgullosa de su nacimiento. Poseen la casa más grande del lugar que se ve, en toda su blancura, un poco más abajo de la cumbre, expuesta al sudoeste, siempre recién encalada, con su techo de bálago ennegrecido, y sus catorce ventanas guarnecidas de vidrio. Esta casa es visible desde lejos, y es lo primero que se presenta a los ojos del viajero que baja por el camino que conduce a Vichegrado, o que se vuelve al salir de la ciudad. Los últimos rayos del sol que se ponen tras las crestas de Liechtán, se detienen y se quiebran sobre la blanca y brillante faz de la casa. Las gentes de la ciudad tienen, desde hace tiempo, la costumbre de contemplar, hacia el atardecer, cómo el sol poniente se refleja en las ventanas de los Osmanagitch, las cuales, una a una, se van apagando. A menudo, cuando el sol ya se ha ocultado y la ciudad queda envuelta en las sombras, una de esas ventanas se enciende con un último reflejo, perdido en medio de las nubes, y brilla aún durante unos instantes como una gran estrella roja suspendida sobre la ciudad que duerme. También muy conocido, y personaje considerable de la ciudad, es el dueño de la casa, Avdaga Osmanagitch, hombre intrépido y fogoso tanto en su vida como en sus negocios. Tiene un almacén de "depósito" en el barrio del mercado, local bajo y semioscuro, donde sobre tablas y esteras trenzadas se extienden el maíz, las ciruelas o las piñas.

Avdaga trabaja al por mayor, y, por tanto, su almacén no abre todos los días, sino en las fechas de mercado y, durante la semana, cuando el trabajo y las necesidades lo exigen. En el almacén siempre está uno de los hijos de Avdaga, mientras que generalmente él permanece sentado en un banco delante del local. Allí, charla con los clientes o con los conocidos. Es un hombre alto, imponente y coloradote; su barba y su bigote son completamente blancos. Su voz es ronca y sofocada. Hace años que padece una asma cruel. Y, cuando, al hablar, se excita y levanta la voz, lo que sucede a menudo, una tos violenta le corta bruscamente la palabra, las venas del cuello se le hinchan, la cara se le pone de color escarlata y sus ojos se arrasan de lágrimas y su pecho gime, resuena y silba, como la tormenta en las montañas. Cuando pasa el acceso de tos, se recupera inmediatamente, aspira aire a fondo y reanuda la conversación en el punto en que se había parado; únicamente se observa una ligera variación en la voz, que se deja oír más débil.

Es conocido en la ciudad y en sus alrededores como un hombre sobrio, de mano generosa y corazón atrevido. Así es en todo, incluso en su negocio, aunque frecuentemente su temperamento lo perjudique. Muchas veces, a causa de una palabra osada, disminuye o aumenta el precio de las ciruelas, aunque no tenga ningún interés en ello, sencillamente por bravata frente a un lugareño que tema por su dinero, o frente a un comerciante avaro.

En general, se le escucha en el barrio del mercado y se recogen sus opiniones, aun a sabiendas de que muchas veces es fogoso y subjetivo en sus juicios. Cuando Avdaga baja de Veli Lug y se instala ante su almacén, rara es la vez que está solo, porque a la gente le gusta su charla y desea oír sus opiniones. Es franco y vivo, siempre presto a decir y a defender lo que los demás prefieren dejar pasar en silencio. Su asma y sus accesos dolorosos de tos le cortan a cada instante las palabras, pero, cosa extraordinaria, no estropean el efecto de lo que dice: al contrario, hacen más convincentes sus pensamientos y dan una dignidad grave y penosa a su manera de expresarse, hasta el punto de que no es fácil resistirse a ella.

Avdaga tiene cinco hijos adultos, que están casados, y una hija única, la menor, en edad de matrimonio. Se sabe de esa hija, Fata, que es extraordinariamente hermosa, e! vivo retrato de su padre. La cuestión de su matrimonio preocupa a la ciudad y, poco a poco, ha trascendido a los alrededores. Es costumbre desde siempre entre nosotros, el que una muchacha de cada generación pase a las leyendas y a las canciones a causa de su hermosura, de sus cualidades y de su nobleza. Esa muchacha, durante unos años, es el objeto de todos los deseos y el ejemplo inaccesible: con sólo oír su nombre, las imaginaciones se inflaman, se desborda el entusiasmo de los hombres y se va tejiendo la envidia de las mujeres. Se trata de esos seres excepcionales a los que la naturaleza distingue y levanta hasta alturas peligrosas.

La hija de Avdaga se parecía a su padre, no sólo en la cara y en el aspecto, sino en la lucidez de su espíritu y en su don de palabra. Quienes mejor lo sabían eran los muchachos que, en las bodas y en los encuentros fortuitos, trataban, por medio de adulaciones triviales o bromas atrevidas, de conquistarla o de azararla. Su don de palabra no era nada inferior a su belleza. La canción sobre Fata, la hija de Avdaga (las canciones en torno a criaturas tan excepcionales nacen de un modo espontáneo, sin saber dónde) decía:

¡Qué juiciosa eres, qué hermosa,
hermosa Fata, hija de Avdaga!

Así se cantaba y se hablaba en la ciudad y en sus alrededores, pero eran pocos los que tenían la audacia de pedir la mano de la muchacha. Y cuando incluso esos pocos fueron rechazados sucesivamente, se formó en seguida en torno a Fata el círculo de admiración, de odio y de envidia, de deseos inconfesados y de espera maliciosa, que rodea siempre a los seres cuyos dones y cuyo destino son excepcionales. Tales personas, a las que se canta y de las que se habla, son arrastradas velozmente por su destino particular, y, tras ellas, quedan vivas, en lugar de una existencia realizada, una canción o una historia.

Entre nosotros, ocurre con frecuencia que la muchacha de la que se habla mucho, se queda, precisamente por esta razón, sin pretendientes y "soltera", mientras que se casan fácilmente las muchachas que, desde todos los puntos de vista, no valen lo que aquélla. Esta desventura no cayó sobre Fata, porque hubo quien fue lo suficientemente atrevido para pedir su mano; alguien sumamente hábil y tenaz para alcanzar su meta.

En el círculo irregular que forma la cuenca del Drina a su paso por Vichegrado, exactamente enfrente de Veli Lug, se encuentra la aldea de Nezuka.

Más allá del puente, a menos de una hora de marcha río arriba, justamente en el macizo de montañas escarpadas de las que, como un muro pardo, desemboca el Drina en un brusco recodo, hay una estrecha faja de tierra fértil situada sobre la orilla rocosa del río. Son aluviones y torrentes que descienden en abrupta pendiente de las Rocas de Butko. Ellos permiten la existencia de campos y de jardines y, a un lado, de praderas cubiertas por hierba tierna que se pierden hacia las cumbres entre pedriscos escarpados y breñas sombrías. Toda la aldea es propiedad de los beys Hamzitch, también llamados los Turcovitch. En la mitad de las tierras viven cinco o seis familias de campesinos siervos; en la otra, se encuentran las casas de los beys, los hermanos Hamzitch, con Mustaí-Bey Hamzitch a la cabeza. La aldea está apartada y expuesta al norte, sin sol, pero también sin viento, y es más rica en frutas y en heno que en trigo. Rodeada y oprimida por todas partes por altas colinas abruptas, está a la sombra casi todo el día, y siempre en silencio, aunque cada llamada de los pastores, cada movimiento de los cencerros del ganado sean devueltos por las montañas en un eco sonoro y múltiple. Sólo hay un camino que conduzca a ella. Cuando, al salir de la ciudad, se cruza el puente y se deja la carretera principal que se desvía a la derecha y sigue el curso del río, y una vez situados justamente en la orilla, se va a parar a un estrecho sendero pedregoso que tuerce a la izquierda del puente, atraviesa una extensión árida e inculta y sube por encima del Drina, pasando junto a la orilla, como un borde blanco sobre el terreno pardo que cae a pico, hundiéndose en el río. Si se mira desde arriba del puente, a algún caballero o a un peatón que pasen por aquel lugar, se tiene la impresión de que van por un estrecho tronco de árbol arrojado entre el agua y la roca, y su imagen, mientras avanzan, no deja de reflejarse en el agua tranquila y verde del río.