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Su imaginación, que no cesaba de trabajar, que no lograba hallar una salida, se detenía a menudo en la kapia, en el hermoso sofá de piedra, donde las gentes se sientan a hablar, donde los muchachos cantan, mientras el río verde, rápido y profundo, ruge bajo el puente. Horrorizada ante una solución semejante, tornaba a volar, como empujada por una maldición, de un extremo a otro del camino, hasta que, no encontrando salvación posible, se paraba de nuevo en la kapia.

Esta idea llegó a obsesionarla hasta el punto de llenar sus noches. El solo pensamiento de que tenía que llegar el día en que, realmente, debería recorrer aquel camino, la llenaba de horror ante la muerte y de espanto ante una vida marcada por la vergüenza. Impotente y abandonada, tenía la impresión de que el mismo espanto de aquel pensamiento debía alejar o, por lo menos, retrasar el día.

Mas pasó el tiempo, ni de prisa ni despacio, sino regular y fatalmente, y con el tiempo llegó la fecha de la boda.

El último jueves del mes de agosto (que era el día que se había fijado) los Hamzitch llegaron a caballo en busca de la muchacha. Cubierta de un pesado velo, como una coraza, fue colocada en un caballo y conducida a la ciudad. Al mismo tiempo, en el patio, fueron cargados a lomos de caballo los baúles que contenían el equipo de Fata. En la mechtchema se celebró el matrimonio ante el caíd. Así se cumplió la palabra de Avdaga por la cual había dado a su hija en matrimonio al hijo de Mustaí-Bey. A continuación, el reducido cortejo emprendió el camino de Nezuka, donde se habían preparado las solemnidades propias del caso.

Atravesaron el centro de la ciudad y el mercado; es decir, una parte de aquel camino sin salida que tantas veces había recorrido Fata con el pensamiento. Ahora resultaba más tangible e, incluso, más fácil que en la imaginación. Ni estrellas, ni espacio, ni la tos sorda de su padre, ni el deseo de que el tiempo vaya más de prisa o más despacio. Cuando llegaron al puente, la muchacha sintió una vez más, igual que durante las noches pasadas, cuando se quedaba junto a la ventana, destacarse cada parte de su ser, sobre todo, su pecho ligeramente crispado. Alcanzaron la kapia. Como tenía planeado, la muchacha se inclinó y pidió en un susurro al más joven de sus hermanos, que cabalgaba a su lado, que subiese un poco los estribos, ya que se acercaban a la cuesta por la que se desciende desde el puente al camino pedregoso que conduce a Nezuka. Primero, se detuvieron los dos, y luego, un poco más lejos, los invitados.

Aquello resultaba completamente natural. No era ni la primera vez ni la última que un cortejo nupcial se detenía en la kapia. Mientras su hermano echaba pie a tierra, daba la vuelta al caballo y recogía las bridas, la muchacha avanzó su brazo hasta el borde mismo del puente, puso su pie derecho en el parapeto de piedra, saltó de la silla con la ligereza de un pájaro, pasó por encima del muro y se lanzó al río que rugía bajo el puente.

Su hermano se precipitó tras ella y tuvo tiempo de tocar con la mano el velo desplegado, pero no pudo retenerla. Los demás invitados descabalgaron, lanzando exclamaciones, y permaneciendo a lo largo del parapeto en extrañas actitudes, como petrificados.

Aquel mismo día, al caer la tarde, empezó a llover intensamente en medio de un frío anormal en aquella época del año. El Drina creció y se enturbió al mismo tiempo. Al día siguiente las aguas amarillentas de la crecida arrojaron el cadáver de Fata sobre un fondo, cerca de Kalata. Allí la encontró un pescador que fue inmediatamente a anunciar su hallazgo al mulazim 1 .

Poco después, llego éste al lugar acompañado del muktar 1 , del pescador y de Salko el Tuerto. Porque el Tuerto no faltaba nunca en semejantes circunstancias.

El cadáver yacía, blando y húmedo, sobre la arena. Las olas lo salpicaban y, de vez en cuando, lo cubrían completamente. El velo nuevo de tela negra que el agua no había podido arrancar, se había levantado y caía por encima de la cabeza; mezclado con la larga y espesa cabellera, formaba una extraña masa negra junto al hermoso cuerpo blanco de la muchacha, al que la corriente había despojado de su tenue traje de novia. Con el rostro sombrío y las mandíbulas apretadas, el Tuerto y el pescador se metieron en el agua poco profunda, cogieron el cuerpo desnudo de la joven y, con precaución e incómodos, como si estuviese viva, la llevaron a la orilla y allí la cubrieron inmediatamente con su velo empapado de agua y sucio de cieno.

Aquel mismo día fue enterrada en el cementerio turco más próximo, en la orilla alta, al pie de la colina sobre la que se eleva Veli Lug. Y, al atardecer, los ociosos se reunieron en las tabernas, alrededor del pescador y del Tuerto, con esa curiosidad malsana y detestable que se desarrolla muy especialmente entre la gente cuya vida está vacía, desprovista de toda belleza y pobre en emociones y en acontecimientos. Los obsequiaron con aguardiente y les ofrecieron tabaco para que les diesen algún detalle sobre el cadáver y el entierro. Pero no consiguieron nada.

Ni siquiera el aguardiente pudo desatar la lengua de los dos hombres. Incluso el Tuerto callaba.

Fumaba sin tregua y, con su ojo único que brillaba, seguía el humo, arrojado lejos por su aliento potente. Se limitaban a mirarse de vez en cuando el uno al otro, levantaban su vaso en silencio, al mismo tiempo, como si brindasen de modo invisible, y lo vaciaban de un trago.

Así fue cómo sucedió en la kapia este acontecimiento extraordinario y sin precedentes. Veli Lug no descendió hasta Nezuka y Fata, la hija de Avdaga, no se convirtió en la mujer de un Hamzitch.

Avdaga Osmanagitch no volvió a bajar a la ciudad. Expiró durante el invierno de aquel mismo año, ahogado por la tos y sin haber dicho a nadie una sola palabra acerca de la tristeza que lo invadía.

A la primavera siguiente, Mustaí-Bey Hamzitch casó a su hijo con otra muchacha, una Brankovitch.

La gente, durante algún tiempo, habló del suceso, hasta que poco a poco lo fue olvidando. Sólo quedó una canción sobre la muchacha cuya belleza y prudencia habían resplandecido por encima de todo, y que, de este modo, se hizo inmortal.

1 . Jefe de la policía. (N del T.)


1 . Entre los árabes, especie de teniente de alcalde o jefe de barrio. (N. de T.)