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CAPÍTULO IX

Unos setenta años después de la insurrección de Karageorges, se reanudó la guerra en Servia y en seguida las regiones fronterizas respondieron con un alzamiento. Las casas turcas y servias ardieron de nuevo en las alturas, en Jlieb, Gostilia, Tartchitchi y Veletovo. Por primera vez después de tantos años, se volvieron a ver en la kapia, al alba, las cabezas de los servios decapitados. Eran cabezas descarnadas de campesinos, con el pelo corto y la nuca lisa, con el rostro huesudo, provisto de largos bigotes; parecían las mismas cabezas de hacía setenta años.

Aquello no duró mucho tiempo. Una vez terminada la guerra entre turcos y servios, todo el mundo se calmó. Verdaderamente, no pasaba de ser una apariencia de paz, bajo la cual se ocultaba no poco miedo y una serie de voces excitadas y de murmullos inquietos. Se hablaba cada vez con más precisión y claridad de la entrada del ejército austríaco en Bosnia. A principios del verano de 1878, algunas unidades del ejército regular turco, que se dirigían de Sarajevo hacia Triboi, pasaron por la ciudad. Se tuvo la certeza de que el sultán entregaba Bosnia sin resistencia. Ciertas familias se prepararon para emigrar a Sandjak. Entre ellas, había algunas que habían llegado trece años antes de Ujitsa, por no querer someterse a la autoridad de los servios, y que ahora se preparaban para huir otra vez de una nueva dominación cristiana. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos se quedaron en espera de los acontecimientos; eran víctimas de una dolorosa perplejidad, aunque afectasen indiferencia.

A primeros de julio, el muftí 1 - de Plevlia llegó con un reducido grupo de hombres y con la firme resolución de organizar en Bosnia la resistencia frente a los austríacos.

Aquel hombre grave, rubio, de apariencia apacible, pero de naturaleza ardiente, acudió a la kapia, en donde un hermoso día de verano, reunió a los más destacados personajes turcos de la ciudad, tratando de animarlos al combate contra el enemigo. Aseguró que la mayor parte del ejército regular, aun a despecho de las instrucciones oficiales, se quedaría para oponerse, junto al pueblo, al invasor, y él lanzaba una llamada para que todos los muchachos se le uniesen y para que fuesen enviados víveres a Sarajevo. El muftí sabía que los habitantes de Vichegrado no habían tenido nunca reputación de guerreros entusiastas y que preferían una vida loca a una muerte loca, pero, a pesar de todo, se sintió sorprendido por la tibieza y la reticencia que encontró. No pudiendo quedarse más tiempo, los amenazó con el juicio del pueblo y con la cólera celeste y dejó a su segundo, Osmán Karamanlia efendi, para que tratase de convencer a los turcos de Vichegrado de la necesidad que tenían de participar en el alzamiento general.

Mientras duraron las conversaciones con el muftí, el que opuso más resistencia fue Alí-Hodja Mutevelitch. Su familia era una de las más antiguas y más consideradas de la ciudad.

No se habían distinguido nunca por una gran fortuna, pero sí por su honradez y su franqueza. Desde siempre, habían gozado de una reputación de gentes obstinadas, aunque inaccesibles a la corrupción, al miedo, al halago y a cualquier otra incitación de orden inferior. Durante más de doscientos años, el miembro más anciano de la familia había sido curador, guardián y administrador de la fundación piadosa que Mehmed-Pachá había instituido en la ciudad.

Se ocupaba igualmente de la célebre hostería de piedra que se encontraba junto al puente. Ya hemos visto cómo, después de la pérdida de Hungría, la hostería de piedra había dejado de recibir los ingresos que se destinaban a su mantenimiento y cómo, a causa de una serie de circunstancias, se había arrumado y cómo sólo subsistía de la fundación creada por el visir, el puente que no exigía ningún cuidado ni proporcionaba ningún ingreso. El apellido Mutevelitch les había quedado como glorioso recuerdo de la fundación que durante tantos años habían administrado con honradez ejemplar. El cargo desapareció cuando Daut-Hodja sucumbió en su lucha por conservar la hostería de piedra, pero había quedado el prestigio y, con él, la costumbre innata entre los Mutevelitch de considerarse encargados del cuidado del puente y responsables, en cierta medida, de su suerte, ya que el puente, al menos desde el punto de vista arquitectónico, había sido parte integrante del "bien vakuf" que ellos habían administrado y que, por falta de medios, había desaparecido de modo lamentable. También existía en la familia otra costumbre que se remontaba a un pasado lejanísimo: por lo menos uno de los Mutevelitch de cada generación cursaba estudios y pasaba a pertenecer al clero.

En aquella ocasión, le había correspondido a Alí-Hodja. Debe añadirse que el número de sus miembros y su fortuna habían disminuido regularmente. Les quedaban algunos siervos y una tienda inmemorial, en el mejor sitio del barrio del mercado, en la misma plaza, junto al acceso al puente. Los dos hermanos mayores de Alí-Hodja habían muerto en la guerra: uno en Rusia, el otro en Montenegro.

Alí-Hodja era un hombre todavía joven, vivo, sonriente y sanguíneo. Como buen Mutevelitch, tenía sobre todas las cosas una opinión particular que defendía con tenacidad y a la que nunca renunciaba. A causa de su carácter directo y de la obstinación que demostraba, estaba a menudo en desacuerdo con el clero local y con sus jefes. Tenía rango y título de hodja, pero no desempeñaba ninguna función y su título no le proporcionaba ningún ingreso. En el deseo de ser lo más independiente posible, regentaba la tienda que había heredado. Como la mayoría de los musulmanes de Vichegrado, Alí-Hodja se oponía a la idea de una resistencia armada. En su caso no podía hablarse de cobardía ni de tibieza en materia de religión. Igual que el muftí o que cualquiera de los insurrectos, detestaba la potencia extranjera y cristiana que se aproximaba, y todo cuanto traería consigo. Pero viendo que el sultán abandonaba Bosnia a los boches, y conociendo a sus compatriotas, se negaba a una resistencia popular desorganizada que sólo podía conducir a la derrota y a la desgracia más absoluta. Una vez que adquirió esta opinión, la expuso abiertamente y la defendió con vigor. Ante el muftí hizo preguntas insidiosas y presentó sutiles observaciones que molestaron particularmente a aquél. Sin querer, mantenía entre los habitantes de Vichegrado, que no eran muy ardientes para la lucha ni propensos al sacrificio, un espíritu de resistencia manifiesta a las intenciones belicosas del muftí.

Cuando Osmán Karamanlia efendi se quedó para continuar las conversaciones con los habitantes de Vichegrado, encontró frente a él a Alí-Hodja. Y los agas y beys que mascaban sus palabras y medían sus expresiones, aun estando plenamente de acuerdo con Alí-Hodja, dejaban que el sincero y fogoso hodja se traicionase y entrase en conflicto con Karamanlia.

Los notables turcos de Vichegrado permanecían sentados al anochecer en la kapia, con las piernas cruzadas, colocados en círculo por orden de importancia. Entre ellos se hallaba Osmán efendi, hombre alto, delgado y pálido. Cada músculo de su rostro se mantenía en extraña tensión, sus ojos estaban febriles y sobre su frente y sus mejillas se observaban numerosas cicatrices, ofreciendo el aspecto característico de los epilépticos. Frente a él, estaba en pie Alí-Hodja, rojo, más bien pequeño y, sin embargo, imponente, quien con su voz silbante formulaba sin cesar nuevas preguntas. ¿Con qué fuerza se cuenta? ¿Adonde van? ¿De qué medios disponen? ¿Cómo se desenvuelven? ¿Cuál es su objetivo? ¿Qué sucederá en caso de derrota? La pedantería fría y casi perversa con la cual el hodja trataba este asunto, ocultaba tan sólo su preocupación y la amargura que les inspiraba la superioridad de los cristianos, la debilidad evidente y el desconcierto que reinaba entre los turcos. Pero el exaltado y sombrío Osmán efendi no era hombre que pudiese observar ni comprender ese género de cosas. De naturaleza violenta y excesiva, fanático, enfermo de los nervios, perdía en seguida la paciencia y la sangre fría y se arrojaba sobre cada signo de duda y de vacilación, como si se tratase de un boche. Aquel hodja le irritaba y él le respondía, con una cólera contenida, por medio de simples generalidades y grandes palabras. Se va a donde es preciso y con los medios que se tienen. Lo esencial es no dejar entrar al enemigo en el territorio sin combatir, y el que hace muchas preguntas, entorpece la realización de esos planes y ayuda al enemigo. Al final, completamente fuera de sí, contestaba con un desprecio, apenas velado, a las preguntas del hodja: "Ha llegado el tiempo de morir", "queremos dar nuestra vida", "pereceremos todos, hasta el último".

El hodja lo interrumpía:

– Vaya, vaya; y yo que pensaba que lo que queríais era expulsar a los boches de Bosnia y que nos reuníais con ese motivo. Pero si se trata de morir, también nosotros sabemos morir, efendi, sin necesidad de ti. Nada más fácil que morir.

– Sin embargo, no te animas a seguir ese camino -interrumpía groseramente Karamanlia.

– Ya veo que tú has elegido el camino de la muerte -respondía el hodja con voz cortante-; lo único que no me explico es por qué buscas compañía para emprender semejante aventura.

A partir de este punto, la conversación degeneraba en verdadera querella, en el curso de la cual Osmán efendi trataba a Alí-Hodja de maldito cristiano y de traidor, uno de esos traidores que merecían ser decapitados en la kapia. Mientras tanto, el hodja seguía haciendo, imperturbable, preguntas sutilísimas y reclamando con insistencia razones y pruebas, como si no fuesen con él las amenazas y los insultos.

Habría resultado difícil encontrar peores parlamentarios, hombres más complejos. Sólo se podía esperar de ellos un agravamiento de la confusión general y un conflicto más. Era lamentable, pero imposible de remediar, porque en los momentos en que una sociedad se encuentra quebrantada o se producen grandes e inevitables cambios, son en general hombres de ese género los que se sitúan en primera fila y los que, desequilibrados o imperfectos, encauzan las cosas de mala manera. Es la señal más característica de las épocas agitadas.

Sin embargo, aquella disputa venía de maravilla a los beys y a los agas, pues de ese modo su participación en la revuelta quedaba en el aire, sin exigirse de ellos explicación de ninguna especie. Temblando de cólera y amenazando a voces, partió al día siguiente Osmán efendi, al que acompañaron algunos de sus hombres, para entrevistarse con el muftí.

1 . Dignatario eclesiástico musulmán. (N. del T.)