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Es el camino que conduce desde la ciudad a Nezuka; pero de Nezuka no sale ningún otro, porque no hay sitio donde ir ni nadie que viaje. Tan sólo, por encima de las casas, la vertiente, cubierta por un bosque claro, está cortada por dos profundos barrancos blancos por los cuales trepan los pastores cuando van en busca del ganado a la montaña.

Allí se encuentra la enorme casa blanca del más viejo de los Hamzitch, Mustaí-Bey. No es más pequeña que la casa de los Osmanagitch en Veli Lug, pero a diferencia de ésta, es absolutamente invisible, hundida en aquel soto a orillas del Drina. Dispuestos en torno a ella, en semicírculo, crecen once altos álamos que, por su susurro y su movimiento, dan una animación continua a aquel rincón de tierra cerrado por todas partes y de difícil acceso. Más abajo se encuentran, algo más pequeñas y más modestas, las casas de los otros dos hermanos Hamzitch. Todos los Hamzitch tienen muchos hijos y son esbeltos, altos, pálidos de rostro, taciturnos e introvertidos, pero unidos y activos en el trabajo, acostumbrados a estimar y a defender lo que les pertenece. Al ser las gentes más acomodadas de la aldea, tienen en la ciudad sus almacenes de depósito, adonde llevan cuanto cosechan en Nezuka. Durante cada estación, ellos y sus siervos pululan y trepan como hormigas por el estrecho sendero que corre a lo largo del Drina; unos llevan sus mercancías a la ciudad, otros vuelven de ella, concluidos sus asuntos, con el dinero en el cinturón, para recogerse en su pueblo invisible.

En casa de Mustai-Bey Hamzitch, en aquel edificio blanco que recibe a los hombres como una agradable sorpresa al cabo del sendero pedregoso que parece no conducir a ninguna parte, hay cuatro hijas y un hijo único, Nail. Este Nail-Bey, de Nazuka, ha sido de los primeros en fijarse en Fátima, la de Veli Lug. Durante una boda, a través de una puerta entreabierta, junto a la cual se hacinaba un gran número de jóvenes entusiastas, no dejó de admirar su belleza. La volvió a ver otra vez, rodeada de amigas, y le dirigió una broma atrevida:

– Quieran Dios y Mustaí-Bey darte el nombre de desposada. Fata ahogó su risa.

– No rías -dijo, a través de la estrecha abertura de la puerta, el excitado muchacho -, ese prodigio se realizará un día.

– Eso sucederá cuando Veli Lug descienda hasta Nezuka -repuso la muchacha con una nueva risa y un movimiento altivo de su cuerpo, como sólo las criaturas semejantes a ella y de su edad son capaces de hacer, y que decía más que sus palabras y su risa.

Así provocan a menudo al destino, con osadía, de modo desconsiderado, los seres particularmente dotados por la naturaleza. Esta respuesta se divulgó y corrió de boca en boca, como todo lo que ella hacía y decía.

Pero los hermanos Hamzitch no son gente que se detenga o se desanime ante la primera dificultad. Incluso cuando se trata de asuntos de menor importancia, no los rematan inmediatamente ni violentan las cosas; mucho menos, en una cuestión de tanta importancia. Una tentativa, hecha a través de los parientes de la ciudad, no tuvo éxito. Entonces, el viejo Mustaí-Bey Hamzitch tomó en sus manos el matrimonio de su hijo. Tenía desde siempre negocios en común con Avdaga. A causa de su naturaleza irritable y fiera, Avdaga había padecido en los últimos tiempos pérdidas considerables, debido a las cuales le era difícil hacer frente, por el momento, a algunos de sus compromisos. Mustaí-Bey, en tales circunstancias, lo ayudó y lo sostuvo, como únicamente las buenas personas del barrio del mercado pueden ayudarse y sostenerse unos a otros en un trance difícil: con sencillez, con naturalidad y sin discursos.

En esos depósitos umbrosos y frescos, y en los asientos de piedra pulimentada que hay ante ellos, no se arreglan sólo las cuestiones de dinero y de comercio, sino también destinos humanos. ¿Qué pasó entre Avdaga Osmanagitch y Mustaí-Bey Hamzitch? ¿Cómo Mustaí-Bey pidió la mano de Fata para su hijo Nail, y cómo Avdaga, con su rigidez y su orgullo, "la concedió"? Nadie lo sabrá nunca. Tampoco se sabrá cómo sucedieron las cosas en Veli Lug, entre el padre y su hija. Desde luego, no pudo haber resistencia por parte de ella. Una mirada llena de dolorosa sorpresa y aquel movimiento orgulloso de su cuerpo que sólo era suyo, y después una muda y sorda sumisión a la voluntad paterna, como era y es costumbre entre nosotros. Igual que en sueños, empezó a exponer, a contemplar y a ordenar su equipo de novia.

Tampoco se supo nada de Nezuka. Los prudentes Hamzitch no pedían a las gentes que registrasen su éxito en sus conversaciones. Habían obtenido lo que querían y, como siempre, se contentaban con el triunfo. No tenían necesidad de que nadie participase de su alegría, de igual modo que nunca pedían compasión cuando sufrían un fracaso.

La gente no dejaba de levantar murmullos abundantes y desconsiderados, como suelen ser los murmullos de la gente, a propósito del acontecimiento. Por toda la ciudad y por sus alrededores, se contaba cómo los Hamzitch habían obtenido lo que querían; cómo la bella, altiva y juiciosa hija de Avdaga, que no había encontrado en toda Bosnia un pretendiente digno de ella, había sido burlada y vencida; cómo, a pesar de todo, " Veli Lug descendería hasta Nezuka", aunque Fata hubiese declarado públicamente que esto no sucedería nunca. Porque a la gente le gusta hablar así de la caída y de la humillación de aquellos que se han levantado y han emprendido un vuelo demasiado alto.

Durante un mes, todo el mundo propagó relatos sobre la noticia, y, en sus conversaciones, saboreaban la futura humillación de Fata, como un delicioso néctar. Y, durante un mes, se hicieron preparativos en Nezuka y en Veli Lug.

Durante un mes. Fátima trabajó con sus amigas, con sus familiares y sus criados, para preparar su equipo. Las muchachas cantaban. Ella también cantaba. Encontraba incluso fuerzas para ello. Y se escuchaba a sí misma, mientras seguía el curso de sus pensamientos. Porque, a cada puntada que daba, aumentaba su seguridad de que ni ella ni sus bordados llegarían a ver Nezuka. No lo olvidaba un instante. Pero, trabajando y cantando, tenía la impresión de que había una gran distancia entre Veli Lug y Nezuka y que un mes era mucho tiempo. Por la noche le sucedía lo mismo; cuando, pretextando haber terminado un trabajo, se quedaba sola, el mundo se abría ante ella, rico, pleno de luz y de felices mutaciones.

En Veli Lug, las noches son cálidas y, al mismo tiempo, frescas. Las estrellas están bajas y se agitan, ceñidas por una luz blanca y vacilante. De pie ante la ventana, Fátima contempla la noche. Lleva en todo su cuerpo una fuerza tranquila, desbordante y dulce, y siente cada parte de su ser como un manantial de vigor y de alegría: sus piernas, sus caderas, sus brazos, su cuello y, sobre todo, su pecho. Sus senos, generosos y pesados, pero en esa parte de su cuerpo el peso de todo el alcor, con cuanto lleva consigo: casa, edificaciones, campos; respira con un aliento cálido, profundo, igual, que se eleva y desciende con el cielo luminoso y el espacio nocturno. Bajo su respiración, la contraventana sube y baja, toca el vértice de sus senos, los deja, en un intento de alejarse, vuelve y los roza de nuevo, para bajar y alejarse otra vez.

Sí, el mundo es grande, el mundo es enorme, tanto de noche como de día, cuando el valle de Vichegrado llamea y cuando casi se oye el madurar de los trigos que lo cubren, cuando la ciudad se ofrece blanca, extendida en torno al río verde y cerrada por la línea regular del puente y por las colinas negras. Pero es por la noche, sólo por la noche, al revivir e inflamarse los cielos, cuando se revelan la infinidad y la fuerza poderosa de este mundo en el que el hombre se pierde, sin tener conocimiento ni de sí mismo, ni del lugar al que ha ido, ni de lo que quiere o debe hacer. Sólo por la noche se vive verdaderamente con serenidad, por largo tiempo; sólo por la noche no existen las palabras que comprometen para toda la vida, ni las promesas mortales, ni las situaciones sin salida, con el breve plazo que corre y se escapa inexorablemente, y con la muerte o la vergüenza como único término y posibilidad de escape. Sí, por la noche no sucede como en la vida diurna, en la que lo que se dice una vez permanece irrevocable y convertido en ineludible promesa. Por la noche, todo es libre, infinito, anónimo y mudo.

Entonces, se oye en algún lugar de la planta baja, como si viniese de lejos, una voz penosa, profunda y ahogada: "¡Aaa-ach, kkkkh! ¡Aaaach, kkkkh!"

Es Avdaga que lucha con sus accesos de tos nocturnos.

Fata no sólo reconoce aquella voz, sino que ve perfectamente a su padre, fumando sentado, torturado por la tos y el insomnio. Cree distinguir sus grandes ojos pardos que tan bien conoce; aquellos ojos tan parecidos a los suyos, ensombrecidos por la vejez y bañados por un resplandor lacrimoso y riente, aquellos ojos en los que leyó por vez primera que su destino era inevitable, cuando le dijo que estaba prometida a un Hamzitch y que debía hacer sus preparativos para dentro de un mes.

"¡Khha, kkha, kkha! ¡akh!"

El éxtasis que sintió la muchacha hace unos minutos, ante la belleza de la noche y la grandeza del mundo, se viene abajo de pronto. El aliento perfumado de la noche se detiene. Los senos de Fata se crispan en un dulce espasmo. Las estrellas y los espacios se desvanecen. Sólo queda el destino, su destino ineludible y cruel en vísperas de realizarse, que va cumpliéndose, que se consume a medida que el tiempo pasa, dentro de esa calma hecha de inmovilidad y de vacío, que permanece cuando todas las cosas han pasado.

El sonido sordo de la tos sube desde la planta baja.

Sí, ella lo oye y lo ve, como si estuviese en su presencia. Es su padre querido, poderoso, único, a quien se siente unida indisolublemente, dulcemente unida desde que tiene conciencia de su propia vida. Y siente esa misma tos clavándose en su pecho. Es su padre el que sufre y ella sufre con él. Es la misma persona que ha pronunciado un "sí", cuando su corazón de mujer decía "no". Pero sigue en todo la voluntad de su padre. Y el "sí" de él lo siente como si fuera suyo (tanto como su propio "no"). A medida que su destino se le manifiesta con toda su dureza, a punto de realizarse, se da cuenta de que no puede escapar de él. Sólo sabe una cosa: a causa del "sí" de su padre, deberá pasar ante el caíd, junto al hijo de Mustaí-Bey; no cabe pensar que Avdaga retire la palabra empeñada. Pero también sabe que no pondrá los pies en Nezuka, porque entonces sería ella la que no cumpliría con la suya. Y es tan imposible lo uno como lo otro: la palabra de un Osmanagitch es sagrada. Éste era el dilema: el "no" de ella y el "sí" de su padre, Veli Lug y Nezuka. Tenía que encontrar una solución. Ya no piensa en los espacios del mundo grande y rico ni en el camino entre Veli Lug y Nezuka. Piensa sólo en el corto y lúgubre tramo que va desde la mechtchema [2] , donde el caíd la casará con el hijo de Mustaí-Bey, y que se halla a la salida del puente, en el lugar en que la pendiente pedregosa va a parar al estrecho sendero que conduce a Nezuka, y que ella no pisará. Su pensamiento no ha dejado de recorrer ese tramo de un extremo a otro, como la lanzadera corre a través de la tela. De la mechtchema, cruzando el centro de la ciudad y el mercado, hasta el extremo del puente; pero aquí se detenía, como si hubiese visto un abismo, atravesando de nuevo el mercado hasta la mechtchema. Y así siempre: ida y vuelta, ida y vuelta.

[2] . Lugar en el que los caídes celebran los matrimonios y administran justicia. (N. del T.)