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Solamente algunas viejas perseguían a los muchachuelos que les robaban melocotones gritando con voz fuerte e irritada algunas maldiciones:

– ¡Ojalá Dios ponga en tu camino un Hairudine que te corte la cabeza! ¡Ojalá tu madre tenga que ir a la kapia a buscar tu cadáver!

Pero los muchachos que huían a través de los cercados no podían comprender el verdadero sentido de aquellas palabras. Sabían, desde luego, que no querían decir nada bueno.

Y las generaciones se sucedían junto al puente, pero el puente sacudía, corno si fuese una mota de polvo, todas las huellas que habían dejado en él los caprichos o las necesidades de los hombres, y continuaba idéntico e inalterable.