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El viejo había llegado por la carretera de Rogatitsa y, para desgracia suya, era el primer viajero de aquel día en que se había concluido el reducto y en que se había montado la primera guardia. En efecto: cayó mal, a una hora en que todavía no había amanecido, y para colmo, llevando como una vela encendida, un grueso bastón en el que se veían grabados signos y palabras extrañas.

El reducto se lo tragó como una araña se zampa a una mosca. Fue interrogado brevemente. Se le conminó para que dijese quién era, lo que era, de dónde era y para que explicase los adornos y las letras que figuraban en su bastón. Repuso incluso a las preguntas que no le fueron formuladas; se expresaba libre y abiertamente, igual que si se encontrase en presencia del Juez Supremo y no delante de los resentidos turcos. Dijo que no era nada, ni nadie, sino solamente un viajero sobre la tierra, una sombra al sol. Los pocos días que le quedaban de vida, los iba pasando entre oraciones y visitas a los monasterios; y así continuaría hasta que hubiese recorrido todos los lugares santos, las fundaciones piadosas, las tumbas de los zares y de los grandes señores servios. En cuanto a las efigies y a las letras que adornaban su bastón, simbolizaban las distintas épocas de la libertad y del esplendor servio pasado y futuro. Porque, según decía el anciano sonriendo modesta y tímidamente, estaba cercano el momento de la resurrección y, a juzgar por lo que se leía en los libros y por lo que se veía en la tierra y en los cielos, estaba incluso muy, muy cercana. El reino de los cielos resucitaba, rescatado por la experiencia y fundado sobre la verdad.

– Ya sé que lo que escucháis no os agrada, señores, y que no debería haber hecho ante vosotros estas revelaciones, pero me habéis detenido y me exigís que os diga todo de acuerdo con la verdad: no hay otra solución. Dios es la Verdad y Dios es Uno y, ahora, os ruego que me dejéis partir, porque hoy mismo tengo que llegar a Bania, al monasterio de la Santísima Trinidad.

El intérprete Chefko traducía intentando en vano encontrar, entre sus escasos conocimientos de la lengua turca, las expresiones adecuadas para aquellas palabras abstractas. El comandante de la guardia, un anatolio enfermizo, escuchaba, despierto a medias, las palabras poco claras y poco coherentes del intérprete y, de vez en cuando, echaba una mirada al viejo que, sin temor y extraño a cualquier mal pensamiento, lo miraba y aprobaba con los ojos todo lo que decía el intérprete, aunque no supiese nada de turco. En algún lugar de la conciencia del comandante surgió con nitidez la idea de que se trataba de un medio loco, de un derviche infiel, de un tonto inofensivo y de buen humor. No habían encontrado nada en el curioso bastón del viejo que habían cortado en varios trozos, en la creencia de que estaba hueco y de que contenía algunas cartas ocultas en él. Pero en la traducción de Chefko, las palabras del anciano parecían sospechosas, olían a política y traicionaban intenciones peligrosas. El comandante, por su parte, hubiera permitido a aquel pobre diablo, a aquel simple de espíritu que continuase su camino, pero junto a él se encontraban reunidos otros militares, así como miembros de la población civil que colaboraban con el ejército, todos los cuales habían seguido el interrogatorio.

Se hallaba su sargento, un tal Takhir, hombre malvado, de mal aspecto e intenciones poco claras que ya lo había calumniado varias veces ante su jefe, acusándolo de falta de celo y de severidad. También estaba Chefko, quien al traducir había deformado manifiestamente las palabras del anciano, dándoles un sentido que perjudicaba al pobre hombre. Este Chefko gustaba de meter las narices en todas partes y de delatar e, incluso sin pruebas, era muy capaz de decir o de confirmar los malos rumores. Se encontraban allí, igualmente, aquellos turcos de la ciudad, los voluntarios que, con aire sombrío e importante, se ocupaban de hacer algunas rondas, apresando a los viajeros sospechosos e inmiscuyéndose sin necesidad en los servicios propios de la tropa.

Todos estaban allí. Y, por aquellos días, se sentían como ebrios de amargura, poseídos por una sed de venganza, de castigo y muerte. Su deseo era matar a quien fuese, puesto que no estaban en condiciones de matar a quienes hubieran querido.

El comandante no los comprendía ni los aprobaba, pero se daba cuenta de que estaban todos de acuerdo para que el reducto, desde el primer día, tuviese una víctima y temía que de oponerse a su voluntad, en el estado de exasperación en que se encontraban, fuese él el que más tarde tuviese que padecer las consecuencias. Le parecía intolerable la idea de tener que sufrir disgustos a causa de aquel viejo loco. Y de cualquier modo, el anciano, con sus relatos sobre el Imperio servio, no podría llegar muy lejos entre los turcos que, por aquellos días, se encontraban enfurecidos como abejas perseguidas. Que el agua turbia se lo llevase de igual modo que lo trajo…

Apenas fue atado el anciano y el comandante se aprestaba ya a marcharse a la ciudad para no asistir a su suplicio, hicieron su aparición unos guardianes y cierto número de turcos que conducían a un joven servio, pobremente vestido. Sus ropas estaban desgarradas, su rostro y sus manos desollados.

Se trataba de un tal Milé, un muchacho que vivía solo en la colina de Lieska y que se encargaba de cuidar un molino de agua en Osoinitsa. Como mucho, tendría unos diecinueve años. Era fuerte, vigoroso, resplandeciente de salud.

Aquella mañana, antes de salir el sol, Milé había cargado el molino con la cebada que tenía que ser molida y había abierto la gran esclusa; después, se había ido a lo más profundo del bosque, más arriba del molino, a cortar madera. Blandía su hacha y cortaba ramas de aliso joven, como si fuesen rastrojos. Gozaba con la frescura de la mañana y la ligereza con que iba cayendo la madera bajo su hacha. Se deleitaba en sus propios movimientos; el hacha estaba bien afilada y la madera delgada era demasiado frágil para la fuerza que sentía en sí mismo. Algo había crecido en su pecho, impulsándolo a exclamar a cada movimiento. Las exclamaciones se multiplicaban y se unían unas a otras. Milé, como todos los habitantes de Lieska, no tenía oído ni sabía cantar, pero, sin embargo, cantaba o gritaba en aquel lugar frondoso y sombreado. Sin pensar en nada, olvidando dónde se encontraba, cantaba lo que había oído cantar a los demás.

En la época del levantamiento servio, el pueblo, de una vieja canción popular que decía:

Cuando Alí-Bey era un joven bey,

Una muchacha llevaba su estandarte.

había hecho otra nueva:

Cuando Jorge 1 era un joven bey,

Una muchacha llevaba su estandarte.

En el curso de aquella lucha extraña entre dos creencias, que se desarrollaba desde hacía siglos en Bosnia (y hay que advertir que con el pretexto de las creencias, la verdadera pugna giraba en torno a las tierras y al poder), los adversarios se habían arrancado unos a otros, no solamente las mujeres, los caballos y las armas, sino también las canciones y muchas poesías que habían pasado así de un bando a otro, como un precioso botín.

Esta era la canción que, en aquellos momentos, se cantaba entre los servios, aunque con precaución y a escondidas, lejos de los oídos turcos, dentro de las casas cerradas, con motivo de las fiestas, o en los pastos lejanos, allí donde los turcos no ponían los pies y donde el hombre, como premio a su soledad y a su pobreza, en medio de una región salvaje, vive como quiere y canta lo que quiere. Precisamente ésta era la canción que Milé, el servidor del molinero, se había puesto a cantar en un bosque, más abajo del camino que acostumbraban a seguir los turcos de Oluiak y de Orakhovak para ir al mercado de la ciudad.

La aurora apenas iluminaba la cumbre de las colinas y, a su alrededor, en aquel lugar umbroso, sólo se percibía una luz tenue. Milé estaba completamente mojado de rocío, pero aún conservaba el calor del buen sueño, del pan caliente y del trabajo alerta. Tomó su hacha e hirió el delgado aliso cerca de la raíz; el árbol se curvó solamente, plegándose, como la joven esposa que besa la mano del sacerdote.

El aliso lo salpicó de un rocío fresco y suave como una lluvia fina, y continuó inclinado, porque el verde que tapizaba la tierra era demasiado espeso e impedía que llegase al suelo. Y entonces, el muchacho podó el verde ramaje, con una sola mano, como si fuese un luego de niños. Al mismo tiempo, cantaba. Cantaba a grito pelado, pronunciando con deleite algunas palabras: "Jorge" era algo oscuro, pero fuerte y atrevido. "Muchacha" y "estandarte" eran igualmente cosas que desconocía, pero que, en cierta medida, respondían a los deseos más profundos de sus sueños: que existiese una muchacha y que esa muchacha llevase una bandera. En cualquier caso, era agradable pronunciar aquellas palabras. Toda la fuerza que había en él lo empujaba a decirlas en voz alta y muchas veces; pero, a medida que las pronunciaba, su fuerza crecía,, obligándole a repetirlas aún más alto.

Así cantaba Milé, al alba, en tanto cortaba y podaba las ramas. Cuando terminó, bajó por la cuesta húmeda, arrastrando un haz de leña. Ante el molino, se hallaban unos turcos. Habían atado sus caballos y esperaban algo. Eran unos diez. Se encontraba de nuevo como cuando salió a buscar leña: torpe, mísero e intimidado, sin – “Jorge" ante sus Ojos, sin "muchacha" ni "estandarte" a su lado. Los turcos esperaron a que dejase el hacha y entonces se lanzaron sobre él; tras una breve lucha, consiguieron atarlo y se lo llevaron a la ciudad. Por el camino lo apalearon y le dieron patadas, preguntándole dónde estaba su "Jorge" e injuriándole a causa de la "muchacha" y del "estandarte".

Bajo el reducto de la kapia, donde acababa de ser atado el viejo medio loco, se habían reunido, junto a los soldados, a pesar de lo temprano de la hora, algunos ociosos de la ciudad. También se encontraban entre ellos ciertos refugiados turcos, que habían padecido los sucesos de Servia. Estaban todos armados y ofrecían un aspecto solemne, como si se tratase de un gran acontecimiento o de un combate decisivo. Su emoción crecía a medida que el sol se iba alzando. Y el sol, allá al fondo del horizonte, por encima de Golech, se levantaba de prisa, acompañado por una bruma clara y rojiza. Acogieron al asustado muchacho como si fuese un jefe rebelde, a pesar de que su porte andrajoso y miserable y el hecho de venir de la orilla izquierda del Drina, donde no había insurrección, descartasen tal posibilidad.

1 . Se trata de Karageorges. (N. del T.)