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Los turcos de Orakhovak y de Oluiak, desesperados por el atrevimiento arrogante del muchacho, que no llegaban a creer involuntario, declararon que había cantado de manera provocativa, al borde mismo del camino, canciones alusivas a Karageorges y a los combatientes infieles. A decir verdad, el muchacho no daba la sensación de un héroe o de un cabecilla peligroso: se veía asustado, desolado, maltrecho dentro de sus harapos. Estaba pálido y sus ojos, que bizqueaban por la emoción, miraban al comandante como si esperase de él la salvación. Como iba poco por la ciudad, ignoraba que se hubiese elevado un reducto en el puente. Por eso, todo lo que le sucedía le parecía todavía más extraño e irreal, algo así como si se hubiese perdido, en sueños, en medio de una ciudad extraña habitada por personas malvadas y peligrosas. Tartamudeando, bajando la mirada, aseguraba que no había cantado nada, que nunca había atacado el honor de los turcos, que era un pobre criado que trabajaba en un molino, que estaba cortando leña y que ignoraba por qué había sido llevado allí. Temblaba de miedo y, efectivamente, no llegaba a comprender lo que le había sucedido ni cómo, tras la solemne emoción que había experimentado en medio del frescor del arroyo, se encontraba en aquel sitio, en la kapia, herido y atado, acosado por la atención de todas aquellas personas a las que tenía que responder. Había olvidado que hubiese cantado una canción, aun la más inocente.

Pero los turcos mantenían sus afirmaciones: había cantado las canciones de los rebeldes cuando ellos habían pasado, y había resistido cuando quisieron maniatarlo. Y cada uno de ellos lo afirmaba, bajo juramento, cuando el comandante les interrogaba:

– ¿Juras por Dios?

– Lo juro,

– ¿Mantienes tu juramento?

– Lo mantengo.

La formula se repetía tres veces. A continuación, colocaron al muchacho junto a lelisías y fueron a despertar al verdugo, el cual, por lo que se veía, tenía el sueño muy pesado. El anciano miró a! muchacho quien, atontado, desconcertado y vergonzoso, guiñaba los ojos falto de costumbre de encontrarse así, aislado, en el puente, rodeado de tantas personas.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó el viejo.

– Milé -repuso humildemente el muchacho, como si continuase contestando a las preguntas de los turcos.

– Milé, hijo mío, abracémonos -y el anciano reclinó su blanca cabeza sobre el hombro de Milé -. Abracémonos y hagamos la señal de la cruz. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Se santiguó y bendijo al muchacho con unas palabras, puesto que tenía las manos atadas, y con rapidez, porque ya se acercaba a ellos el verdugo.

Éste, que era uno de los soldados, concluyó de prisa su tarea, y los primeros caminantes que bajaron de las colmas -era día de mercado- y cruzaron el puente, pudieron ver las dos cabezas clavadas sobre unas estacas nudosas, cerca del reducto. El lugar, salpicado de sangre, en el que habían sido decapitados, había sido cubierto de piedras y allanado.

De esta manera comenzó su trabajo el reducto.

A partir de aquel día, fueron llevados a la kapia todos los que, sospechosos o culpables, eran apresados por tener contacto con la insurrección. Y de aquellos desdichados, pocos eran los que salían con vida del reducto. En aquel lugar se cortaron las cabezas de los insurrectos o, simplemente, de los desafortunados; y, como la primera vez, fueron clavadas en los postes dispuestos al efecto. En cuanto a los cuerpos, si nadie se presentaba a reclamarlos, eran precipitados, desde lo alto del puente, al Drina.

La revuelta, con algunos períodos, más o menos largos, de calma, se prolongó durante años y fueron muchos los hombres conducidos al borde del agua "para que marchasen en busca de otra cabeza mejor y más razonable". Quiso el azar -el azar que pierde a los débiles y a los imprudentes- que el cortejo fuese abierto por aquellos dos seres simples, aquellos dos hombres pobres e inocentes, analfabetos, porque son a menudo víctimas de ese género las que se ven apresadas por el vértigo ante el torbellino de los grandes acontecimientos, y a quienes ese torbellino atrae irresistiblemente hasta devorarlas. Así, pues, el joven Milé y el anciano Ielisias, ejecutados en el mismo momento, en el mismo lugar, unidos como hermanos, fueron los primeros que adornaron con sus cabezas el reducto de la kapia, la cual después, y en tanto duró la insurrección, no careció casi nunca de semejante decorado. Así el recuerdo de aquellos dos desdichados a quienes nadie había visto ni de quienes nadie había oído hablar antes, quedó grabado en la memoria de los hombres más intensamente y por más tiempo que el de muchas otras víctimas famosas.

He aquí cómo la kapia desapareció bajo el reducto cruel y de siniestra reputación. Y con ella, desaparecieron también las reuniones, las conversaciones, los cantos y los placeres. Los mismos turcos pasaban por allí a disgusto; en cuanto a los servios, sólo cruzaban el puente aquellos que no tenían más remedio, y esto con la cabeza baja y apresuradamente.

En torno al reducto de madera cuyas tablas con el tiempo se pusieron grises, hasta tornarse negras más tarde, se creó en seguida esa atmósfera que rodea, indefectiblemente, los edificios donde la tropa se establece de un modo permanente. La ropa blanca de los soldados se secaba colgada de las vigas; desde las ventanas, tiraban al Drina la basura, las aguas sucias, los desperdicios y todas las inmundicias de la vida de cuartel. Por esta razón, quedaron unos rastros sucios que maculaban el pilar blanco del centro y que podían verse desde lejos.

Siempre fue el mismo soldado el que, durante mucho tiempo, ejerció la función de verdugo.

Era un anatolio rudo y moreno, de ojos amarillos y turbios, de labios de negro, de rostro hinchado y terroso, que parecía estar siempre sonriendo, con la sonrisa de las personas bien alimentadas y de buen humor. Se llamaba Hairudine y pronto fue conocido por toda la ciudad y a lo largo de la frontera. Hacía su trabajo con placer y amor propio; era extremadamente rápido y experto. Los habitantes de Vichegrado decían que tenía la mano más ligera que Muchane, el barbero de la ciudad. Jóvenes y viejos lo conocían, al menos de nombre, y aquel nombre provocaba en ellos escalofríos y curiosidad a la vez. Los días de sol se quedaba sentado o tumbado a la sombra del reducto. De vez en cuando, daba una vuelta alrededor de las cabezas que se exhibían en los postes, como un jardinero da una vuelta alrededor de sus melones; después volvía a tumbarse al fresco, bostezando y estirándose, pesado, sucio y bondadoso, como un perro viejo de pastor. En el extremo del puente, detrás del muro, se reunían los chiquillos curiosos y lo miraban tímidamente.

Pero cuando se trataba de trabajo, Hairudme se mostraba alerta y concienzudo de pies a cabeza. No le gustaba ver a nadie mezclarse en su tarea. Ésta iba aumentando a medida que la insurrección cobraba empuje. Cuando los insurrectos habían incendiado algún pueblo, la irritación de los turcos no conocía límites. No solamente apresaban a los insurrectos o a los espías o a aquellos que juzgaban como tales, llevándolos ante el comandante, sino que querían tomar parte en la ejecución del castigo.

En estas condiciones fue cómo apareció un día al amanecer la cabeza del cura de Vichegrado, de aquel pope Mihailo que, durante la época de la gran inundación, había encontrado fuerzas para bromear con el rabino y con el hodja. En medio de la cólera general contra los servios, pereció inocente. Y el escarnio llegó al extremo de que los niños cíngaros colocaran en su boca muerta un cigarro puro.

Ésas eran las cosas que Hairudine condenaba severamente y que impedía cuando le era posible.

Y cuando el anatolio murió inesperadamente del carbunco, un nuevo verdugo, en verdad mucho menos hábil, continuó su tarea; y durante algunos años más, hasta que se apagó la insurrección de Servia, siempre se vieron emerger por encima de la kapia dos o tres cabezas cortadas. La gente, que en tales épocas se endurece rápidamente y pierde la capacidad de reacción, estaba tan acostumbrada al espectáculo, que pasaba ante él indiferente y sin prestar atención y no se dio cuenta inmediatamente de cuándo terminó la siniestra exposición.

Al apaciguarse la situación en Servia y en la frontera, el reducto perdió su importancia y su razón de ser. Pero la guardia continuó durmiendo allí, aun cuando el paso estuviese, hacía tiempo, franco. En todo ejército las cosas evolucionan lentamente, pero entre los turcos evolucionaban más lentamente que en cualquier otra tropa. Y las cosas hubiesen quedado así hasta Dios sabe cuándo, si una noche, a causa de una vela olvidada, no se hubiese declarado un incendio. El reducto, hecho de maderas resinosas, que todavía estaban calientes por el calor agobiante del día, se consumió hasta su base; es decir, hasta las losas de piedra de la kapia.

En la ciudad, las gentes, emocionadas, contemplaron la enorme llama que iluminaba, no sólo el puente blanco, sino también las colinas circundantes, reflejándose con resplandores rojos y turbios sobre la superficie del río. Cuando se levantó el día, apareció de nuevo el puente con su aspecto primitivo, liberado de la pesada construcción de madera que, durante algunos años, había ocultado la kapia. Las losas blancas estaban quemadas y ennegrecidas por el hollín, pero las lluvias y la nieve lavaron pronto todo. Y fue así, cómo del reducto y de los acontecimientos sangrientos con él relacionados, no quedaron otras huellas que algunos recuerdos desdichados que se fueron esfumando, hasta desaparecer con aquella generación, y una sola viga de roble que no ardió, clavada en los peldaños de la escalera que conducía a la kapia.

La kapia volvió a ser para la ciudad lo que había sido siempre. En la terraza izquierda, según se salía de la ciudad, el dueño del café encendió de nuevo un brasero y dispuso sus utensilios.

Sólo había sufrido desperfectos la fuente, en la cual la cabeza del dragón, por donde brotaba el agua, había sido aplastada. La gente tornó a detenerse en el sofá y a pasar allí el tiempo hablando, arreglando sus asuntos o dormitando ociosamente. En las noches de verano, los muchachos cantaban en grupos; los hombres solitarios acudían también a sentarse en las terrazas, ahogando alguna tristeza de amor o un deseo doloroso y vago de marcharse a otras tierras y emprender una vida lejos (deseo de grandes empresas y de aventuras extraordinarias que a menudo atormenta a los jóvenes que arrastran su existencia en ambientes estrechos y limitados).

Unos veinte años después de todos estos acontecimientos, fue una nueva generación la que cantó y bromeó en el puente, una generación que no se acordaba de la armazón deforme que fue en tiempos el reducto de madera, ni de los gritos sordos de la guardia que, por la noche, detenía a los viajeros, ni de Hairudine, ni de las cabezas que éste cortaba con una maestría que llegó a ser proverbial.