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CAPÍTULO VI

Aparte de las inundaciones, se produjeron también otros ataques contra el puente y su kapia. El desarrollo de los acontecimientos y el curso de los conflictos humanos fueron los causantes; pero no lograron producir más daño al puente que las aguas desencadenadas, ni consiguieron alterarlo en lo más mínimo.

A principios del siglo pasado, estalló una insurrección en Servia. La pequeña ciudad, situada en la frontera misma que separa Bosnia de Servia, había estado desde siempre en relación directa y en contacto permanente con todos los sucesos de Servia, siendo su vida un puro reflejo de los mismos. Todo lo que pasaba en la región de Vichegrado -ya fuese revolución, epidemia o pánico- no resultaba indiferente a los habitantes de Ujitsa, y viceversa. Al principio, el asunto pareció lejano e insignificante; lejano porque se desarrollaba en la otra punta del bajalato de Belgrado; insignificante, porque los rumores de rebelión no constituían en modo alguno una novedad.

Desde el momento en que había un Imperio, había también rebeliones, dado que no existe un poder sin sublevaciones y sin complots, como no existe fortuna sin preocupación y sin daño. Pero, con el tiempo, la insurrección empezó a penetrar cada vez más en la vida de todo el bajalato de Bosnia y, particularmente, en la de la pequeña ciudad situada a una hora de marcha de la frontera.

A medida que el conflicto se extendía en Servia, los turcos de Bosnia se veían en la precisión de dar cada día más hombres al ejército y de contribuir con mayor prodigalidad a su equipo y a su mantenimiento. El ejército y las impedimentas que se enviaban a Servia atravesaban una buena parte de la ciudad, lo cual llevaba consigo gastos, inconvenientes y peligros para los turcos y, sobre todo, para los servios que resultaban sospechosos, y eran perseguidos y agobiados con multas mucho más que antes. Al final, cierto verano, la revuelta llegó hasta aquellas regiones. Los insurrectos, evitando Ujitsa, llegaron a dos horas de marcha de la ciudad. Allí, a cañonazos, demolieron la torre de Lutvi-bey y, en Tsrntchitch, incendiaron las casas turcas. En la ciudad, hubo turcos y servios que aseguraron haber escuchado con sus propios oídos el ruido del cañón de Karageorges 1 (por supuesto, cada una de las mociones exponía los hechos de manera completamente distinta). Pero si se podía poner en duda el que se oyese en el centro de la ciudad el eco del cañón, ya que el hombre cree oír a menudo lo que teme o lo que espera, donde no cabía vacilar era en lo que se refería a los fuegos que los rebeldes encendían por la noche en el Panos, cresta escarpada y desnuda entre Veletovo y Gostilia, y tan próxima a Vichegrado, que desde esta última se pueden contar a simple vista los grandes pinos solitarios que en aquélla crecen. Los turcos y los servios los veían bien y los observaban con atención, aparentando, tanto unos como otros, que no se daban cuenta.

Escondidos tras las ventanas y ocultos en las tinieblas de sus jardines frondosos, seguían con la mirada, primero, el encendido, después, el movimiento y, por fin, la extinción de las hogueras. Las mujeres servias se santiguaban en la oscuridad y lloraban presa de una inexplicable emoción; pero veían reflejarse, en sus lágrimas, aquellas hogueras como si fuesen las llamas fantásticas que en otro tiempo caían sobre la tumba de Radislav y que sus bisabuelos, tres siglos antes, entreveían, de igual modo y en aquel mismo Meïdan, a través de su llanto. Aquel resplandor y aquellos fuegos desiguales, dispersos sobre el fondo sombrío de una noche de verano en la que el cielo se había convertido en algo semejante a una montaña, dieron la sensación a los servios de una constelación nueva en la cual, ávidamente, leían presagios atrevidos y adivinaban, estremeciéndose, su suerte y los acontecimientos futuros. Para los turcos, fueron las primeras olas que, tras haber sumergido Servia, se estrellaban ahora contra las alturas que circundaban la ciudad. Durante aquellas noches de verano, los deseos y las oraciones de unos y otros gravitaban alrededor de aquellos fuegos, sólo que en direcciones opuestas. Los servios rogaban a Dios, pidiendo que aquella llama salutífera, idéntica a la que, desde siempre, llevaban y escondían cuidadosamente en el fondo de sí mismos, se extendiese también de este lado, sobre nuestras colinas; en tanto, los turcos suplicaban a Dios en sus plegarias que detuviese, que rechazase y extinguiese la llama, para burlar las intenciones subversivas de los infieles y restablecer el viejo orden de las cosas y la buena paz que asegura la verdadera fe. Las noches estaban llenas de murmullos prudentes y apasionados que daban lugar a oleadas invisibles de deseos y de sueños audaces. Los pensamientos, los planes más inverosímiles se entrecruzaban, triunfaban, se quebraban en las tinieblas azules que cubrían la ciudad. Pero al día siguiente, cuando apuntaba el día, turcos y servios acudían a sus asuntos, se encontraban, mostrando una mirada apagada y unos rostros sin expresión, y se saludaban y hablaban empleando los cientos de fórmulas habituales de la cortesía provinciana que, siempre, circulaban por la ciudad e iban de uno a otro como una moneda falsa y que, empero, hacían posibles y facilitaban las relaciones sociales.

Cuando, poco después de San Elias, desaparecieron los fuegos del monte Panos, cuando la rebelión fue rechazada en la región de Ujitsa, ni unos ni otros manifestaron sus sentimientos y habría sido difícil decir cuáles eran. Los turcos estaban satisfechos al ver alejarse la revuelta y esperaban que se extinguiese completamente y que desapareciese como desaparecen las empresas de los impíos y de los malvados. Sin embargo, la satisfacción era incompleta y quedaba ensombrecida por ser difícil olvidar un peligro tan cercano. Muchos de ellos verían, bastante después, dibujarse en sus sueños los fuegos fantásticos de los insurrectos, semejantes a un enjambre de chispas que corriesen por todas las colinas que rodean la ciudad, o escucharían el cañón de Karageorges, no como un eco sordo y lejano, sino como un estampido enloquecedor que arrastrase consigo la ruina.

En cuanto a los servios, como es lógico, se sintieron decepcionados una vez hubieron cesado los fuegos del Panos; pero en el fondo de sus corazones, en el fondo de ellos mismos, ese fondo que no se abre a nadie, subsistía el recuerdo de lo que acababa de pasar y la idea de que lo que sucede una vez, puede volver a repetirse. Quedaba también la esperanza, una esperanza insensata, esa gran ventaja de los oprimidos. Porque, los que gobiernan y deben oprimir para gobernar, están condenados a actuar razonablemente. Mas si, llevados por la pasión u obligados por el adversario, pasan los límites de los actos razonables, empiezan a correr por un camino resbaladizo, fijando así el comienzo de su caída. En tanto, los oprimidos y los explotados se sirven con la misma facilidad de su genio y de su locura, que son las dos únicas clases de armas que están en condiciones de utilizar en la lucha incesante, ya solapada, ya abierta, que mantienen contra el opresor.

En aquella época, la importancia del puente, por ser la única vía segura de comunicación entre el bajalato de Bosnia y Servia, había crecido extraordinariamente. Se había establecido en la ciudad, a título permanente, un destacamento militar que montaba guardia en el puente y que fue mantenido incluso en los períodos de calma. Para satisfacer su misión del modo más eficiente y con el menor esfuerzo posible, la tropa se puso a levantar un reducto de madera en medio del puente; un verdadero monstruo de fealdad a causa de su forma, su posición y los materiales que lo integraban. Lo cual no resulta demasiado extraño si se tiene en cuenta que todos los ejércitos del mundo elevan para sus fines exclusivos y sus necesidades momentáneas construcciones semejantes que, desde el punto de vista de la vida burguesa y de las exigencias de la paz, ofrecen un aspecto absurdo e incomprensible. Era una auténtica casa de un piso, pesada, hecha de vigas y de espesos tablones, con un pasadizo por debajo, parecido a un túnel. El reducto quedaba algo más alto, reposando sobre unos fuertes pilares, de suerte que abarcaba el puente, apoyando sólo en la kapia sus dos lados; uno, sobre la terraza izquierda, otro, sobre la derecha.

Por debajo, había un camino expedito para los vehículos, los caballos y los peatones; pero desde arriba, desde el piso en que dormían los guardianes y al que se subía por una escalera de madera de enebro, colocada en el exterior, se podía vigilar en todo momento a quienquiera que cruzase el puente, y verificar sus papeles y controlar su equipaje y cerrarle el paso en cualquier instante, si era preciso.

El reducto cambiaba por completo la apariencia del puente. La hermosa kapia desaparecía bajo aquella construcción de madera que, encaramada sobre los pilares, parecía acurrucarse sobre sí misma como un gigantesco pájaro deforme.

El día en que el reducto estuvo listo, exhalaba todavía olor a enebro y los pasos resonaban en el vacío. La guardia se instaló inmediatamente. Desde el amanecer de la primera mañana, el reducto, como una trampa, atrapó a sus primeras víctimas.

Cubiertos por un sol rojizo y bajo, se habían reunido en las primeras horas de la mañana, junto al reducto, algunos soldados y unos ciudadanos armados, unos turcos, que, de noche, montaban guardia alrededor de la ciudad, colaborando así con la tropa.

En medio del grupo, sentado sobre una viga, se encontraba el comandante de la guardia, y ante él se mantenía en pie un viejecito, con la apariencia de un peregrino, que parecía, a la vez, un monje y un mendigo; resultaba dulce y apacible, bastante limpio, y agradable dentro de su pobreza, despierto y sonriente a pesar de su cabello blanco y su arrugado rostro. Era un buen hombre original, llamado lelisías y procedente de Tchainitcha. Ya hacía años que, siempre dulce, solemne y sonriente, visitaba las iglesias y los monasterios, frecuentaba las asambleas de fieles y las fiestas patronales, rogaba a Dios, se prosternaba y ayunaba. Sólo que, antaño, las autoridades turcas no le prestaban atención y lo dejaban circular, como si fuese un anormal, un pobre hombre, y le permitían ir donde quería y decir lo que quería.

Pero ahora, a causa de la insurrección que hacía furor en Servia, los tiempos habían cambiado, trayendo consigo medidas más severas. Habían llegado de Servia algunas familias turcas cuyos bienes habían sido incendiados por los revoltosos. Propagaban el odio y exigían venganza. Fueron montadas guardias en los puestos avanzados y se reforzó la vigilancia, pero los turcos del país continuaban preocupados y llenos de rencor y mal humor y lanzaban sobre todo el mundo miradas sanguinarias, cargadas de sospechas.

1 . Karageorges o Jorge el Negro fue el héroe de la rebelión servia de 1804, contra la dominación turca. (N. del T.)