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El carnicero se levantó.

– Trabaja demasiado -dijo a Mercier-. No va a ganar nada arruinando su salud. Debería cuidarse… ¿Qué haríamos sin Le Citoyen para expresar nuestras opiniones?

Mercier se encogió de hombros. Pero levantó la mirada, satisfecho.

– Siempre hay tanto que hacer. La edición de la próxima semana ni siquiera está medio lista.

– Lo que me recuerda… -Ricard se acercó a la ventana y se detuvo con la mano en el pestillo-. ¿No me dijo que nuestro amigo aquí presente se había ofrecido para escribir algo para usted? Sobre la higiene y la enfermedad, ¿no es así, doctor?

Joseph había estado contando monedas para sumarlas al montón de la mesa. Se puso colorado y murmuró una frase ininteligible, se le cayó una moneda y se agachó agradecido debajo de la mesa para recogerla. En un momento del invierno había sugerido el artículo a Mercier, quien había fruncido el entrecejo y dicho: «Ya le avisaré». Y en eso había quedado todo, o eso había creído él. Pero era evidente que el impresor se lo había mencionado a Ricard; burlándose, sin duda, de la osadía de Joseph al pretender…

– Un tema que viene al caso, ¿no le parece? La clase de material que Le Citoyen necesita para demostrar que está bien versado en las preocupaciones cotidianas. Consejos prácticos junto con el debate sobre la relación entre la enfermedad y las condiciones de vida antihigiénicas. Debería acompañarlo de un editorial denunciando a los terratenientes que rehuyen sus responsabilidades.

Joseph se guardó la moneda en el bolsillo y, cogiendo su maletín, permaneció con la cabeza gacha. Por fortuna, Chalabre y Luzac ya estaban en mitad de las escaleras. Se acercó con sigilo a la puerta.

Ricard abrió la ventana de par en par, estiró los brazos hacia la cálida noche y se volvió de nuevo hacia el impresor.

– Supongo que no tendrá inconveniente.

Toda la atención de Mercier parecía concentrada en la hoja de papel que rompía en trozos cada vez más pequeños. Sin levantar la mirada, replicó:

– Será preciso revisarlo, por supuesto, eso debe quedar claro.

– Me refería a la ventana -dijo Ricard, y salió de la habitación.

6

Su habitación, en una esquina, tiene dos ventanas: una mira al patio y al parque, la otra está orientada al este, al pueblo, a campos de rastrojos donde han soltado los gansos para que coman, a colinas, próximas y lejanas. Allí, debajo de la vista más amplia, está sentada Sophie. Lleva sentada… ¿es posible que media hora?

Se obliga a poner boca abajo el retrato a lápiz y lo desliza debajo del catálogo de Poitiers, que está abierto en su escritorio. Por fin es posible valorar, ordenar, clasificar las rosas.

El cultivador hace propaganda de treinta y ocho variedades. La más barata, una Rosa Mundi entre rosa y roja, por ejemplo, cuesta veinticuatro sous. La más cara, a doce livres, es un nuevo rosal descrito como Moss Provins: «Égalité. Hermoso, de flores de color rojo rosado, muy dobles, dispuesto en arbusto. Follaje ordenado orientado hacia arriba. Intenso aroma. Crecimiento abierto. Hasta una vara y media de altura». Un rosal que combina las espectaculares flores típicas de los rosales Moss con el follaje vertical de su antepasado Provins… Pero a ese precio, Égalité está más que fuera del alcance de Sophie. De todos modos, seguro que coge moho, como todos los Moss, y «crecimiento abierto» es otra manera de decir que hace falta sujetarlo.

¡Doce libres! Se pregunta cuánto está cobrando Tassin por sus rosas de China, demasiado escasas para aparecer en su catálogo. Ella le había cobrado treinta livres la docena y se había felicitado por su sagacidad. Debí pedir consejo a Rinaldi, piensa sombría. Tal como están las cosas, ya no me queda nada. Y enseguida, porque está preocupada por el dinero, considera gastar más a modo de consolación: una Blanche de Belgique tiene un precio muy razonable de dos livres…

– ¿Qué estás haciendo? -Claire, con la espalda arqueada, entra sin llamar. Se echa con exagerado cuidado en la cama, suspira y, al cabo de un ratito, vuelve a suspirar.

Sophie se dice que no va a levantarse de un brinco, ir a buscar cojines, colocar bien las almohadas.

– Sophie -dice Claire débilmente-, mi espalda… ¿Te importaría…?

Sophie se levanta de un brinco, va a buscar cojines, coloca bien las almohadas. Reconocer un hábito no es lo mismo que modificarlo; la aquiescencia llega únicamente a un precio más alto.

A modo de gracias, Claire repite su pregunta.

– ¿Qué estás haciendo?

– Hojear un catálogo de rosas. ¿Cómo estás hoy?

– Como siempre… hinchada, cansada, fea. -Y con sinceridad-: Aburrida.

– ¿Quieres que te lea algo? O podemos coger una prenda que remendar y charlar.

– Oh, ¿lo harías? Pero un libro no… todas esas historias de virtud alegremente premiada o trágicamente castigada.

– No tiene que ser una novela. A veces la Encyclopédie puede…

– Debería hacer un esfuerzo para acabar de bordar ese chaleco. No es que crea realmente que vaya a haber un final… No logro recordar cómo era la vida antes de este niño. Mi costura está en la habitación. O en el piso de abajo. ¿Podrías…?

Cuando Sophie vuelve, su hermana tiene el entrecejo fruncido.

– ¿Es Olivier llorando? ¿Lo has visto hoy?

Sophie escucha.

– Es alguien llevando cerdos por el sendero. Angélique ha sacado a Olivier de paseo. Hasta el río, creo.

– ¿Llevaba su camisa abrigada? Hice bien en no dejarle ir a ese horrible país, ¿verdad? La pobre Anne.

La última carta de Anne traía la noticia de que su bebé recién nacido, el tan anhelado hijo, había muerto de fiebres. Están apenados, por supuesto, por esa pequeña y lejana tragedia, pero no sorprendidos. Inglaterra es humedad, miasmas, niebla, la enfermedad que te invade el cuerpo con cada bocanada de aire que inhalas; lo raro es que alguien logre sobrevivir. ¡Y la comida…!

De Hubert o Sébastien, combatiendo con las fuerzas contrarrevolucionarias, no se ha sabido nada. Pero la carta de Anne decía que, según un conocido francés «que vive como un indigente en una propiedad vecina, donde está empleado como mozo de huerto», habían destinado a su regimiento a Verdún.

Pero eso fue hacía meses, a principios de verano. A partir de entonces la guerra se había recrudecido. La traición hizo caer Verdún en manos de los incontenibles prusianos. La artillería francesa bombardeaba la ciudad cada día, desesperada por recuperarla. El pánico se extendía hacia el oeste por la carretera que lleva a París. Pollos, abuelas y aparadores fueron subidos a carros, todo el mundo sabía qué ocurriría si el pueblo caía en manos del enemigo; las arterias que conducían a la ciudad estaban coaguladas de miedo.

Claire nunca menciona la guerra salvo para quejarse, como todos los demás, de la escasez, los inconvenientes, los precios. Si se pregunta qué ha sido de Hubert -bajo sitio en la guarnición de Verdún, avanzando con dificultad por un campo donde el aire es del color de la herrumbre, yaciendo en alguna colina boscosa con hojas chamuscadas sobre su cabeza-, si Claire piensa en todas esas cosas, no lo dice. Inclina su cabeza morena sobre una pequeña prenda blanca donde unas diminutas y exquisitas puntadas describen un arabesco verde salvia.

Sin motivo aparente, el hilo de Sophie se enreda.

Claire se pone a hablar de su modista de Toulouse, que afirma saber interpretar los sueños.

– Dijo a Marianne que soñar con serpientes significaba una muerte en la familia, y dos días después murió el jilguero de su madre. ¿O era una anguila? No me acuerdo.

Últimamente, conforme la tierra se inclina alejándose del sol, el ansia ha sido soñadora, plagada de introspección. Sophie se sorprende volviendo una y otra vez al retrato que le dibujó Stephen, como si examinándose como él la veía, pudiera por fin aprender… ¿qué? ¿La sintaxis de la dignidad? ¿La gramática del consuelo?

Ha absorbido una gran cantidad de literatura amorosa y reconoce que no presenta ninguno de los síntomas convencionales. No es en Stephen en lo primero que piensa al despertarse o en lo último que piensa al cerrar los ojos. Si él se marchara para siempre, sabe que ella no moriría ni enloquecería de pena. Durante largos períodos de tiempo no piensa en él en absoluto. Lo encuentra encantador, afectuoso, deseoso de complacer; a pesar de todo ello, reconoce que es demasiado volátil e indulgente consigo mismo.

Es bien parecido, por supuesto.

La gente que no lo es puede reaccionar ante la belleza física con envidia, asombro o desdén, pero nunca con indiferencia.

Un anhelo inarticulado de perfección, que viene de muy antiguo.

Ella sabe, sin necesidad de volver la cabeza, cuándo ha entrado en una habitación o salido de ella. Es consciente del subir y bajar de su pecho al respirar, percibe el movimiento de sus pestañas. De su cuerpo al de él se extienden diez mil filamentos invisibles.

Él alarga una mano para coger un vaso, un libro, una manzana.

Ella se inclina hacia el vacío.

– Sophie, me gustaría que dejaras de pensar en esas rosas. -Claire está sosteniendo dos madejas de seda-: ¿Cuál?

– La violeta.

– ¿De veras? Oh, no, yo prefiero la azul.

7

Una nueva ley había suprimido la necesidad de sacerdotes, iglesias, sacramentos. En lo sucesivo el matrimonio era un contrato civil. Bastaba con colgar fuera del ayuntamiento un aviso: «Se anuncia el enlace matrimonial de Monsieur Louis Peronne (viudo) y Mademoiselle Isabelle Ducroix (soltera) que desean vivir juntos en matrimonio legal y que hoy se presentarán en las oficinas municipales para reiterar su promesa y hacer que sus intenciones sean legalizadas por las leyes del Estado».

La sala, como todas las salas municipales, olía a cera para muebles, tinta y sudor. Estaba dominada por una estatua enorme de Himeneo blandiendo una corona de flores y una antorcha. Cogidos de la mano, los novios se subieron a una tarima donde un funcionario inferior con un fajín tricolor les informó que el matrimonio se asemejaba a una conversación entre dos personas, y que confiaba en que la suya fuera larga y dichosa, sin ninguna pausa.

Qué agotador parece, pensó Sophie. Se fijó en el hijo menor del novio, pero este frunció el entrecejo y desvió la mirada.

El oficial, un joven serio que se había quedado levantado hasta tarde discurriendo esas cosas, decía a la pareja que el amor de un hombre por su esposa era análogo al amor del Estado por sus ciudadanos. Tras una pausa para que se asimilara la solemnidad del símil, formuló la tradicional pregunta a la pareja de novios, quienes afirmaron al unísono sus intenciones. Eran marido y mujer.