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Isabelle, baja, delgada, poco agraciada, pone una mano junto a la de Sophie en el mármol.

– Tengo algo que decirte. -Tiene las uñas bonitas, óvalos rosa pálido con pequeñas medialunas brillantes-. Estoy prometida.

– No es posible -dice Sophie antes de poder detenerse.

– Se llama Louis Peronne. No le conoces. Un primo… bueno, una de esas personas a las que llamas primo aunque no lo es en realidad. Un farmacéutico. Padre hubiera preferido un hombre de profesión liberal, pero no tengo lo que se dice mucho donde escoger. Louis es viudo. Con dos hijos, los dos casados y viviendo en Cahors. Él es de aquí, volvió hace ocho meses, al morir su mujer. -Isabelle habla sin parar-. Tiene cincuenta y seis años.

– Es una noticia maravillosa. Espero que te haga inmensamente feliz, estoy segura de que lo hará. -Sophie recorre con un dedo el dorso de la mano de su amiga, le da palmaditas en la muñeca. Qué calor está haciendo, más propio de julio que de abril.

– Me gustaría tener hijos -dice Isabelle-, antes de que sea demasiado tarde.

– Sí.

– Él parece amable.

Ella se inclina para darle un beso.

– Tendrá que responder ante mí si no lo es.

Cerca de ellas, un hombre está dando instrucciones a su hijo.

– Cuando se contempla una vista, hay que buscar la simetría y admirarla.

El niño, de unos ocho años, tiene exactamente la misma cara seria de su padre. Mira fijamente las estatuas, los senderos, la gente, los pájaros, la luz que cae de refilón, los olmos de hojas nuevas.

– ¿Es eso? ¿Allá, junto al agua?

De este modo el momento se endereza, y Sophie e Isabelle se miran y sonríen.

– Yo quería casarme lo antes posible -dice Isabelle-. Ya he esperado bastante. Pero Louis tendrá un nieto pronto y su nuera no quiere viajar con el calor, así que hemos decidido que en septiembre. Imagínate, Sophie, seré abuela antes que madre.

Vuelven a adentrarse en el parque, donde el soldado pasea cogido del brazo de su novia, en cuyo brillante pelo la luz cae como miel. Sophie aparta la mirada. Ahora soy la única, piensa.

– Tengo una confesión que hacerte -dice Isabelle, acercándose-. Debes prometerme que no te reirás. -La buena de Isabelle, que quiere regalarle la confesión de una pequeña locura-. Llevo todo el otoño y el invierno fantaseando… bueno, me he sorprendido pensando en Joseph Morel. A veces antes de desayunar. Cuando tuve esa fiebre, ¿te acuerdas?, él vino casi cada día a verme y yo… ¿Sospechabas algo?

Sophie hizo un gesto de negación.

– Continuamente buscaba pretextos para mencionar su nombre. Estaba segura de que te darías cuenta. -Unos gorriones extáticos baten las alas al pie de un árbol, gorjeando con fuerza-. No es que… Sabía que me miraba como a una paciente más. Era… no sé, una especie de locura. -Coge a Sophie del brazo-. Es totalmente distinto con Louis. Con Louis -dice con firmeza- no hay nada de todo eso. -Luego, porque su amiga calla-: ¿Crees que fui muy tonta?

– No, no, en absoluto -responde Sophie.

Antes de tener a Brutus, había tenido miedo a la oscuridad. Su hermana le dejaba una vela encendida en su habitación por las noches, y luego se preocupaba. Una imagen borrosa en los lindes de su memoria mostraba a Sophie entrando de puntillas en su habitación para asegurarse de que no ardían las cortinas de la cama; el cabello le caía suelto sobre los hombros, envueltos en algo azul.

Sophie insistía en que las polillas habían atacado el chal indio y se había desprendido de él hacía demasiado tiempo para que Mathilde, que entonces solo era un bebé, lo recordara. En cualquier caso ella nunca se lo había puesto, decía Sophie, era de Claire, se lo había enviado su padrino de Pondicherry. Matty había oído mil veces que este siempre enviaba a Claire un regalo para su santo hasta que, cuando ella tenía doce años, llegó una caja de sándalo con una nota dentro, escrita con su puntiaguda y casi indescifrable letra, anunciando que había conocido a un sadbu, un hombre santo errante, y se proponía cerrar su almacén y partir en peregrinación a una cueva que se elevaba por encima del mundo en las nieves del norte, en el otro extremo de ese país. Y que era la última vez que alguien tendría noticias de él.

Pero Mathilde estaba segura de haber visto el chal azul… Solo que, cuando trataba de mirar la imagen, esta se negaba a quedarse quieta. De todos modos, estaba segura.

A su lado, Brutus cambió de postura y gimió. Ella puso una mano en su tibio flanco, notando cómo subía y bajaba.

A veces la asustaba, despertándola con un ladrido o bajando de un salto de la cama para gruñir furioso a la ventana. Cuando eso ocurría, ella se obligaba a levantarse y mirar fuera para escudriñar la colección de formas que había en el jardín, de color negro aterciopelado o iluminadas por el resplandor amarillo limón de la luna.

Por lo general, al cabo de unos minutos la cola y las orejas de Brutus se relajaban, y volvía a instalarse en mitad de la cama, de modo que ella tenía que apartarlo para meterse. Pero a veces arañaba la puerta y, cuando ella le abría, salía sin hacer ruido y no volvía hasta mucho rato después de que ella se hubiera deslizado de nuevo bajo la colcha, de modo que no siempre lograba esperarlo despierta.

Ratas, se decía, o lechuzas. O algún gato del pueblo. Había que subir a las montañas para encontrar lobos, no había ninguno por los alrededores, ella ya no era ninguna niña para asustarse de las historias que Berthe contaba junto a la lumbre en invierno.

Pero en una noche sin luna, imaginaba, y a una hora muy avanzada y de mucha quietud, no serían ratas, ni lechuzas, ni gatos. Ni siquiera lobos.

Brutus le avisaría, por supuesto, mucho antes de que entraran en el patio, tal vez hasta en el preciso momento en que se internaran por el sendero. Ella miraría por la ventana y, al ver la antorcha, sabría qué hacer.

En una esquina de su habitación había una puerta baja de paneles oscuros. Se abría no al esperado armario, sino a un tramo de escalones empinados que conducían a uno de los grandes desvanes. Por ahí se proponía escapar, cogiendo la vela de su mesilla de noche y deteniéndose solo para cerrar con llave la puerta a sus espaldas; ya había puesto la llave del otro lado, para estar preparada. Brutus y ella estarían a salvo en el desván antes de que ellos aporrearan la puerta principal. Mucho antes de que ellos irrumpieran en el piso de abajo.

¿La buscarían? Se inclinaba a pensar que lo harían: contarían y sabrían que faltaba una. Los dos desvanes estaban aún más atestados últimamente con las pertenencias de Claire, lo cual le convenía. Había baúles, un armario, un escritorio con una pata rota, muchas sillas y mesas amontonadas unas sobre otras, dos pantallas de chimenea, un sofá cubierto con una funda para protegerlo del polvo, cuadros apilados boca abajo sobre el suelo de tablas de madera.

¿O sería más fácil huir si se quedaba en las escaleras y salía a hurtadillas de su habitación en cuanto ellos ocuparan el resto de la casa? Las escaleras eran bajas y estrechas, y aun cuando tiraran la puerta abajo, les costaría subirlas, tendrían que encorvarse y puede que no se molestaran en hacerlo.

Pero por alguna razón creía que lo harían.

Se tapó la cabeza con la almohada. Mejor el desván del fondo. Había considerado uno de los baúles, pero le daba miedo no poder respirar. Además, las tapas pesaban mucho. ¿Y si dejaba caer una en sus prisas por abrirla y la oían? Pero había una gran cesta, vieja y con el mimbre deshaciéndose por un lado, pero todavía resistente. Dentro había encontrado estatuillas de porcelana envueltas en una vieja cortina, así como una bandeja de madera y un par de candelabros de latón. Se había deshecho de todo menos de la cortina, y había llenado a medias la cesta con más cortinas, un mantel y un viejo edredón que soltaba plumas. La arrastró hasta una esquina lejos de la ventana, donde reinaba la oscuridad y el tejado caía en declive. Una alfombra enrollada -llevada allí con gran esfuerzo-, dos sillas volcadas, un atril para partituras y una jaula haciendo equilibrios sobre un escabel dificultaban el acceso a la cesta. A no ser que hubieras practicado.

Antes de meterse con Brutus en la cesta y cubrirse con el edredón, cruzaría el desván y abriría la puerta. Así creerían que había escapado por ahí, bajando a todo correr por las escaleras traseras y saliendo sin que la vieran para desaparecer en la noche.

¿Y después? No bajaría enseguida, dejándose engañar por la calma que reinaría en la casa. Podrían haber dejado un guardia fuera de la puerta del desván o en el pasillo al pie de las escaleras. Se quedaría donde estaba toda la noche y el día siguiente si era necesario; había metido en la cesta una botella de agua y una bolsa de nueces.

Cuando estuviera totalmente segura de que no había peligro, bajarían con sigilo las escaleras. No mirarían en ninguna de las habitaciones. Saldrían por la puerta de la cocina y echarían a correr. Vivirían como proscritos en el bosque. Brutus atraparía conejos, y ella comería bayas y frutos secos, y robaría racimos de uva cuando maduraran en los viñedos. En invierno encontrarían una cabaña de leñador; se llevaría consigo el edredón para no pasar frío, y haría un fuego con ramitas y piñas.

Tal vez llegasen hasta el mar.

Rinaldi los encontraría un día. Viajarían juntos, los tres, a tierras lejanas, donde los hombres tenían la piel como seda amarilla y las rosas florecían todo el año.

A Claire, Oliver, Jacques y Berthe los sacrificaría encogiéndose de hombros; no podía salvar a toda la familia. Con su padre tuvo sus dudas, pero él dormía arriba, no podía correr, era grande y no cabría en la cesta.

Quedaba Sophie. Su habitación era la contigua, así que tendría tiempo para avisarle. Pero su hermana estaría adormilada, y cuando por fin entendiera, querría despertar a los demás, y para entonces…

Cuando Mathilde llegaba a este punto de sus cavilaciones, se retorcía bajo las mantas. Pero no había nada que ella pudiera hacer: siendo la más pequeña de las tres hermanas, de modo que era la que se salvaría. Así ocurría en todas las historias.

Brutus se levantó y arqueó la espalda, desprendiendo una ráfaga de su olor -a bayas y hierba, indefiniblemente cálido-, y volvió a instalarse con la cabeza en la barriga de Mathilde.

Se quedó dormida antes de que él empezara a roncar.

3

Fue un parto de nalgas, aunque esa no fue la única complicación. La comadrona mandó llamarlo poco después de la medianoche. A las cinco se desplomaba en su cama exhausto, eufórico, con la mujer y el bebé dormidos a tres calles de la suya.