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Los golpes en la puerta lo despertaron de un sueño en el que encontraba por la calle un cisne con las entrañas derramándose en el barro. Esas entrañas eran blandas y brillantes, y no estaban enredadas sino que formaban ramales diferenciados de un rosa malva, nacarado; del extremo de cada uno colgaba un pequeño naipe de marfil, y él se inclinaba ansioso sobre ellos, porque si lograba…

Abrió la puerta a Ricard, que tuvo que agacharse para entrar.

– ¿Remoloneando en la cama el día del Señor? ¿No es pecado?

– ¿Qué ha pasado? -Parte de él seguía en las redes de su sueño (los colores brillantes, el mensaje de los naipes) mientras buscaba su chaqueta.

– Una emergencia, doctor: son pasadas las once y corremos el peligro de perdernos la trucha.

Él echó agua en una palangana, se la arrojó a la cara y se frotó los ojos.

Ricard le dio palmadas en el hombro.

– Deprisa, deprisa.

La porcelana repiqueteó en el lavamanos.

Los domingos por la tarde solía ir a la antigua casa consistorial donde se reunían voluntarios del club para leer en voz alta los periódicos o los decretos de la Asamblea a los ciudadanos patrióticos congregados. Se lo recordó a Ricard mientras deambulaban por la orilla del río en busca de un lugar donde instalarse.

– Estamos en junio -llegó la réplica-, deja que otro lerdo haga el trabajo.

¡Ricard, cuyo lenguaje era tan remilgado como el de una solterona y que ponía mala cara cuando otros hombres maldecían! Pero era evidente que el carnicero estaba de muy buen humor, silbando al dejar atrás las últimas casas diseminadas y pequeños mercados, y al cruzar campos de trigo que le llegaban al hombro y prados llenos de caltas hasta una curva del río bañada por el sol.

Se instalaron cerca de una hilera de álamos, no muy lejos de unos sauces que bajaban hasta el agua.

– Es aquí donde viven los peces, en las orillas con sombra… -Ricard levantó el pulgar- pero en cuanto se despierta la cachipolla, salen al sol y se hinchan.

Se quitaron las botas y los calcetines, se enrollaron los pantalones y se metieron en el limpio río, verde amarronado. Algo hizo cosquillas en los dedos de Joseph; bajó la vista y vio unas formas diminutas que se movían rápidamente en todas direcciones, y, adheridas a sus pantorrillas, perlas plateadas, una en cada vello que flotaba. Sus pies, sobre la arena dorada oscura, eran grandes peces blancos comiendo panza arriba.

Ricard, a unos metros corriente abajo, pescó la primera trucha: un remolino de burbujas, mucha confusión, un retorcimiento marrón plateado. Cuando fueron a comer tenían cuatro peces, de los cuales uno lo había capturado Joseph. Antes de envolverlos en hojas y dejar la cesta donde el agua no era tan profunda, recorrió con un orgulloso dedo su fría espalda verde jaspeada, las manchas rosadas en sus gruesos costados.

– Has atrapado el más grande de todos… casi un cuarto de kilo -aplaudió Ricard, sosteniéndolo en la palma para calcular el peso.

Comieron pan, salchichas de ajo («una mezcla de carne de cerdo y vaca, ligeramente ahumada»), un pote de rillettes y quesos de cabra espolvoreados de tomillo que se habían fundido a pesar de haber estado a la sombra. Compartieron una botella de un vino ácido, verde amarillento. Ricard se apoyó contra un álamo y fumó su pipa.

Joseph, deambulando descalzo por la orilla, decidió que había pasado demasiado tiempo encerrado en habitaciones en las que la luz del sol no entraba o lo hacía con mezquindad, en rombos pálidos y desganados que brillaban brevemente en el suelo, en una lúgubre pared. Encontró un ciruelo y volvió con la camisa llena de frutos dorados. Echó la cabeza atrás y el jugo le bajó por la garganta.

Luego, tendido de espaldas, se quitó las lentes y se quedó mirando el borrón verde plateado. Tal vez durmió un rato.

Ricard le enseñó un lugar corriente arriba donde el lecho del río estaba más profundo. Después de desnudarse quedándose solo con sus calzones que le llegaban a la rodilla, el carnicero se metió con un grito y los brazos al aire, salpicando agua alrededor. Joseph, que no sabía nadar, se tumbó sobre los codos en la zona menos profunda, donde el agua estaba deliciosamente tibia, y observó cómo Ricard cruzaba ruidosamente el río. La pierna mala de este no parecía ser un impedimento en el agua; se puso de espaldas y saludó a Joseph con la mano, flotando al sol.

Joseph se sorprendió tarareando esa nueva canción que llamaba a los franceses a las armas. Las piedras del lecho del río eran del color de su trucha. Observó a Ricard, en mitad de la corriente, escupiendo agua. Había libélulas semejantes a luz esmaltada.

Se puso boca abajo y movió los miembros con cuidado. Cerrando las mandíbulas y conteniendo la respiración, sumergió la cabeza y la sacó resoplando. El carnicero le arrojó agua a la cara a manotazos. Él trató de vengarse, pero Ricard se sumergió y se alejó buceando; a continuación salió del agua chorreando, perlado de luz, leonado, imponente, magnífico.

Comieron la última salchicha y terminaron las ciruelas.

Ricard le dijo que había crecido en el campo, y que no había ido a vivir a Castelnau hasta los nueve años, cuando entró de aprendiz con un tío suyo. Llenando de tabaco la cazoleta de la pipa, habló, no como habría esperado Joseph, de grandes privaciones, hambre o explotación, sino de las delicias de su niñez en el campo. Él y sus hermanos recorrían el campo persiguiéndose por los bosques, buscando nidos, poniendo trampas ilegales a los conejos. Aprendió a nadar y pescar. A los seis años lo enviaban todo el día a los campos para vigilar los cultivos, y aprendió él solo a identificar los pájaros, sus distintos cantos. Eran cinco hermanos y su padre era jornalero sin tierra propia. Sin embargo, Ricard fumaba su pipa y solo hablaba, con una ligera sonrisa, de las avellanas que cogían en otoño, de los grajos en lo alto de los olmos, del topo que había capturado junto a un arroyo, de sus enormes patas rosas y su morro afilado. El topo llegó a confiar en él, iba hacia él balanceándose y chillando; también comía gusanos de sus manos.

Las sombras cambiaron de posición, se alargaron.

Una gallina de agua pasó empujada por la corriente.

La piel de Joseph olía diferente: a agua de río, a barro.

Después, cuando todo terminó y durante el resto de su vida, recordaría ese día que había empezado con un sueño.

Sus colores eran dorado y verde.

Sabía a jugo de ciruela lamido de la muñeca.

La voz de un amigo le describía en detalle la felicidad.

4

Stephen apareció con una rosa en la mano. Sus pétalos purpúreos tenían motas de color malva. Ella la identificó al instante: Belle de Crécy. Él era incapaz de poner un pie en el jardín sin arrancar una rosa. Cada vez que eso ocurría, ella se sentía, como todos los jardineros, medio halagada medio resentida.

– Hace tiempo que quiero preguntártelo -dijo él-. ¿Qué ha sido de tus rosales chinos?

Las rosas del Maestro de Escuela eran unas flores dobles y excepcionalmente largas, de un tono rosa intenso que se fundía en lila. Sophie siguió arrancando las flores marchitas, cortando limpiamente tallo tras tallo con su cuchillo dentado, llena de absurda felicidad. Él no se había olvidado.

– El año pasado vendí una docena. Y el mismo cultivador se llevó el doble esta primavera. Dice que tiene compradores que las piden desde lugares tan lejanos como Inglaterra y Holanda. -Y añadió-: Aunque supongo que la guerra pondrá fin a todo eso.

Se decía a sí misma que él solo estaba allí para hacer tiempo. Claire, aduciendo mareo o jaqueca, se había negado a bajar. Por mí solo se interesa cuando no tiene nada mejor que hacer, se dijo, luchando por no perder la calma.

Él le acarició la barbilla con la suave flor purpúrea.

– He decidido venirme a vivir a Castelnau en septiembre.

– No lo hagas… -dijo ella-. Quiero decir… eso con esa rosa. -Le temblaba el pulso. Enfundó el cuchillo y lo dejó caer en su cesta llena de pétalos marrones.

Él suspiró.

– No te enfades conmigo, Sophie. Todo el mundo está enfadado conmigo. Mi hermano me recrimina en sus cartas, Charles me aconseja que vuelva a casa. Claire no quiere hablarme. La semana pasada, poco antes de que me marchara de París, dos soldados me detuvieron en la calle insistiendo en que era un espía… ¿Te lo he contado?

– Sí, dos veces.

– Podrían haberme matado allí mismo, lo sé. Delante de mi propio estudio. De no haber sido por mi portera, que salió y gritó que se lo diría a sus madres. Este tipo de cosas no sucederían aquí. Vuestra familia es conocida en Castelnau. Y mi relación con ella.

– ¿Por qué no Burdeos, en ese caso? -preguntó Sophie. Había decidido, hacía meses, que lo que sentía era soportable siempre que él no supiera que lo sentía.

Él arrojó la rosa a la cesta.

– Porque mi tío se pondrá a buscar horarios de barcos y me hablará del deber, mientras que mi tía se sentirá obligada a buscarme una esposa. Tiene innumerables ahijadas a las que le gustaría ver colocadas.

– ¿Y?

– Al menos tres chicas desgarbadas que ríen tontamente cada vez que me ven. Cada una menos agraciada que la anterior.

– Comprendo que eso sería muy duro.

– Sophie, nunca lo hubiera dicho, pero eres cruel.

– Pero ¿qué harás en Castelnau?

– Trabajaré duro. -Él tenía mirada ausente. Sophie notó que corría el inminente riesgo de quedarse mirándolo embobada-. Podría dar clases de dibujo. Conocería a gente, participaría en la vida de la ciudad. Sería totalmente distinto de París.

– Sí.

– Y estaría cerca de… Montsignac.

– Entiendo.

– Me encantaría dar clases a Matty.

– ¿Has visto cómo dibuja?

– Con orientación, no hay nadie que no pueda mejorar.

Un rosal que se había salido de la esquina donde había sido plantado, arqueando las largas cañas hacia la luz, se le enganchó en la camisa.

– Estate quieto. -Con el ceño fruncido, ella soltó la espina.

– Querida Sophie… sé que siempre serás buena conmigo. -Y antes de que ella pudiera volverse, la besó.

Porque Claire no quería responder la pregunta que lo atormentaba.

Porque lo sabía, de todos modos.

Porque, oscuramente, percibía que el equilibrio de poder entre ellos estaba cambiando, y buscaba el modo de reafirmarse.

Porque siempre era agradable dar satisfacción cuando no requería ningún esfuerzo.

Porque Sophie estaba allí.

Por la luz del sol, las rosas.