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La siguiente pareja se acercó. El joven oficial hojeó sus notas. «Dúo. Pareado. Ríos que confluían.» Escribía poesía los fines de semana, y sabía que él era más que la suma de sus deberes municipales; sin embargo, se esforzaba por cumplirlos como corresponde a alguien sensible a la belleza inherente a todas las cosas.

Había amanecido encapotado y lloviznado toda la mañana, pero cuando la procesión nupcial salió a la plaza, el sol tuvo la atención de aparecer por detrás de nubes de un blanco sucio y el pequeño grupo de mirones bajo los plátanos amarillentos vitoreó. Costaba acostumbrarse a las novias vestidas con ropa de diario y un sombrero en lugar de flores naranjas en el cabello. Pero al menos hacía sol, manteniendo la tradición.

– No son lo que se dice unos críos, ¿eh? -comentó una mujer.

– Esperemos que ella no se lo encuentre oxidado. No parece que a él se le dé muy bien forzar cerraduras.

Joseph saludó con la cabeza a Sophie desde el otro extremo de la estancia, donde estaba de pie de espaldas a la pared.

– Esto es ridículo -dijo ella para sí, y dejó la copa, decidida a aclarar las cosas.

Pero primero estaba Isabelle.

– ¡Queridísima Sophie! Todo el mundo ha admirado mi ramo. Ven a hablarles de tus rosales chinos que florecen en otoño.

Ella arrostró ola tras ola de conversación: el tiempo (impropio), los extranjeros (antinatural), París (insoportable), el coste de la vida (incalificable), adonde iban a ir a parar (inimaginable). Para cuando llegó hasta Joseph, él ya no estaba solo.

– Sophie estaba allí -dijo Stephen-, lo ha visto todo. El amor en unas pocas frases legales. ¿Se le ha permitido besar a la novia o se han estrechado la mano como socios al cierre de un negocio?

– Bueno, el matrimonio es una especie de transacción, ¿no? Las mujeres ganan seguridad, los hombres fidelidad, y a ambos se les garantiza respetabilidad. Tal vez el nuevo sistema sea más sincero: deja el mecanismo al descubierto. -Dirigió el último comentario a Joseph con una sonrisa. Él se quedó mirándola (¡esos anteojos!) sin decir nada.

– No lo crees así, sé que no. -Stephen seleccionó una tartaleta del plato que pasaba-. ¿ Qué me dices de la chispa entre dos almas… -y con la boca llena de queso y jamón- qué me dices del amor?

– ¿Amor? ¿No estábamos hablando de matrimonio?

– Ahora te las das de sofisticada, y no pienso permitirlo. El cinismo está muy bien en París, pero me niego a entretenerlo en Castelnau. No tiene cabida en mi nueva vida de aquí.

– ¿Significa eso que se ha venido a vivir a Castelnau? -Joseph se ajustó los anteojos-. ¿Se ha instalado aquí?

Stephen asintió, masticó, tragó, habló.

– Ayer hizo dos semanas. ¿No es amable por parte de Isabelle invitarme a su boda? Ya he encontrado cuatro alumnos, y me han invitado a hablar ante la Sociedad para la Apreciación del Arte. -Con la cabeza ladeada, contempló a Joseph-. Me pregunto, Morel, si se ha planteado alguna vez tomar lecciones de dibujo. Con sus conocimientos de la anatomía humana…

– ¿Y bien? ¿Cuál es el veredicto sobre Peronne? -Mathilde, materializándose entre ellos, cogió una tartaleta-. Le he pedido su opinión sobre los avisos que exponen las Leyes de Divorcio y me ha dicho que no se había fijado en ellos. Lo que interpreto como su manera de decirme que no le parece un tema apropiado para una joven del sexo débil.

Joseph, poco acostumbrado a Mathilde, rió tras su copa.

Ella se volvió hacia él.

– ¿Qué piensa usted de las nuevas leyes?

– Son convenientes. La municipalidad proporciona el veneno así como el antídoto.

– ¿Es así como ve el matrimonio? -replicó Sophie-. ¿Cómo un veneno?

Él bajó la mirada hacia su copa vacía.

– Veneno o prisión, a menudo da la impresión de serlo. Aunque debe de haber excepciones.

– ¡Por supuesto que las hay! -Stephen, agitado, se mesó el cabello. Un tipo raro, Morel, más gris de lo que recordaba. Buscó una explicación y afortunadamente encontró una-. Naturalmente, como médico debe de estar expuesto a muchas cosas desagradables.

– Me pregunto si Claire se divorciará de Hubert -dijo Mathilde. En el silencio de cristal que recibió tal observación, ella miró a Joseph-. ¿Por qué ya no viene a vernos? ¿Se debe a que Hubert está luchando en el bando enemigo? Nosotros tampoco lo aprobamos, ¿sabe? Aunque, si le soy sincera, no podemos decir que le echemos de menos.

Joseph se había puesto rojo ladrillo.

– Stephen, Joseph, no deben monopolizar a la joven más guapa de la sala. -Radiante de felicidad, asió a Sophie del brazo con la mano que lucía su nueva y brillante sortija-. El sobrino de Louis está aquí y se muere por conocerte.

– Estábamos hablando de tu marido -dijo Mathilde-, preguntándonos si es lo bastante bueno para ti.

Antes de que Isabelle pudiera llevársela, Sophie se volvió hacia Joseph.

– Por favor, háganos una visita.

Él sonrió y miró el interior de su copa. El corazón solo era un músculo, se negaba a concederle demasiada importancia. Pero el vino del doctor Ducroix era excelente. Tenía intención de beber bastante antes de que terminara la velada.

8

La noche en que Isabelle acude a los besos de su farmacéutico tiene lugar la matanza.

El antiguo convento -que ahora sirve de cárcel provisional- lleva semanas llenándose de manera inquietante. Las órdenes de arresto han sido expedidas por un tribunal presidido por el abogado Chalabre. Este se ha creado con el objetivo específico de juzgar a los traidores, es decir, a todos los que han perpetrado crímenes contra la nación asediada. A los sacerdotes obstinados y difíciles que persisten en negarse a prestar el juramento civil los han sacado a rastras de los seminarios, colegios y parroquias donde trataban sospechosamente de pasar inadvertidos. Han censurado eficientemente la prensa monárquica, y cercado a sus impresores y periodistas. Han detenido a los parientes, amigos, dependientes y conocidos de Caussade y sus seguidores. No es difícil hacerse con sospechosos: un dramaturgo cuyo drama en verso, muy largo y muy malo, sobre la huida de la pareja real a Varennes recibió abucheos y tuvo que suspenderse dos días después de su estreno el pasado invierno; un relojero prusiano; una duquesa nonagenaria; un camarero denunciado por sus agudezas dudosas.

La mañana siguiente a la boda de Isabelle es despejada y de temperatura agradable. Saint-Pierre ha desayunado tarde varios trozos de pan con mermelada de cereza e higos en compañía del doctor Ducroix, en cuya casa ha pasado la noche, quedándose después de que el marido de Isabelle, con delicadeza pero con decisión, la desprendiera del abrazo de su padre.

El otoño siempre ha sido la estación predilecta de Saint-Pierre. Su abuelo le decía que conforme se hiciera mayor esperaría ansioso la primavera, las flores y los brotes verdes. Pero si la primavera promete tanto, ¿cómo no va a defraudar? El otoño en cambio es poco exigente y fiable, sus hojas son como tantas responsabilidades que se desprenden y flotan silenciosamente hacia la tierra.

Se sorprende a sí mismo siguiendo calles que lo llevan al río. ¿Por qué será, se pregunta, que la gente se siente atraída por el agua? Lo ha visto una y otra vez, gente agotada de trabajar duro y pasar hambre, desviándose para ir a los muelles, donde no se cansan de contemplar el río.

Piensa en el niño que pronto nacerá, en Claire, que se ha encerrado en sí misma conforme se acerca el momento y espera, espera.

Claire, su hijita de una perfección inimaginable. Cuando nació quería sostenerla para siempre en sus brazos, protegerla así contra el vendaval que arrojaba las tejas a las calles, siempre a salvo, su hermosa e insondable niña. Para descubrir un día que inadvertidamente se le había escurrido de los brazos.

Por un instante tiene dificultades para respirar, un dolor que desaparece tan deprisa como lo sobresalta.

Su corazón incompetente.

Se apoya contra un muro de color miel y sonríe, porque por una vez Ducroix ha bebido más armagnac que él.

Luego ve los cuerpos.

Ha llegado al lugar donde una puerta en el muro del convento se abre a los muelles. Han traído las carretas allí, donde el agua succiona con codicia la piedra y la madera, y hay menos transeúntes, aunque se ha formado el inevitable corro de curiosos que observan lo que están transportando a pleno sol.

Hay un muchacho de unos quince años al que le han cortado de un hachazo los genitales. Un hombre con un ojo azul brillante y un agujero pegajoso donde debería estar el otro. Una criatura de vello negro y rizado, sin cabeza ni miembros. Una mujer degollada, otra cuya lengua color malva le sale de la boca obscenamente. A varios cadáveres le faltan los brazos, las piernas, las manos… Saint-Pierre se sorprende preguntándose dónde pueden estar y recorriendo con la mirada las carretas donde se amontonan en busca de las partes que faltan, para juntarlas y volver a dejarlos enteros.

Reconoce a medias una cara aplastada que todavía rezuma pulpa: el Oráculo, un hombre maloliente de ojos jaspeados y desorbitados y una mata de pelo enmarañado que pega gritos en el mercado de cereales, haga el tiempo que haga, describiendo con precisión las brujas de pesadilla y las bestias salpicadas de sangre que lo atormentan, agarrándose a la gente hasta que alguien le paga un vaso de ginebra y luego otro y otro.

Huele a río, y por encima de ese olor percibe otro que no le es desconocido. Piensa incongruentemente en médicos y lechos de enfermos antes de ver los barriles que la mujer del gorro rojo está haciendo rodar a través de la puerta, y comprende: están lavando el patio con vinagre, para desinfectarlo.

¿Para quién?, se pregunta. No parece quedar nadie con vida detrás de esos muros.

Hace pequeños movimientos con las manos delante de su pecho, como un bebé.

Un oficial con fajín tricolor está supervisando las operaciones.

– Ciudadano Saint-Pierre -se presenta a sí mismo, añadiendo que es un «oficial de la ley»-. ¿Qué ha ocurrido aquí? -pregunta, y las manos se le disparan y aferran el brazo del hombre-. ¿Qué ha ocurrido? -repite, aunque lo ocurrido es bastante evidente mientras la cuarta y última carreta está siendo descargada.

El oficial es un joven -¡todos son jóvenes!, piensa Saint-Pierre, asiendo con más fuerza el brazo uniformado- que no se exalta fácilmente. Mira al hombre cuya cara tiene un extraño tono grisáceo y reconoce al magistrado en cuya sala ha permanecido bastante a menudo de pie contra una pared, sin llamar la atención. Que él sepa, Saint-Pierre es un buen tipo, amable con los funcionarios inferiores a quienes trata en el curso de sus tareas. De modo que el joven se muestra educado y tranquilo, soltando cortésmente su manga de esa mano con manchas de la edad que se ha adherido a la tela.