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Era cierto que en un triste día de octubre, el lúgubre edificio gris provocaba a quienes tenían asuntos que atender allí un escalofrío que su interior surcado por corrientes de aire -y sobrecargado de dorados y espejos enmohecidos- no hacía nada por disipar. Con todo, Luzac siempre era partidario de que se reunieran en el ayuntamiento en lugar de en la Victoire; el terreno ofrecía pequeñas ventajas que no le eran indiferentes. Había hecho esperar a los demás hombres en la antecámara, por ejemplo, mientras un secretario les informaba que el alcalde estaba atendiendo un papeleo importante que requería su inmediata atención. Tras un intervalo apropiado, el secretario los hizo pasar a la oficina de l.uzac, donde este se levantó a medias de detrás de una impresionante extensión de roble brillante y no hizo más esfuerzo por recibirlos, dejando que se acomodaran por la habitación lo mejor que pudieran.

Esa tarde solo eran cuatro. Mercier había alegado varias décimas y un periódico que sacar al día siguiente. Ricard, maniobrando para encajar la mole de su cuerpo en una esbelta silla municipal, comentó que él también tenía sus achaques. Ante lo cual Chalabre movió su silla todo lo lejos del carnicero y todo lo cerca del alicaído fuego que le fue posible.

Joseph, que miraba alrededor con creciente consternación en busca de una jarra o vasos, no pudo evitar sonreír. Chalabre y su mujer gozaban de perfecta salud, pero eran unos hipocondríacos inveterados. Al menos una vez a la semana les hacía una visita profesional a uno u otro.

– La reunión de ayer me pareció lamentable en extremo. -Ricard, sin mirar a nadie en particular, se concentró en su pipa-. La discordia entre nosotros solo fortalece a nuestros adversarios.

Joseph enseguida estalló.

– La discordia es la única opción honrada cuando se asesina a sangre fría a ciudadanos indefensos…

– ¡Sí, ya le oímos anoche! -El semblante pálido de Luzac se alzó desde la barricada de su escritorio-. Estamos aquí para discutir qué medidas debería tomar el municipio para rectificar la… situación.

Luzac sabía, como todos, que el municipio aprobaría las resoluciones que se votaran en el club. Como siempre, el propósito de lo que el alcalde llamaba sus «reuniones informales» era determinar tales resoluciones. Pero había que guardar las apariencias. Además, invocar a la autoridad municipal era una manera de recordar a Joseph que, a diferencia del resto, él no tenía ningún cargo en el ayuntamiento.

Ricard intervino.

– No vamos a ganar nada… -miró a Joseph- repitiendo de nuevo las quejas. El clima caldeado de la reunión era bastante evidente.

La noche anterior, un discurso vehemente tras otro habían denunciado la matanza de los prisioneros. Hubo quienes, Luzac entre ellos, hablaron de conspiraciones monárquicas, purgas necesarias y «las acciones bien intencionadas pero inmoderadas de los ciudadanos patrióticos». Pero la moción, propuesta por Joseph, de condenar las matanzas había sido aprobada por una clara mayoría.

– Me abstuve de votar porque no deseo alentar la discordia-continuó Ricard-. Aun así, hay que hacer algo para disipar los temores de que la Revolución justifica las matanzas indiscriminadas.

– Un momento. -Luzac se echó hacia delante todo lo que se lo permitió su tripa-. La semana anterior al… incidente era usted quien soltaba discursos sobre que nuestras prisiones estaban llenas de conspiradores esperando la oportunidad de levantarse contra virtuosos ciudadanos. ¿Y qué hay del editorial de Mercier pidiendo vengarse de los traidores dentro de nuestras puertas? «El árbol de la Libertad crece con fuerza en sangre impura»… ¿No es así como lo expresó?

– Espero que no esté sugiriendo que somos responsables de lo que ocurrió en el convento. -Ricard miraba a Chalabre.

El abogado se movió.

– Un comité de investigación… eso es lo que aconsejo. Entrevistas a testigos, declaraciones de los supervivientes, registros domiciliarios, interrogatorios de los sospechosos, órdenes, informes, referencias, recomendaciones. -Miró a Ricard, sentado al otro lado de la mesa, y sonrió enseñando sus dientes torcidos hacia dentro-. Solo el papeleo llevará meses.

– Excelente. Excelente, mi querido Chalabre. -La cabeza de Luzac se meneó por encima del escritorio como un ganso de feria esquivando los aros de madera arrojados por los espectadores.

– Atendí al hombre que se tiró de una ventana. -Joseph se había propuesto no levantar la voz, pero allí estaba-. Era constructor de barcos. Tocó un poco de dinero e intentó montar su propio negocio. Cuando no pudo pagar sus deudas, los administradores le confiscaron todo y lo metieron en la cárcel. No era un espía ni un traidor. Trató de alistarse, pero lo rechazaron por demasiado bajo. Era inocente.

– Sí. Por eso vamos a seguir adelante con este asunto. -Ricard sostuvo la mirada de Joseph-. Pero debemos hacerlo debidamente, asegurarnos de que se sigue lo que los abogados llaman el procedimiento debido. No queremos arrestar a quien no lo merece, ¿verdad?

– Oh, no -dijo él-, y tampoco querríamos que nada alterara las elecciones del mes que viene.

Al cabo de un rato, Ricard dijo:

– Si no podemos fiarnos los unos de los otros… -Abrió despacio las manos, como si algo se desprendiera de ellas.

¿Quién no había experimentado pánico en aquellas semanas opresivas en que todas las noticias acerca de la guerra habían sido malas? Joseph recordaba noche tras noche de insomnio, con el miedo bajándole por la columna vertebral mientras trataba de no pensar en el manifiesto de los prusianos y lo que prometía a todos los que no se habían opuesto de forma activa a la Revolución. Miró a Ricard, hundido en su asiento, y deseó decir que por supuesto nadie le responsabilizaba a él de las matanzas.

Pero el rumor se estaba propagando por la ciudad como una epidemia. Se endureció.

– ¿Es cierto que se presentaron aquí, en el ayuntamiento, dos hombres exigiendo que les pagaran lo que les habían prometido por el trabajo de esa noche en la prisión?

– ¡Bobadas! -exclamó Luzac, acariciándose su manga vacía.

Chalabre mantuvo la mirada clavada en las exangües llamas que luchaban por sobrevivir en la enorme chimenea.

– Pero la clase de hombres capaces de hacer tales afirmaciones… Se me ocurre Durand. Y ese amigo suyo de los barcos… ¿Lagarde? ¿Lebrun?

Luzac se humedeció los labios.

– Legrand.

– Eso es. -Chalabre sacó del bolsillo una bufanda de terciopelo y se la enrolló melindrosamente al cuello. Esa era la otra particularidad del abogado; siempre iba impecablemente arreglado, planchado, almidonado. Tenía predilección por los tejidos suntuosos de tonos intensos, y contaba con un sastre excelente. Joseph comprendía que era injusto, además de irrazonable, guardar rencor a un hombre por su elegancia en el vestir; así y todo, reparó en esa bufanda.

– Hace varios años Durand y Legrand estuvieron empleados en uno de mis talleres. -El alcalde empezó a tamborilear con los dedos en el escritorio-. ¡Alborotadores! Por eso me fijé en ellos.

– Y tal vez se vio obligado a despedirlos -dijo Ricard- y ahora están tratando de vengarse difundiendo esos embustes.

– ¡Eso es! -Dio unas palmaditas a su hoja de papel secante-. ¡Exacto!

– En fin, un comité llegaría sin duda a la misma conclusión.

Luzac se reclinó en la silla, desinflado.

Joseph estaba seguro de saber lo que había ocurrido. Con las elecciones tan próximas, el alcalde se habría sentido inquieto por su cargo. Las noticias de las derrotas del ejército revolucionario, el temor general a un levantamiento monárquico, la prisión atestada de sospechosos políticos… todo ello habría tomado forma en su mente como una oportunidad caída del cielo para deshacerse de la mácula del conservadurismo que lo había atormentado todo el verano. Tal vez lo había decidido una nimiedad: un encuentro fortuito, una cara de dudosa reputación reconocida al otro lado de la calle, un antiguo empleado que le había dado un empujón al salir del teatro. Probablemente no había querido más que la muerte ejemplar de unos pocos curas; eso le habría supuesto sin duda votos. Pero habría sido muy propio de Luzac dar instrucciones tan elaboradamente cautelosas que resultaran incomprensibles; muy propio de él escoger a hombres con quienes se podía contar que lo estropearían todo.

Una cosa era segura: él no iba a quedarse de brazos cruzados mientras Ricard y Chalabre permitían que el alcalde se zafara.

– Insisto en que esta investigación sea dirigida por alguien imparcial. No por algún lacayo complaciente.

Chalabre estornudó. Un par de veces. Se sujetó los pliegues de seda dorada y roja contra la nariz y fulminó a todos con la mirada.

– Había pensado en Saint-Pierre -dijo Ricard en voz baja-. No hay ningún indicio de que sea, como dice usted, un lacayo complaciente.

Joseph inclinó la cabeza; sabía que merecía el rapapolvo.

Chalabre levantó la vista del pañuelo cuyo contenido estaba inspeccionando y asintió.

– Lo siento -dijo Joseph-, no era mi intención implicar…

– Todos estamos afectados por el terrible incidente -dijo el carnicero con ligereza-. Es fácil dejar de ver las cosas objetivamente.

Sobre el fondo del cielo incoloro, una mancha escarlata se aproximaba a los tejados del oeste. Joseph pensó en Sophie acercándose a él en la boda, apartándose el pelo de los ojos. En ese preciso momento ella estaría probablemente riendo bobamente por algo que decía el norteamericano.

– Un momento. -Luzac, pasándose la lengua por los labios, hojeaba una pila de archivos. Se necesitaba autocontrol para no intervenir y ayudarle a buscar lo que con tanta torpeza buscaba. Lo observaron, tensos.

El alcalde retiró por fin una hoja de papel, le echó un vistazo y la blandió hacia ellos.

– Una carta de Saint-Pierre, exigiendo que los responsables de los… sucesos paguen por sus culpas.

– No me sorprende. Uno de mis hombres lo denunció armando alboroto fuera del convento mientras retiraron los cadáveres. -Chalabre atizó una vez más el fuego-. ¿Está resuelto entonces? Deberíamos volver a casa. Estas tardes húmedas de otoño son sumamente peligrosas para los pulmones.

– ¿No lo ven? -exclamó Luzac-. Saint-Pierre no es imparcial, está comprometido.

– Oh, no lo creo. -Ricard miró con fijeza al alcalde-. Su oposición a la matanza es precisamente la ventaja que usted necesita. Indica a todos los que están preocupados que usted no tiene nada que temer, nada que ocultar. Me atrevería a decir que prácticamente le garantiza la reelección.