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«Haced lo que os dicte vuestro corazón -aconsejaba ella años después a sus hijos cuando titubeaban entre varias opciones-. Haced lo que os dicte vuestro corazón y sed felices.»

Así, en lugar de regresar a casa Stephen había pasado el verano en Italia. En Toulouse, después de dos semanas deliciosas, Claire había expresado en alto sus escrúpulos; él se había dejado convencer. El virtuoso drama del amor al que había renunciado lo sostuvo a través de todo lo que siguió: frescos, ruiseñores, diarrea, campanarios, ópera, cardenales, rateros, mármol, limoneros, claroscuro, tumbas, vistas, malos entendidos, luz de la luna, quema-duras del sol, querubín, caseras, mortadela, cipreses, retrasos, alcantarillas, grutas, martirios, trípticos, terracota. Daba solitarios paseos a lo largo de viejos ríos y experimentaba con la melancolía.

Cuando volvió a París le esperaba la carta de su madre. Decía que lamentaba que hubiera cambiado de planes puesto que deseaba volverlo a ver. Ni una palabra de su enfermedad, por supuesto. Le decía que temía por su seguridad, que había perdido a su marido en una revolución y no quería perder a su hijo en otra.

Llevaba dos días muerta cuando él había leído la carta con una sonrisa y la había dejado a un lado. ¿La había contestado siquiera?

«Estamos perturbados por los alarmantes informes que nos llegan de los esclavos que se están rebelando en Saint-Domingue y esperamos fervientemente que los disturbios no lleguen hasta aquí.» Y más adelante: «¿Cuándo regresarás para hacerte cargo de la plantación?».

Él había querido ir. Arrojarse a los brazos de su madre, explicarles a todos que no podía hacer lo que esperaban de él, que sus ambiciones no eran los frágiles sueños de un niño, sino las resueltas intenciones de un hombre que no iba a dejarse disuadir. La semana anterior sin ir más lejos se había encontrado a sí mismo frente a la oficina de transporte, y de no haber sido porque llegaba tarde a una cita con Chalier para almorzar, habría preguntado por un camarote para el Año Nuevo.

El amor siempre era urgente. ¿Cómo podía haber creído posible posponerlo, dejarlo de lado en un estante y tomarlo de vez en cuando para quitarle el polvo?

Entre las grandes ideas redentoras que habían revolucionado su siglo estaba la creencia en que todo el mundo tenía derecho a la felicidad. La gente era en esencia buena, y todos, no solo una minoría privilegiada, tenían derecho a sacar provecho de la vida. Stephen creía sin duda en tales cosas. Piénsenlo bien antes de tacharlo de necio y equivocado.

La oscuridad había invadido la habitación a su espalda mientras el cielo invernal se teñía de rosa y malva sobre el Sena. Se apartó de la ventana, encendió velas y, sentándose a la mesa, empezó a escribir: «Amor mío, sé que acordamos que era mejor no volver a vernos».