A las dos, cuando todo el mundo se había largado, me topé con el de Francés hablando con la de Alemán. Él creía que estaban solos y le iba diciendo a voces que jugar con los sentimientos de un hombre honrado era una bajeza. La de Alemán no le hacía mucho caso y fue él entonces, la agarró de las muñecas y dijo no sé qué de hacer una barbaridad. Me di media vuelta y me puse a silbar para que me oyesen. ¡Toma del frasco!

7 noviembre, viernes

Le pregunté esta mañana al señor Moro si no nos renovarán el abrigo este invierno, porque el que tengo está para dárselo con cinco céntimos a un pobre. Me contestó que se lo diga yo a don Basilio, porque a él le duelen ya las narices de ir con esa embajada. Según el reglamento deberían renovarnos el vestuario cada tres años, pero por lo que dice el señor Moro va para cinco que no le dan un botón. Aproveché cuando don Basilio salía de clase para decírselo y él me respondió que estaba en ello, pero que el Centro no anda en fondos. Luego dijo que si le saca al Director General para la Biblioteca, retirará un pellizco para los abrigos. Le dije que reparase en el mío y a él le gibó tanta insistencia, me apartó de malos modos y me dijo que sí, y que le dejara en paz.

A Melecio le conté esta tarde lo del Pavo. Melecio quiere ir en víspera de Navidad y traer conejos para las fiestas. Me preguntó si hay algo nuevo de la chavala. No he querido decirle que la tengo en las mientes a todas horas, y que esta mañana la vi salir de la churrería y me entró un temblor de piernas que para qué. Quedamos en ir el domingo a lo de Jado.

9 noviembre, domingo

Las perdices de lo de Jado están muy bravías. Claro que también es cierto que las ovejas han entrado ya en los majuelos y no tienen donde aguardar. Estuvimos tres horas dando patadas sin disparar la escopeta. La Doly andaba trabajadora, pero como si nada. A las dos nos llegamos a un maizal sin panochas, pero con las cañas altas. Allí se armó la guerra. Las tías salían a huevo, y no dábamos abasto. Cobramos cinco en un cuarto de hora y una se me largó de ala. Al concluir la mano, se me arrancó de los pies una media liebre. Las cañas me mareaban y dejé los dos tiros cortos. Le voceé a Melecio y le ocurrió otro tanto. En la vida se llevó una pieza más maldiciones. Melecio dijo que estaba cierto de haberla sacudido. Yo le dije que alguna habíamos de dejar para que criase. A cosa de kilómetro y medio hallamos la media liebre muerta junto a un chaparro. Melecio la puso a orinar y reventaba de contento. Nos sentamos a comer en una junquera y le pregunté que qué pediría él si le dijeran que se le concedía un favor. Melecio pensó un momento y dijo luego que que el Mele fuese un gran cazador. Le pregunté por los años del Mele y me dijo que ya va para ocho. Luego nos pusimos de recordatorios, y Melecio mentó a doña Flora y el día que él se orinó en la procesión del Viernes Santo cuando iba tocando la corneta. Nos reíamos a carcajadas como dos menguados. Era por doña Flora, y por la media liebre, y por el cielo azul intenso, y por el campo abierto a lo largo y a lo ancho y por nuestras fuertes piernas para recorrerlo. Melecio explicó que no se pudo contener, y que la gente armaba dos murallas a lo largo de la calle. Le recordé yo que doña Flora, de regreso, le sacudió dos guantadas y dijo que para tanto como eso no había dado ella permiso para orinar antes de la procesión, y que había sido una vergüenza para el Grupo Escolar número 4. Habíamos terminado de comer y nos tumbamos un rato al sol, entre los juncos. Dije, luego, que yo pensaba entonces que era una eternidad lo que nos faltaba para hacernos hombres. La Doly jadeaba a mi costado, y Melecio dijo que ahora, en cambio, piensa uno que es un suspiro sólo lo que nos queda. Le dije asustado que se callara.

Por la tarde vimos correr el zorro por un teso pelado. Cojeaba de la mano izquierda. Luego empezaron a bajar las primeras sombras sobre el campo y sentí, sin saber por qué, como una tristeza. Tiré dos perdices largas por calentarme la mano. Melecio, a última hora, derribó un engañapastor porque se aburría. Hasta las doce no regresamos a casa. El rapidillo traía cuatro horas. Dicen que ha habido un descarrilamiento de la parte de Cervera.

12 noviembre, miércoles

Esta mañana bajé por una pela de churros. La chica me despachó como si fuera un desconocido. Me dolió, palabra. El hombrón miraba sin dejarlo desde su taburete y callé la boca. Luego oí decir al Pavo que la chavala de la buñolería está como un tren. Por la tarde regañé con Tochano por jugar el Rey a destiempo. Ha sido un día negro. Me acosté de mal café.

15 noviembre, sábado

Se presentó Serafín a la hora de comer y le dijo a la madre que la Modes andaba con dolores de parto. La madre se echó el abrigo y se fue con él. A la noche, regresó. Mi hermana ha abortado. Dijo la madre que era un crío muy majo. Me pasé por casa de mi hermana después de cenar. Tenían al crío en una caja de zapatos sobre la mesa de la cocina, y mi cuñado lloraba a su vera. De vez en cuando acariciaba las manitas del chaval y lloraba más recio. No me imaginaba que la muerte de algo que no ha vivido pudiera doler. La Modes se quejaba en la habitación de al lado y entré a verla. Le dije que era una pena y que parecía un crío muy majo. Me agarró las manos y anduvo llorando un rato abrazada a ellas. Luego se serenó y me preguntó que si acompañaría a Serafín mañana a dar tierra al niño. Yo le pregunté que si se enterraba con todas las de la ley a algo que no ha nacido. Ella me contó que le habían bautizado y todo, y le habían puesto Pío, como el Papa. Le dije que si aguardaban a la tarde podría ir con Serafín. La Modes me dijo que habían estado de la fábrica de mi cuñado y uno había dicho que el crío empezaba a oler. Yo le dije que si a oler con este frío, y ella insistió que eso decía uno. Le dije que eran pamplinas, y que a las cuatro iría con un coche. Me han gibado la excursión de mañana.

16 noviembre, domingo

Hoy enterramos al chavea de mi hermana. Parecía una coña eso de enterrar una cosa que ha muerto sin nacer. Fuimos los dos solos, con la caja de zapatos. Yo, por distraer a Serafín, le pregunté si la caja era de unos zapatos suyos o de la Modes, y él me contestó que se la había dado un vecino, pero que de todos modos el chaval no mediría más de un cuarenta y uno. Serafín se había colocado una corbata negra. El tío es muy aparatoso. Le puse un brazo por los hombros y le dije que tuviera resignación y que aún le quedaban cuatro. El cagueta de él empezó a hipar y pidió al taxista que parara. Se apeó llorando y me dijo que aguardase un minuto. Le vi que se metía en un bar, y entonces me apeé yo. Me preguntó el taxista si era cierto que llevábamos en la caja un niño muerto. Le dije que sí y él me pidió que se lo enseñara. Levanté con cuidado la cubierta y él dijo que era muy majo y que parecía talmente un muñeco. Me metí en la taberna con la caja bajo el brazo. Mi cuñado estaba en un grupo y tenía un campanillo sobre el mostrador. «Ve, aquí está», dijo al verme, y me quitó la caja. Le pregunté qué iba a hacer, pero no me contestó, puso la caja sobre una mesa de mármol y la destapó. Los cipotes que andaban con él se quitaron la gorra. Serafín rompió a llorar, se bebió el campanillo y pidió otro. Yo entonces me cabreé, cogí la caja y la cubrí y le dije a Serafín que me iba a enterrarlo solo. Él vino a mí y se puso a zamarrearme y a decir que el crío era suyo y que dijera otra vez lo de irme a enterrarle solo y me daba una mano de guantadas que no me iba a conocer ni mi madre. Le dije entonces que si no le daba vergüenza emborracharse de esa manera con su hijo de cuerpo presente y él se echó a llorar y se me abrazó y me dijo que el chiquillo se había muerto porque no le merecía. Como es de ley, me tocó pagar los vasos. Serafín iba voceando por la ventanilla que su hijo se había muerto porque no le merecía. La gente miraba y yo temía que a Serafín le diera algo. A la vuelta le acompañé a casa y le dejé acostado. El desgraciado me ha dado el día.

19 noviembre, miércoles

Hubo Claustro esta tarde. Como me olía que tratarían de la grati de Navidad, anduve al quite. En las citaciones se hablaba primero de los Ayudantes interinos y luego de la Biblioteca. La cosa salió a relucir en ruegos y preguntas. Don Basilio hace el canelo sometiendo estas boberías al Claustro. Al hombre se le encoge el ombligo cuando tiene que decidir solo. De todos modos nadie puso pegas y la grati se aprobó. Al subir, se lo dije al señor Moro y me soltó un bufido. Me eché a reír en sus barbas, más tranquilo que el Bomba, y esto al tío marrajo le desconcertó. ¡No te giba!

Al afeitarme, después de cenar, me encontré cara de panoli y me corté el bigote. La gorra me va peor sin él. Para la primavera me lo volveré a dejar. Con estas heladas no hay bigote que aguante.

La madre ha vuelto a decirme que anda alcanzada. Estas cosas me ponen de mal café. Ella dice que no tiene culpa, pero la fetén es que otros viven con menos. Le dije que aguarde a que se resuelva lo de la Conserjería y, si fallase, habrá que pensar en buscar algo para por las tardes.

23 noviembre, domingo

La Amparo ha caído con la gripe y en vista de ello me subí en la burra con el Mele, a lo de Herrera. La Doly nos dio la tarde, pues no se hace al soporte. La amarré, pero la tía es terca como una mula y dos veces estuvo en un tris de ahorcarse. Lo de Herrera está muy pateado y las pocas perdices que quedan se levantan en París. En toda la mañana no vi más que una liebre rabiosa que se me arrancó a dos kilómetros. Está visto que en esto de la caza lo que no se haga en septiembre y octubre no se hace luego. Comimos en la cotarra San Crispín. Desde el alto se dominan los bosques de negrales, perdiéndose en la distancia. El río corre por medio y espejea con el sol. El Mele me preguntó dónde acostumbra a anidar la perdiz, y le dije que en Castilla suele hacerlo en las cebadas y los trigos. Le estuve contando que a veces los segadores encuentran un nido con huevos y al día siguiente no queda más que el cascarón. Me preguntó si es que nacían corriendo y le respondí que algo parecido a eso. A la derecha del pinar están los barbechos, y al cabo, lo de Muro, y le dije al Mele que íbamos a seguir el lindero después de comer, a ver si había más suerte. Me prometí de antemano no pisar una hierba del coto, pero luego, al ver que no salía una mosca, maneé unos chaparros. Era tan grande el silencio que me confié y al llegar a la pimpollada tiré a la derecha y me metí tranquilamente en el coto. Casi no habíamos dado un paso cuando apareció el guarda. Le di las buenas tardes y él dijo «si no sabíamos que eso estaba penado». Puse cara de gilí y le dije que cuál. El candongo tiró de libreta y me pidió los papeles. Le pregunté si es que me iba a denunciar y si por casualidad era aquello terreno de Muro. Respondió que bien claro lo decían las tablillas. Había una a cuatro metros, pero le dije que debía dispensarme porque no obré a intención. Él se cabreó, volvió a pedirme los papeles y dijo que todos iban con la misma copla. Vi la cosa mal y le puse en la mano un billete de cinco pavos y le pregunté qué alargaba el rifle. El vivales miró de reojo la mano y respondió que como alargar puede que los dos kilómetros, pero que a esa distancia no se hace puntería. Le dije que si eran alemanes y él dijo que sí, que eran alemanes. Luego le pedí que me indicara por dónde iba la linde y me largué. De retirada, se arrancó una perdiz en unas pajas, grandota como un ganso, y le tiré por calentarme la mano. La tía zorra cayó como un trapo. Llamé a la Doly, pero no sé qué coños la pasa a esta perra que, a pesar de que la llevé donde el plumón todavía caliente, no dio con ella ni la picaron los vientos. El bicho este no vale un real. Sobre los cinco barbos, esto. Lo que faltaba para el duro. Y encima, la madre me puso jeta porque vengo de vacío. Las mujeres son así. Creen que esto de la caza es aquello de llegar y besar el santo.