Ha cambiado el tiempo. La temperatura es muy suave. Sin embargo, pronto se echará el invierno encima, y don Basilio sin hacernos los capotes. A la madre no le dije lo de los obvencionales. Por la tarde estuvo Aquilino ya totalmente repuesto. El vaina nos anunció su boda para mayo. Me preguntó si seguía incomodado por lo de la escopeta. ¡Gibar! Ya le dije que no, pero que visto como andan las cosas tiraré con la que tengo hasta que me muera.
Ya sabía yo que acabaría mal con el Pavo. Es un tipo que no distingue y un día le van a quitar la cara de un guantazo. Cuidado que le había advertido, pero el vaina entiende por la bragueta, como los gigantones. Esta mañana me salió con que la churrera está majilla, pero le falta delantera. Le dije que no me hablara así y él entonces se sintió guapo y pasó a lo otro. Se me subió la sangre a la cabeza y le dije que no metiera el cuezo en mis negocios, si no quería salir mal. Ya es la segunda vez que me pasa una cosa así. La otra fue con Tochano. Después de todo, Anita no es una tabla y si tiene mucho o poco ésa es cuestión mía.
Tuvimos reunión con el señor Moro. En Zaragoza y Barcelona han firmado el escrito. De Madrid hay también buenas impresiones. Dice el señor Moro que nada perdemos con exponer a don Basilio nuestra situación. Así lo decidimos y por la tarde fuimos a su casa. Nos recibió bien y nos dijo que entiende que las nuevas normas son provisionales, supuesto que el nuevo régimen está montado sobre la base de protección a los humildes. El señor Moro dijo, y con razón, que en términos generales podía ser así, pero que a nosotros las nuevas normas nos han hecho la santísima. Don Basilio nos prometió que verá de distraer de cualquier partida una cantidad para compensarnos momentáneamente. Don Basilio es un caballero.
Subí un par de horas a lo de la Diputación. En las tierras había perdices como para parar un tren, pero ni por un descuido aguarda una. Eché ladera arriba, y cuando menos lo esperaba caí un conejo. Había un bando de palomas rondando y me tapé tras unos zarzales. No llevaba diez minutos cuando el bando se me metió en la escopeta, disparé los dos tiros a cascaporrillo y bajé ocho. Las metí en el morral por miedo al dueño del palomar. Desde la loma veía apeonar las perdices por las tierras bajas, siguiendo los surcos. ¡Qué bonitas son las condenadas! Regresé a comer. Mañana no entran ya los chicos en clase y me espera un mes tranquilo.
En el café me dijo Tochano que para el domingo iremos a Aldeachica con los Currinches de ojeadores. Llevan cinco duros y la merienda, pero un día es un día. Me dan miedo los morros de Anita, pero le dije que de acuerdo.
Esto ya lo sabía yo. Cuando le comuniqué a la chavala que mañana no podríamos salir porque regresaré tarde del campo, me salió con que estaba harta, y que escogiera entre ella o la escopeta. Insistí en que eran cosas distintas, pero ella dijo que se había hecho a la idea de ir mañana a la Cerve, y que iría a la Cerve aunque tuviera que alquilar un acompañante. Me puso negro y ya embalado le dije cuántas son cinco. Se quedó tan terne y me respondió que aguardaría hasta las siete, y que a esa hora se largaría conmigo o sin mí. Ya mosca, le planté que podía ahorrarse la espera y ella dijo entonces que si no iba yo mañana, no fuera tampoco pasado. La dejé plantada con la palabra en la boca. No es más que una criatura consentida que va siempre con el «yo» por delante, caiga quien caiga. No me conviene. Así. Después de todo, otras mujeres hay. Tonto soy en tomarme este sofoco. Si fuese otra cosa lo dejaría, pero Tochano dice que en Aldeachica entran las perdices planeando y son grandotas como gansos. A ella ya se le pasará, y si no se le pasa, aquí paz y después gloria. Otras más apañadas se quedaron para vestir santos.
Llegamos a Aldeachica sin retraso y los Currinches nos aguardaban en la estación. Desde la estación se divisa el campo ondulado hasta los tesos de Quintanilla. Es un cazadero hermoso y la perdiz no tiene más defensa que la falta de maleza. Aldeachica, de no cazarlo en septiembre, no admite más que el ojeo. El primero lo dieron los Currinches sobre la Cotarra del Cuervo y bajamos cinco. Yo me lucí en un doblete de aúpa. La verdad es que se me metieron encima más de un ciento de ellas. Brillaba un sol vivo arriba y los bichos entraban planeando, confiados. En el segundo ganchito, los Currinches nos colocaron en la cortada de un camino. Las perdices aparecían de repente y no hubo manera. Así y todo, Melecio y Tochano hicieron una cada uno. A la hora de comer llevábamos trece y una liebre hermosa que ante los caños de Zacarías se puso a hacer títeres. Por la tarde, en el segundo ojeo, sentí batir el aire lo mismo que si se arrimara un ciclón. Me empiné sobre la mimbrera y vi venir el bando de avutardas. Me quedé sin habla. Le quise silbar a Melecio, pero los labios se me pusieron como tontos, y no respondían. Le hice una seña y él aprestó la escopeta. Volaban con todo el reposo y eran tan grandes que parecían aviones. Las encañoné fuera de tiro para asegurarlas, y las fui siguiendo por los puntos de la escopeta. Sentía una cosa en el pecho que no me dejaba ni respirar. De repente oí un tiro y la de la izquierda vaciló, la vi que perdía altura y entonces tiré yo sobre la más próxima. La zorra de ella se desplomó como un elefante. Marré el segundo por no reportarme. Cuando salimos de los puestos parecíamos un corro de locos. Se me hacía difícil creer que unos animales así, tan lucidos, no tuvieran dueño. Melecio había derribado otra y Tochano otra. Cuando las juntamos, Zacarías seguía mirando el bando con la mano en los ojos. De repente se puso a vocear que había pegado a dos y se echó a correr tierra abajo diciendo que una había caído sobre la línea del río. Aún dimos otro ganchito a la derecha de la vía y bajamos dos perdices. Camino del pueblo se nos juntó Zacarías. El tío venía negro y dijo que sin perro es bobada buscar un pájaro en la maleza. Tochano le dijo de cachondeo que ni que fuera un gorrión. El otro se puso de monos. Merendamos en la tasca de Peporro. El hombre había preparado una fabada en forma y teníamos apetito. Cuando empezamos eran las siete. Cogí el porrón y adentro. No dejé de beber hasta que se pasaron las siete y media, y el recuerdo de Anita se largó. En el tren devolví. Di el espectáculo. Me metí en cama tan pronto llegué a casa.
Cinco días sin ver a Anita. Que no olvide que si ella es burra yo lo soy más. Otras mujeres hay. A cambio, don Basilio nos largó hoy las dos mil a tocateja. Aún el señor Moro le hizo ver que de esta manera perdemos la grati de Navidad, pero don Basilio se cabreó y voceó que pedíamos más que un hijo tonto. El señor Moro le dijo que no lo tomara por ahí, pero don Basilio respondió, y con razón, que le dijera por qué otro sitio podía tomarlo. La madre se puso más hueca que un pavo real cuando le di los billetes. Llevaba unos días murria desde que Tino avisó que tampoco vendrán este año. El dinero no le empapa el llanto, pero le enjuga una lágrima, como diría el otro.
Mañana el sorteo de Navidad. Llevo cinco duros en el Centro, cinco en el Secretariado y tres con Melecio. Si no toca este año, no toca nunca. Decididamente, si cae, mañana a estas horas soy socio de un monte. Cada día es menos rentable esto de cazar a rabo en campo abierto. Se muele uno por nada. Dice Tochano que en la Argentina hay una liebre en cada yerbajo. Por lo visto allá no se cotizan. ¡Ya podría ocurrir aquí lo propio! Si mañana tengo suerte, soy capaz de sacarme un pasaje y hacerme una nueva vida allí. El cuñado de Zacarías dice que aquél es el país de las oportunidades para el que quiere trabajar. ¡Habría que ver la cara de Anita cuando yo regresara de allá con un bote de ocho metros y una buena mujer a mi lado! Se lo dije a la madre y me salió con que si de veras pensaba trabajar sabiendo que había una liebre detrás de cada yerbajo. A fin de cuentas tampoco sería perder el tiempo fabricar conservas de liebre para la exportación. Claro que para eso hace falta un capital, pero, bien mirado, cinco duros en el gordo tampoco es paja. Quita pasajes y aún restan cerca de los treinta y cinco mil machacantes para iniciar el negocio. Se lo propuse a Melecio en cuanto llegó y el torda dijo que eso son chiquilladas. ¡Pamplinas! A fin de cuentas, yo solito tampoco me iba a perder. Con un pellizco en el tercero aún me arreglaba. Nadie me manda empezar con más de dos hombres: uno para deshuesar y escabechar las piezas y el otro para envasarlas. El mismo Ford no empezó más desahogado. Con el tiempo iniciaría incluso otro negocio con las pieles, porque la piel de las liebres, sin ser cotizada, puede ser útil. Incluso podría tomar negros para las faenas más duras. Dice don Rodrigo que el negro, sobre ser fiel, tiene gran capacidad de trabajo. Con la cosa encarrilada me vendría a Europa a buscar gerente. Tampoco don Rodrigo le iba a hacer ascos, creo yo. Ahora, eso sí, por mucho personal que llegue a tener, el encargado de matar las liebres seré siempre yo. No quisiera hacerme a la vida regalada. Dispondré de un equipo señor, una Jabalí repetidora, una jauría de setter y todas las comodidades que se quiera. Eso está muy bien, pero el alba me cogerá en la pampa y me llevaré cada día dos gauchos para que acarreen las piezas muertas. Claro que no me daré pechugones y cazaré con método y, desde luego, nada de laderas. Lo malo es que, tiro aquí tiro allá, pronto acabo con las liebres de la Argentina, y entonces… Sí, es una pega esa. De todos modos, para cuando las liebres quieran extinguirse, ya tendré el suficiente crédito para dedicarme al pescado. Cualquier cosa. Ya se sabe que dinero llama a dinero. Lo que hace falta es que toque el gordo mañana.
Nada. Otra vez cero. Me tiré la mañana frente a la pizarra del periódico, todo para ver que sigo siendo tan pobre como ayer, más pobre que ayer, ya que ayer por lo menos tenía ilusiones. Hoy, ¡mierda! Estoy aliquebrado y me duelen las muelas y me duele todo. Me giba haberme ido del pico con Melecio. Sólo me falta que cuando le encuentre se ponga de cachondeo.