He estado un rato en la azotea contemplando las luces de la ciudad.

23 agosto, sábado

Tengo un remusguillo dentro del cuerpo que no me lamo. He sacado a la cocina las botas, los pantalones de dril, la camisa vieja, la canana, la percha y la escopeta. No quisiera despertar a la vieja cuando salga de madrugada. Melecio estuvo aquí por la mañana y por la tarde. Con unas puntas afirmamos el cajoncito en el soporte de la bicicleta. Melecio trajo los pistones que nos recargaron en la cárcel. Supone una buena economía porque hoy día los pistones son un renglón. Le pregunté a Melecio si sabía dónde iban los de Tochano y piensa lo mismo que yo: que saldrán a las liebres. Le dije que si la Doly no se asustaría de ir en el soporte y me contestó que no lo cree fácil. Cuando se fue, estuve quitándole la grasa a la escopeta y me acosté temprano; pero, como me olía, no me pude dormir. No sé por qué me viene a la sesera cada vez que se abre la temporada la perdiz aquella de Villalba; la que me hizo la torre. La condenada no llevaba sino un perdigón en la cabeza. Le pegué a cincuenta metros cuando menos. He pensado en ella y luego he pensado en cuando yo era chico y dejaba los tiros cortos. Don Florián, el cura párroco del Carmen, se hartaba de decirme: «No es eso, mozo. No pares la escopeta cuando oprimas el gatillo. De otro modo, adelanta el tiro para que la pieza se encuentre con él». Pero yo no podía seguir sus instrucciones porque arrancarme la pieza y perder la cabeza era todo uno. Él decía: «Si no sabes reportarte es mejor que cuelgues la escopeta, mozo». Yo lloraba por las noches y me decía que nunca sería un buen cazador. Alguna vez, de casualidad, yo cobraba una caza y entonces la apretaba el pecho con toda el alma y encontraba un placer dañino en verla abrir y cerrar la boca en los estertores de la agonía. Y me gustaba ver mis manos untadas de sangre. Ahora, cada vez que encuentro a don Florián, inflo el pecho. Va y me dice: «¡Quién me iba a decir a mí que aquel rapaz sería con el tiempo la mejor escopeta de la provincia!» Yo lo echo a barato: «¡Qué cosas tiene, don Florián! ¡Qué más quisiera yo!» Él me da unos golpecitos en la espalda: «¿Quién si no?» «Docenas, señor cura. Hay docenas de ellos que funcionan mejor que yo.» Y él pone una sonrisa resignada. Yo pienso que el día que me ocurra lo que a él, que el reúma o el asma o la historia no me dejen salir al campo, me moriré de asco. Como el padre. Eso es, igual que el padre. Voy a intentar dormir, aunque de seguro volverá la perdiz aquella de Villalba. A las seis he quedado con Melecio frente a la botica de Creus.

24 agosto, domingo

El corro de Villatorán debió subirse al páramo. Ha cedido un poco el calor y la codorniz es muy sensible al cambio. En la huerta se constipa en días así. Por lo que he podido oír, casi todos los excursionistas se quedaron a la luna de Valencia. Decididamente no hay codorniz este año. Melecio me recordaba la primera salida del año pasado en la que cobramos 116. Hoy hicimos 21, pero después de un buen jabón. Claro que la Doly es nueva y no parece le sobren vientos. En el arroyo trabajó mal y únicamente hizo tres muestras, una de ellas a una calandria. Mala cosa para un pointer, aunque sea nuevo, hacerle una muestra a una calandria. Melecio hizo 11 y yo sólo 10. Claro que tiré cuatro tiros menos. De salida hice un doblete junto a una morena que me llevó a pensar que las cosas rodarían bien, pero que si quieres. De todos modos ha sido un buen día. Salir al campo a las seis de la mañana en un día de agosto no puede compararse con nada. Huelen los pinos y parece que uno estuviera estrenando el mundo. Tal cual si uno fuera Dios. La Doly se arrojó dos veces del soporte y terminamos por amarrarla. El bicho regresó reventado.

25 agosto, lunes

Vino la Modes después de comer y volvió a echar unas lágrimas. Cuando se calmó dijo que le gustaba la situación de nuestra casa. La madre se va haciendo y dice que si no fuera por la vecindad del señor Moro y los suyos aguantaría. Ha cogido la costumbre de la mujer de Ladislao y todas las mañanas un ciento de gorriones la esperan en la azotea. Alguna tarde viene la señora Rufina a hacerle la tertulia. Sacan dos sillas a la azotea y no cesan de charlar. Otros días va la madre a casa de ella para ver pasar la gente. A la Modes le dije que escribiera a Tino, que está en mejores condiciones que nosotros para ayudarla. Tino, de churrero en Madrid, y sin familia, vive como un patriarca. Las Navidades últimas le habló a la madre de sacar un chiquillo del hospicio. La Modes me dijo que escribió a Florentino pero que, como acostumbra, se había hecho el roncero. Fue entonces cuando le dije que por qué no le dejaba uno de sus chiquillos. Se puso burra y dijo que antes los despachaba a todos que darle uno a Tino. Le pregunté la razón y me dijo que no me hiciera de nuevas, que yo sé lo mismo que ella que Florentino mete en casa a mujeres de la vida.

En el café pregunté a Tochano por su excursión. Como me olía, estuvieron en lo de Muro, a las liebres. Llevaban hechas dos cuando les salió la pareja y tuvieron que tirarlas. Luego no encontraron más que una. En resumidas cuentas, perdieron el día. Le pregunté si quería venir conmigo a Herrera, a las torcaces, un día de labor. Respondió que a las torcaces no hay quien les meta mano una vez que oyen un tiro. A pesar de lo que dice, yo iré a los pinares de Herrera antes de que empiecen los exámenes. Mal ha de darse para no colgar media docena.

A última hora caí por casa de Melecio. No estaba él y pasé un rato con el Mele enseñando a la Doly a cobrar. Luego el Mele me pidió que le contase cosas de pájaros. Le conté otra vez lo del alcaraván y la lagartija.

La madre me dice que en casa del señor Moro tuvieron barullo esta tarde porque es el santo de una de las chicas.

26 agosto, martes

Me pasé el día yendo y viniendo a la tienda de don Rafael para que firme unos traslados. Es la primera vez que veo a un Secretario despachar los asuntos oficiales sin moverse de su almacén. Este don Rafael me va a hacer la tana. Ir y volver a la tienda le lleva a uno media hora larga. El señor Moro me dice que podíamos organizar el servicio por viajes, por días o por semanas; como a mí me pete. Yo prefiero por días, porque así durante las vacaciones no necesito aguardar una semana para salir al campo. Le pareció bien. El tío candongo no me habló una palabra de la conserjería. Bueno está lo bueno.

28 agosto, jueves

En la vida pasaré un trago como el de hoy. Me sorprendió la pareja en un pinar y llevaba a la espalda una liebre como un burro. Bien sabe Dios que salí a las torcaces, pero la tía se me arrancó en la linde de un majuelo, tan clara y tan pausadita, que no me pude reprimir. Le solté el izquierdo porque iba un si es no es larga y la dejé seca. El tiro le cogió la chola y sangraba a chorros. Me asusté porque la socia pesaba sus buenos tres kilos y hacía un bulto del diablo. Pensé que era mejor dejar las torcaces para otro día y volverme arreando a la bicicleta. Yo sabía que en Herrera hay cuartelillo, pero confiaba en que la pareja anduviera de servicio en la carretera. De todas formas, si no es por la mierda de la tamuja ellos ni se enteran. Pero la tamuja crujió al pisar y entonces ellos me sisearon. Me acerqué temblando como si acabara de matar a un hombre. El cabo me preguntó si no sabía que aún no es tiempo de caza y le respondí que había salido a las torcaces. Tenía las manos de sangre y no sabía dónde meterlas. «Ha tirado ahí arriba, ¿no?», preguntó el cabo. «Tiré una torcaz y se me fue de riñones. ¡Son duras las condenadas!», le dije. Yo le sonreía, pero el tío tenía cara de estreñido. Le ofrecí un cigarro, pero no tragó y dijo que no fumaba. Yo no hacía más que pensar si Aquilino tendría autoridad para sacarme del aprieto. Luego dijo el cabo que según la Ley de Caza no puede cazarse donde haya frutos pendientes. «Son negrales estos; no dan más que resina», dije. «Aunque así sea», dijo el cabo. Y luego añadió: «Saque usted…» Y yo pensé que iba a decir: «la liebre del zurrón», pero dijo: «…los papeles». Se los mostré sin abrir la mano para que no viera la sangre. «Bueno», dijo mirándoles por encima. La liebre me pesaba una tonelada y pensé que no podía darme media vuelta mientras ellos siguieran mirando. Tampoco me petaba que me hiciera más preguntas el cabo y le pregunté, para distraerle, si conocía a un brigada que se llama Aquilino. Me dijo que dónde andaba y le respondí que en la capital. «Aquilino ¿qué?», dijo él, entonces. «Pérez. Es primo de mi madre.» El cabo llamó al otro y le preguntó si conocía al brigada Aquilino Pérez. El otro encogió los hombros. Me vi mal otra vez y entonces se me ocurrió contarles lo de la mujer soldado. Le interesó el asunto al cabo y me hizo muchas preguntas. «Cumplía por un hermano», dije. «¿Y el hermano?», preguntó el cabo. «Es desertor», dije. El cabo sonrió al fin y empezó a pesarme menos la liebre en la espalda. ¡La madre que le echó! Hasta las tres no llegué a la bicicleta. La madre ya había dado recado a Melecio. Me he metido en la cama sin comer. La liebre ha pesado tres kilos menos cien gramos.

29 agosto, viernes

Desde hace cuatro días me estoy dejando bigote. Arranca un poco ralillo, pero me da cierta apariencia. No tiene razón de ser, pero sale más recio del lado izquierdo. Claro que también el brazo y el pecho izquierdo los tengo más desarrollados que los derechos. Es natural siendo zurdo, pero no parece claro que lo del bigote tenga nada que ver con esto.

Don Basilio, el director, echó esta mañana un buen rapapolvo a José el de Secretaría. Don Basilio si se atocina saca una voz chillona de pendoncete. José me dijo luego que él conoce a don Basilio y estas peteras no se las toma en cuenta.

No he visto a Melecio en todo el día. Realmente la sierra y los conejos, luego, no le dejan tiempo ni para echar un vaso.

30 agosto, sábado

La Sociedad de Cazadores era esta tarde una olla de grillos. El presidente leyó un escrito para la prensa contra los cazadores desaprensivos. El artículo estaba bien traído y viene a decir que si los cazadores no respetamos la veda acabaremos con la gallina de los huevos de oro. El domingo los civiles hicieron una redada en el rapidillo y el que más y el que menos traía las manos manchadas. Se incautaron de veinticinco escopetas y ciento veintitrés cazas. He de ver a Aquilino. Uno de estos birlochos llevaba seis pollos de perdiz del tamaño de gorriones. Como el presidente dice, esto no se explica si no es por el placer de hacer daño. Según los informes, diez de las liebres estaban preñadas y veintitrés criando. A tres crías por término medio, resulta que los daños causados por esta bazofia son, además de las treinta y tres hembras muertas, las noventa y nueve crías que no nacerán o no podrán vivir sin la teta. Me dijeron si quería firmar al pie del escrito y no me hice de rogar. Hay que terminar con esa canalla.