Por la tarde hicimos dos perdices y una liebre. La liebre la agarró la Doly en la cama. Con paciencia, la Doly puede ser más perro que la Ina. Le sobra instinto; sólo le falta afinarse. Cuando tomamos el tren de vuelta, Tochano tenía el brazo como un neumático y le dolía el hombro. El revisor estuvo curioseando el zorro por arriba y por abajo como si le fuera a cobrar billete. Luego dijo que valía la piel. En la estación hicimos partes y el Pepe dijo que el que llevara el zorro no llevaba cazas. El Pepe sabía que yo quería llevarme el zorro. Pregunté que qué clase de reparto era ése, pero terció Tochano y dijo que liquidásemos pronto porque tenía calentura. No quise hacer una escena por Tochano, pero es fijo que no vuelvo a salir al campo con el Pepe. Es un granuja. Melecio me cedió una perdiz de las suyas. Mañana iré a que me curtan la piel del zorro.

29 septiembre, lunes

Dice el curtidor que la piel de los zorros vale los meses que traen «R». Yo le dije que septiembre traía «R» y él dijo que sí, pero me hizo ver que septiembre es el primer mes que trae «R» después de cuatro que no la traen y que por lo tanto era muda nueva y no se hacía responsable. Quedamos en que le pagaría seis duros por el servicio.

Por la tarde estuve donde Tochano. La hinchazón le llega a los ojos y tiene muchos dolores y calentura. La Paula, la mujer, anda más nerviosa que una lombriz. Él la sacude, pero a ella no parece importarle. Un día le pregunté a Tochano por qué no se casaba con la chica, pero él me respondió de malos modos que pusiera mi casa en orden y no metiera el cuezo en la de los demás. Le pregunté si había avisado al médico y me contestó que le estaban poniendo penicilina. Dice la Paula que el médico dijo que la cosa no le gusta y que había meneado la cabeza como con preocupación. También gibaría que Tochano la diñase por una pamplina así.

1 octubre, miércoles

Hoy cobré 615 líquidas. También cobraron los obvencionales, pero a mí no me corresponden porque soy nuevo. Dice José que, como mínimo, entre los repartos de octubre, febrero y mayo hemos de hacer las dos mil pelas. Si no, nos completan hasta esa cifra por Navidad. Le pregunté si en ese suplemento va incluida la extra, y dijo que son cosas aparte. El señor Moro ha hecho estos días varias matrículas de los de fuera y supongo que le rentarán lo suyo. Comprendo que lo haga él porque a mí aún no me conocen y Ladislao se largó. Al curso que viene veré de explotar este momio.

Llamé al bar de Polo a preguntar por Tochano y la Paula me dijo que tiene menos calentura, pero la hinchazón no baja.

El tiempo se ha metido en agua. Ha estado jarreando todo el día. Las tardes así me gusta encerrarme en casa y oír el chapoteo del agua en el tejado. Me gusta también escuchar los silbidos de los trenes cuando entran y salen de la estación. Pasé la tarde entretenido en limpiar la escopeta y después sumé las piezas de la temporada de codorniz. Total, bien poca cosa: 1 liebre, 53 codornices, 4 torcaces y 2 tórtolas. Es la peor temporada en los últimos seis años. En el cuarenta y dos hice 5 codornices menos. Fue el verano que anduve con las fiebres.

3 octubre, viernes

Sigue cayendo agua. Apertura de curso. A primera hora fui de uniforme a la Universidad a llevar las togas y los birretes. A don Basilio le cae bien el traje académico. El de Francés, en cambio, parece un espantapájaros. El acto resultó un buen tomate. Habló un catedrático de Medicina sobre tumores cerebrales. Cosme me dijo que a ver cuándo me voy con ellos. Ya le dije yo que por mi parte haré todos los posibles para no pasar a la Universidad. El vaina me preguntó que por qué y le contesté lealmente que hay demasiados actos, demasiadas conferencias y demasiadas historias. ¡Si aquello no es vivir! Al salir la procesión, dijo Emilio que ninguno iba como los del Insti. Me hizo gracia el disparate y le dije que se fijara en mi director. Preguntó quién era mi director y se lo dije. ¡Si parece que ha nacido con la toga puesta! Cosme metió el cuezo y dijo que no entraba ni salía en si le caía bien o mal la toga a don Basilio, pero que los catedráticos de Universidad tienen un qué que no tienen los de otros Centros. La procesión duró sus buenos tres cuartos de hora, y cuando regresé a casa con las togas y los birretes, la madre andaba alarmada pensando en si me habría ocurrido algo.

No fui por el café. La madre me avisó para que me asomase a ver pasar el Talgo. Para la madre es un espectáculo de todos los días. Todos los días dice entre dientes: «¡Qué hermoso es!» A las siete vino Melecio y estuvimos recargando. Trajo más pistones de la cárcel. Nos los dan casi regalados y queman mejor la pólvora que los de fábrica. Melecio traía también una lata de pólvora P. B. S. Me dijo luego que, a mediodía, pasó por casa de Tochano y que la hinchazón había cedido. Después Melecio quedó como achucharrado y apenas hablaba. Casi a la hora de marchar me preguntó si me conformaría yo con otros treinta. Le dije que de cuál y respondió que de años. «¡Hombre! -dije-. Eso, Dios dirá.» Él dijo que los firmaba. «¿Es que te sientes mal? -le dije intranquilo-. ¿Por qué piensas hoy esas cosas?» «El otoño me abolla», agregó. Le pregunté si estaban malos los críos, pero él insistió que era el otoño. Cuando se iba me confesó que había regañado con el jefe. Este Melecio tiene un temperamento del diablo. A ratos pienso si no estará un poco chalado.

6 octubre, lunes

Hay más de doscientos chaveas de matrícula y algunos tan chicos que aún se mean en la cama. La gorra es un cachondeo. Uno se me cuadró esta mañana y me dijo: «A sus órdenes, mi teniente». Luego he oído a varios llamarme Teniente. Me quedaré con Teniente para toda la vida, digo yo.

Al señor Moro le dicen la Gallina y al de Francés, José Bonaparte. Es ley de vida. Después de todo también don Basilio es el Coronel. Tenía miedo de que me faltara la voz al llamar a clase o al dar la hora, pero todo rodó bien. El de Francés me ha dicho que le dé la hora a las menos diez; la de Alemán a las menos cinco; don Basilio a las menos siete y don Rafael a las menos cuarto. Así da gusto.

Después de comer, aunque la tarde estaba anubarrada, me cogí la burra y la escopeta y me llegué a Buitrejo. Los majuelos están aún sin vendimiar y viene una cosecha bien rala. A poco de llegar al pinar, descargó una nube y aguanté bajo un pino. Cuando escampaba, sentí cantar las perdices a mi vera. Hacía un ventarrón del demonio y me llegué a la linde del pinar cubriéndome con los pimpollos. Allí hay un claro de escobillas y jaras. El viento casi me tumbaba, pero aguardé con paciencia tras el pimpollo, pues la perdiz cantaba allí mismo. Cuando la vi apeonar, a tiro, estuve por sacudirla, pero aguardé por el placer de observarla. El sol rompió una nube y el campo se llenó de colores. De la parte de la derecha llegaron otras dos perdices cantando confiadamente. Luego se me ocultaron tras una avena y dejaron de cantar. Esperé un rato y salí a por ellas. Las suponía encamadas y llevaba a punto la escopeta. El bando de lo menos veinte se me levantó de los pies. Iban apiñadas y yo tiré al bulto y descolgué tres. No me atreví a tirar el segundo por miedo a perder las tres primeras y luego, en la bicicleta, me pesó.

En el café, el Pepe se cachondeó cuando se lo dije y me salió con la bobada de que también él, de chico, mató un oso de una pedrada en la ingle. Terció Zacarías y dijo que él cayó una vez dos perdices disparando cuando se cruzaban, pero no sabía de nadie que bajara tres de un tiro. Me cabreé y le dije si es que mi palabra no contaba. Los mandrias se echaron a reír. Juan, que retiraba los servicios, dijo: «El cazador no puede engañar a los de su oficio». Y me guiñó un ojo. Me levanté y me vine para casa sin jugar la partida. El que quiera divertirse que se compre un mono.

10 octubre, viernes

Vino Melecio después de comer. Traía en la mano un recorte de «El Diario Vasco» y me lo enseñó. Decía: «Proeza de un joven cazador. El joven de la localidad, Vicente Ansoátegui, tuvo la fortuna de matar ayer una hermosa liebre en este término municipal. Dicha proeza la realizó sin ayuda de perro». Dijo Melecio: «¿Qué te parece?» «Bueno -dije-. Yo no lo entiendo.» Luego me dijo Melecio que le acompañara al café, que íbamos a reírnos un rato. Respondí que ni hablar y me pidió que le explicara. Yo le conté lo de las tres perdices. Me preguntó si es que pensaba guardársela y le dije que no era eso, sino que no me petaba. Salí con él, pero en la esquina nos separamos y yo me fui donde el curtidor. La piel queda bien, aunque un poco tiesa. Le largué al tío los seis duros y él me dijo entonces que eran siete. Le dije que habíamos quedado en seis y seis le daba. El marrajo salió con que el bicho estaba machucado más de la cuenta y que si no quería la piel la dejase. Anduvimos un rato de picadillo. El tío estaba sentado en un taburete, enfrascado en la tarea sin mirarme. De repente levantó los ojos y dijo: «Vengan los seis. Con un duro me limpio yo el ojete». Le dije que no se trataba de eso y que si él creía que su trabajo lo valía le daba los siete duros y santas pascuas. Él saltó con que le diera lo que quisiera. Le dejé los siete pavos sobre el banco y llevé la piel a casa de Melecio para que la Amparo me la guarde hasta Navidad. A los tipos así hay que recortarles las alas.

12 octubre, domingo. El Pilar

Esta mañana bajé por unos churros para celebrar la fiesta. Hay una buñolería en la esquina, pero hasta hoy no había entrado en ella. Ya iban a cerrar aunque sólo eran las nueve y media. Había un montón de churros sobre el zinc y pregunté si estaban calientes. El tipo gruñó y preguntó cuántos quería. Yo los toqué por encima con cuidado para ver si estaban calientes. El hombre se subió a la parra y voceó que los sobase bien y luego dijera que estaban fríos. Yo le dije que no se trataba de eso. Había una chavala fregando la churrera a mano izquierda, bajo un grifo, y volvió la cara al oírnos. Tenía los ojos grandes y asustados. Le dije al tipo aquel que me diera dos pesetas. El hombrón, mientras me despachaba, dijo a la chica: «Lava bien la estrella, que luego pasa lo que pasa». La chavala tenía las manos torpes y daba lástima. Yo no podía apartar los ojos de ella, y cuando comía los churros mano a mano con la madre, veía sus ojos asustados en el tazón de café con leche. Luego, cuando llevaba la caja con los birretes y las togas, junto a la estatua de Colón, donde había un acto de Hispanidad, me quedé mirando como alelado la puerta gris de la buñolería. Durante la Misa de Campaña y los discursos, seguía pensando en los ojos asustados de la chavala de la buñolería. Después de comer, me tumbé en la cama tripa arriba y en el techo continuaba viendo los ojos asustados de la chavala de la buñolería. No salí en toda la tarde. Por la noche me asomé a la azotea y se oía de lejos el concierto de la Banda Municipal en el kiosco del parque. Pensé que quería que tocasen La Bejarana y fue como un milagro, porque a la pieza siguiente la tocaban y hasta que la oí no me di cuenta de que si yo quería que tocasen La Bejarana era para poder recordar más de cerca los ojos asustados de la chavalilla de la buñolería. He estado un rato como una bambarria mirando las luces de la ciudad. Nunca he sentido una cosa así. También gibaría que la chavea esa me hiciera perder la cabeza.