Juan, hay una oportunidad en un millón de que me salve. Y todo depende de ti. Estoy loca, estoy completamente loca, pero de pronto estoy alegre y optimista porque todo depende de ti. Juan, tienes que llamarme aquí, no es imposible, no es imposible, estoy en la estación de Marsella, tienes que adivinarlo, ¿recuerdas que aquí nos conocimos? Y cuando hablemos agradéceme las flores, Juan, y no hables de manzanas. Llámalas apples , agradéceme the apples , por favor, Juan,. Hay siempre un futuro para una niña traviesa. No te olvides: apples , Juan, por favor, gracias en Marsella.

El breve retorno de Florence este otoño

A Lizbeth Schaudin y Hermann Braun

No podía creerlo. No podía creerlo y me preguntaba si en el fondo no había esperado siempre que algo así me ocurriera con Florence. El recuerdo que había guardado de ella era el de horas de ésas felices, pero felices a mi modo, como a mí me gustan. Y tal vez el trozo de soñador que aún queda en mí había creído firmemente, intermitentemente, puede ser, qué importa, que de todos modos algún día la volvería a encontrar. Reconozco haber pasado largas temporadas sin recordarla conscientemente, sin pensar en aquello como algo realmente necesario, pero también recuerdo decenas de caminatas por aquella calle, deteniéndome largo rato ante su casa, ante aquel palacio que fuera residencia de madame de Sevigné, y que por los años del destartalado colegito en que conocí a Florence, era ya el museo Carnavelet, pero también, en un sector, la residencia de Florence y de su familia. En 1967, cuando mi madre vino a verme a París, la llevé a visitar ese museo, y juntos nos detuvimos ante una escalera que llevaba al sector habitado, mientras yo le hablaba un poco de Florence, de los años en que fui su profesor, de cómo jugábamos en la nieve, y como mi madre iba entendiendo, le hablé también de todas esas cosas que en el fondo no eran nada más que cosas mías.

Pero de ahí no pasó el asunto, principalmente porque yo ya estaba bastante grandecito para subir a tocarle la puerta a una muchacha que se había quedado detenida casi como una niña, en mis recuerdos de adulto. Y sin embargo… Y sin embargo no sé qué, no sé qué pero yo seguí creyendo muchos años más en un nuevo encuentro con Florence. Y ahora que lo pienso, tal vez por eso escribí sobre ella guardando muchos datos, el lugar, mi nacionalidad, nuestros juegos preferidos, y hasta nombres de personas que ella podría reconocer muy fácilmente. Sí, a lo mejor escribí aquel cuento llevado por la vaga esperanza de que algún día lo leyera y me buscara por todo lo que sobre ella decía en él, a lo mejor lo escribí, en efecto, como una manera vaga, improbable, pero sutil, de llamarla, de buscarla, en el caso de que siguiera siendo la misma Florence de entonces, la bromista, la alegre, la pianista, la hipersensible. No puedo afirmarlo categóricamente pero la idea me encanta: Un hombre no se atreve a buscar a una persona que recuerda con pasión. Han pasado demasiados años desde que dejaron de verse y teme que haya cambiado. En realidad le teme más a eso que a las diferencias de edad, fortuna, etc. Escribe un cuento, lo publica en un libro, lo lanza al mar con una botella que contiene otra botella que contiene otra botella que… Si Florence ve el libro y se detiene ante él, es porque reconoce el nombre de su autor. Si Florence compra el libro es porque recuerda al autor y le da curiosidad. Si Florence lee el cuento y me llama es porque se ha dado el trabajo de buscar mi nombre y mi dirección, porque me recuerda mucho, y porque el cuento puede seguir, pero aquí en mi casa, esta vez. La idea es genial, posee su gota de maquiavelismo, ma contenutissimo, pas d’ofense, Florence, aunque tiene también su lado andante ma non troppo, ten paciencia, Hortensia. La idea es, en todo caso, literaria, y está profundamente de acuerdo con el trozo de soñador que queda en mí, me encanta. Salud, James Bond. Pero a James Bond no le habría conmovido, chaleco antibalas, tecnócrata, etc. Cambio de intención, y brindo por el inspector Philip Marlowe. Y como él, me siento a morirme de aburrimiento en el destartalado chesterfield de mi oficina, pensando en los años que llevo sin ver a Florence, porque ello me ayuda a llevar la cuenta de los años que llevo sin ver alegría mayor alguna entrar por mi puerta. No más James Bond, no más Philip Marlowe, El viejo y el mar es el hombre.

Un día sucedió todo. Y de todo. Qué sé yo. No podía creerlo y tardé un instante en comprender, en captar, en reconocer la fingida voz ronca con que me estaba resondrando por ser yo tan estúpido, por no haberla reconocido desde el primer instante. Finalmente Florence me gritó que su casa estaba llena de botellas. Le grité ¡Escritora!, ¡premio Nobel!, y terminamos convertidos, telefónicamente, en los personajes de esta historia.

Después, claro, a la vida le dio por joder otra vez, aunque yo le anduve haciendo quite tras quite. Ella también, es la verdad. Por eso seguirá siendo siempre Florence W. y Florence. En voz baja, y con tono desencantado, debo decir ahora que Florence se había casado. Y debo añadir, aunque ya no sé en qué tono, que la boda fue hace un mes, tras un brevísimo romance a primera vista, o sea que hace unos tres meses, digamos… No, no digamos nada. La boda fue hace un mes y punto. El afortunado esposo (podría llamarlo simplemente «el suertudo», pero la cursilería esa de afortunado esposo es la que mejor le cae a esta raza de energúmenos cuya única justificación es la de saber llegar a tiempo) es un hombre mucho más joven que yo, médico, deportista y sumamente inteligente. La verdad, le tomé cariño y respeto, y con más tiempo pudimos llegar a ser amigos, pero no hubo mucho más tiempo porque yo me fui antes de que la historia empezara a perder ángel o duende o como sea que se le llame a eso que le quita todo encanto a las historias. En el amor como en la guerra… En fin, me fui como quien se desangra. No había sido nunca mi intención ese cariño que sentí brotar por Florence, aquella noche en su casa; ni siquiera cuando me llamó por teléfono, creo. Si deseé tantos años un nuevo encuentro fue porque me gusta apostar que hay gente que no cambia nunca. Gané, claro, pero acabé yéndome así, como dijo el gaucho.

Bueno, pero démosle marcha atrás a la historia, que eso sí se puede hacer en los cuentos. Aquí estoy todavía, dando de saltos en el departamento, y sin importarme un pepino que Florence se acaba de casar hace un mes. Su ronquera me hacía reír a carcajadas. ¡Ah!, Florence no cambiaría nunca. Como no entendía de parte de qué Florence era, fingió esa ronquera para darme de gritos por teléfono y acusarme de todo, de falta de optimismo, de falta de fantasía, de todo. ¡Florence no había cambiado! Me esperaba mañana, no, mañana no, ¡esta misma noche te espero porque estoy temblando de ganas de verte! ¡Hasta mañana no aguanto! ¡No puede ser verdad! ¡Pero es verdad y yo también he soñado con volver a verte! ¿Te acuerdas del colegio? ¿Te acuerdas cuando se suicidó mi hermana? ¡Creo que gracias a ti se nos fue quitando la pena en casa! ¡Diario llegaba yo y les contaba todo lo que tú contabas! ¡En casa empezaron a reír de nuevo…! ¡Otro día…, mañana, mañana mismo, así nos vemos hoy y mañana te llevo a ver a mis padres! ¡Siempre quisieron conocerte! ¡Van a estar felices cuando sepan que todavía andas por acá! ¡Ya vas a ver! ¡Te van a invitar mil veces! ¡Pero más todavía te vamos a invitar Pierre y yo! ¡He tratado de traducirle el cuento a Pierre! ¡Lo inquieta, no logra entender, es imposible que logre entender! ¡Es como si fuera algo sólo nuestro! ¡Me has hecho vivir de nuevo esos años y estoy feliz! ¡Es muy explicable que Pierre no entienda! ¡Fueron cosa nostra esos años! ¡Pero no te preocupes por lo de Pierre! ¡Yo lo adoro y tú vas a quererlo también! ¡Le voy a decir a Pierre que no me reconociste en el teléfono! ¡Sí, pero tardaste! ¡Te mato la próxima vez! ¡Bueno, yo siempre soy tan debilucha pero Pierre te mata la próxima vez!

Yo seguía saltando horas después. Claro, lo de Pierre no era como para tanto salto, pero al mismo tiempo qué me hacía con Pierre si paraba de saltar. Además, Florence era la misma, sólo a ella se le hubiese ocurrido fingir esa ronquera para darme de gritos por no haberla reconocido en el acto. Y ahora que recuerdo mejor, fue por eso que dejé de dar brincos como un imbécil. ¿Y yo? ¿Seguía siendo el mismo? Eran diez años sin verla. Diez años también sin que ella me viera a mí. Y en el cuento me había descrito visto por ella, como ella me vio entonces. Un tipo destartalado, con un abrigo destartalado, que vivía en un mundo destartalado. ¿Y cómo la vi yo a ella? A pesar de los contactos, que fueron tan breves como tiernos, Florence era una adolescente inaccesible, casi una niña aún, un ser inaccesible que regresaba cada día al palacio de madame de Sevigné. Había llegado, pues, el momento para una gran fantasía. Yo deseaba ser feliz, y ya por entonces había aprendido a conformarme con que esas cosas no duran mucho. Me vestí para un palacio.

Total que el que aterrizó esa noche ante el departamento de Florence era una especie de todo esto, encorbatado al máximo, y oculto el rostro tras un sorprendente ramo de flores, a ver qué pasaba cuando le abrieran y sacara la carota de ahí atrás. Estaba viviendo una situación exagerada, pero yo ya sé que de eso moriré algún día. Lúcido, eso sí, como esa noche ante el departamento de Florence y notando ciertos desperfectos. El barrio no tenía nada que ver con el barrio en que vivía antes. La calle tampoco, el edificio mucho menos, y ni qué decir de la escalera… Por esa escalera jamás había subido un tipo tan elegante como yo, y yo no era más que una visión corregida, al máximo eso sí, pero corregida, del individuo de mi cuento anterior. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? ¿Qué había fallado? No podía saberlo sin tocar antes. Pero en todo caso yo seguía temblando oculto tras las flores como si no pasara nada. Es lo que se llama tener fe.

Y así hasta que ya fue demasiado tarde para todo. Si las flores que traía eran precisamente las que Florence detestaba, ya las tenía en una mano y la otra en el timbre. Si el nudo de la corbata se me había caído al suelo, ya tenía una mano ocupada con las flores y la otra en el timbre. Si Florence me iba a encontrar absolutamente ridículo, ya tenía las flores en la derecha y la izquierda en el timbre. Lo mismo si Florence se había casado con Pierre: la derecha en las flores, la izquierda en el timbre. Abrió. Estuvo no sé cuánto rato no pasando nada cuando me abrió. Yo había puesto la cara a un lado de las flores para que me viera de una vez por todas, y al verla me pregunté qué habría sido del elegantísimo mayordomo árabe de mi cuento anterior. Increíble, seguía notando desperfectos y seguía también lleno de fe, aunque Florence no se sacaba el cigarrillo barato de la comisura de los labios por nada de este mundo y ni por asombro era Florence. Hasta que me equivoqué. Y todo, realmente todo empezó a funcionar cuando apareció su sonrisa y me preguntó si había hecho un pacto con el diablo o qué. Soltamos la risa al comprender juntos que ella ya no era la chica de quince años sino una mujer de veinticinco y que yo ya no era el viejo profesor de veinticinco años sino un hombre metido hasta el enredo en una situación exagerada. Por ahí, por el fondo, por donde tenía que aparecer, empezó a aparecer Pierre. No sé si Florence, pero yo sí comprendí que nos quedaban sólo segundos.