– ¡Santo Padre! -exclamó Guido-, ¡no me venga usted ahora con letras de bolero! ¡Qué estafa! ¡Qué escándalo! ¡Ay…! ¡Hay…! ¡Hay golpes en la vida…yo no sé!

– ¡Y tú no me vengas con versos de Vallejo!

– Está bien -dijo Guido, realmente anonadado-. Está bien. La Iglesia, y no el diablo, me aleja para siempre de Dios. El Santo Padre de Roma, y no Satanás, me acerca para siempre al infierno. Io capito… Tutto… Bene… Benissimo… No me dejaron ser el mejor entre los mejores… Pues seré el peor entre los peores…

– Sujétenlo -ordenó el Santo Padre-: Éste es capaz de armar la de Dios es Cristo.

Pero Guido no armó nada y más bien el resto de su vida fue un exhaustivo e intenso andar desarmándose. A Lima llegó ya sin sotana y explotando al máximo su gran parecido a Caruso. Bastón, zapatos de charol, chaleco de fantasía, corbata de lazo y seda azul, enorme y gruesa leontina de oro, clavel en el ojal, sombrero exacto al de Caruso y ladeado como Caruso. Un año más tarde era el hombre más conocido por las muchachas en flor que salían del colegio Belén, a las doce del día y a las cinco de la tarde. Sus bombones llegaron a ser el pan nuestro de cada día de cinco adolescentes y Guido visitó la cárcel por primera vez en su vida. Durante los meses que duró su reclusión, leyó incesantemente El diablo de Giovanni Papini, un poco por no olvidar nada y otro poco por recordarlo todo, según explicaba en el perfecto latín que desde entonces usó siempre para dirigirse a la policía peruana. No le entendían ni papa.

– Pero la cárcel lo marcó -explicó mi hermano, haciendo exacto el gesto del que se toma una mulita de pisco seco y voltea’o.

– Borracho, además de todo -sentenció mi padre.

– Y de los buenos -continuó mi hermano-. Borracho de esos que logran sobrevivir a noventa grados bajo corcho. Cada borrachera del pobre Guido era un verdadero descenso del trono vaticano hasta el mismo infierno. Podía empezar en el Ritz, en París, y seguro que ésa fue la vez en que lo viste arrojando oro y más oro por París, Manolo; podía empezar en los casinos de Las Vegas, jugándose íntegra una de esas fortunas que hacía de la noche a la mañana y deshacía en los seis meses que tardaba en llegar al infierno de los muladares, pasando de un país a otro, decayendo de bar en bar, esperando que el diablo se le metiera en el cuerpo y lo fuera llenando de esas llagas asquerosas que día a día apestaban más, a medida que se iban extendiendo por todo su cuerpo, obligándolo a rascarse, a desangrarse sin sentirlo, anestesiado por meses de alcohol que empezaba siendo champán en Maxim’s y terminaba siendo mezcal o tequila en alguna taberna de Tijuana, de donde otros borrachos lo largaban a patadas porque nadie soportaba la pestilencia de esas llagas sangrantes entre la ropa hecha jirones por la manera feroz en que se rascaba. Lo rescataban en los muladares, a veces cuando los gallinazos ya habían empezado a picoteárselo. Lo rescataba la policía sin entender ni papa de lo que andaba diciendo en latín, pero las monjas de la Caridad, que tantas veces lo recibieron en sus hospicios, afirmaban que no parecía mentir cuando narraba delirantes historias en las que había sido Papa, nada menos que Papa, y en las que ahora era el diablo, nada menos que el diablo, y todo por culpa del Papa de Roma. Se conocía hasta el más mínimo detalle de la vida cotidiana en el Vaticano, agregaban a menudo las monjitas espantadas y algunas hasta tuvieron problemas porque una vez en Quito sorprendieron a tres besándole las llagas. Las tres se desmayaron ipso facto y otra que vino y las encontró tiradas al pie de la cama gritó ¡Milagro!, y se desmayó también y después vino otra y lo mismo y una medio histérica que entró a ver qué pasaba chilló que era el Señor de los Desmayos antes de ahogarse en su propio alarido y de ahí al milagro, comprenderán ustedes…

– ¿Pero no dijiste que apestaba horrores? -intervino mi padre.

– Yo qué sé, papá. A lo mejor en eso estaba precisamente lo milagroso: en que las monjitas le besaron las llagas porque no sentían el olor y…

– Anda, hombre…

– Bueno, lo cierto es que lo curaban hasta dejarlo fresco como una rosa, lozano e italiano como Caruso porque él mismo les diseñaba, entre amables sonrisas de convaleciente de mártir, porque lo suyo había sido un verdadero martirologio, según afirmaban y confirmaban las monjitas, él mismo les diseñaba su nueva ropa de Caruso a la medida y volvía a salir al mundo en busca de una nueva vida, que era siempre la misma, dicho sea de paso. Negocios geniales, intensas jornadas con mil llamadas a la Bolsa de Nueva York, por ejemplo, presencia obligada, con deliciosas cajas de bombones, en todos los colegios de chicas, cambiando siempre de colegio para despistar a la policía, y un día la cumbre: una nueva fortuna, fruto del negocio más genial o de estafas como las que le pegó a Pichón de Pato siete días antes de que lo conociera yo noqueado sobre el aserrín del Bar Zela. De la cumbre a la primera gran borrachera, derrochando, rodeado de gloria y muchachitas en los cabarets más famosos. Eso podía durar días y hasta semanas. Duraba hasta que le salía la primera llaguita. Alguien detectaba el hedor en un fino cabaret. Cuatro, cinco meses después, patadas de asco como a un leproso de mierda y el pobre Guido con las justas lograba comprarse las últimas botellas de cualquier aguardiente, aquellas que se llevaba entre pedradas cuando la ciudad lo expulsaba hasta obligarlo a confundirse con sus propios muladares, ya convertidos en escoria humana.

– No son historias para contar en la mesa, asqueroso -intervino mi padre, por eso de la autoridad paterna.

– Bueno -dijo mi hermano que, a pesar de las copas, veía a través del alquitrán y además conocía perfectamente bien a mi padre-. Bueno -repitió-, entonces no cuento más. Y perdona, por favor, papá.

– No, no, termina; ya que empezaste termina -dijo, casi suplicante, mi padre. Y esforzándose, como quien intenta salir de su propia trampa, agregó secamente-: Termina pero sin olor.

– Imposible, papá.

– Cómo que imposible.

– Sin pestilencia no puedo terminar, papá.

– ¡Me puedes decir qué estás esperando para terminar, muchacho del diablo!

– Que me des permiso para que apeste-le respondió mi hermano, tragándose una buena carcajada, al ver que mi padre caía una y otra vez en las trampas de la autoridad paterna.

– Termina, por favor -intervino mi madre, al ver los apuros en que se había metido la autoridad paterna.

– Bueno -empezó mi hermano, con voz pausada, deleitándose-, imagínense ustedes el muladar más asqueroso de Calcuta, pero aquí en Lima, lo cual, la verdad, no es nada difícil. Ubicación exacta: barriadas del Agustino o, mejor dicho, muladares de las barriadas del Agustino. Allí donde no entran ni los perros sarnosos. Y sin embargo, desde hace algunos días hay algo que apesta más de lo que apesta el muladar. No, no son los gallinazos los que anuncian tanta pestilencia porque ahí hay gallinazos night and day. El muladar apesta como nunca. Apesta tanto a sabe Dios qué tipo de mierda reconcentrada, perdón, papá, a sabe Dios qué tipo de mierda reconcentrada, que los mendigos, los leprosos, los orates, los calatos de hoy y de ayer y demás tipos de locos y excrementos humanos empiezan a salir disparados, a quejarse, y hasta hay uno que se convierte como la gente que se convierte de golpe al catolicismo o algo así, sí, uno que era orate y calato y leproso y sólo le pedía ya a los chanchos para comer y hacer el amor. Pues nada menos que ése fue el que se convirtió, llevado por tremebunda pestilencia. Tal como oyen. Tocó la puerta donde unos Testigos de Jehová y contó, como nadie más que él habría podido hacerlo, exactamente lo que había olido, agregando que quería confesarse con agua caliente y jabón. Testigos fueron nada menos que los Testigos de Jehová, quienes a su vez sentaron olorosa denuncia en la comisaría más cercana. Un teniente llamó a los bomberos y éstos acudieron como siempre con sus sirenas, pero a medida que se iban acercando entre perros sarnosos que huían, leprosos sarnosos que los seguían, despavoridos orates y demás tipos de calatos, aunque no faltaba algún loco que aún conservaba sus harapos, cual recuerdo de mejores tiempos y olores, a medida que se iban acercando los bomberos con sus máscaras y sus sirenas, éstas iban enmudeciendo debido sin duda a la pestilencia, ya ni sonaban las pobres sirenas entre tamaña pestilencia y los pobres bomberos daban abnegados alaridos de asco en el cumplimiento de sus abnegadas labores de acercamiento al cráter y por fin uno gritó que era el de siempre, sólo que peor que nunca esta vez, y que ahí estaba y hablando como siempre en latín.

– Yo sería partidario de terminar con el problema de las barriadas mediante un bombardeo -intervino mi padre, en un súbito aunque esperado y temido arrebato de justicia social-. Esa gente arruina la ciudad, y cuando no enloquece, los agitadores comunistas los convierten en delincuentes y hasta en comunistas, en los peores casos. Un buen bombardeo…

– ¿Puedo acabar, papá?

– Pero si ya todos sabemos que a ese pobre diablo lo volvieron a meter donde las monjas de la caridad y que éstas lo volvieron a curar con lo que uno da de limosna o paga de impuestos y que volvió a salir y terminar en la mugre. ¡Ah…! Lo que es yo, yo con unas cuantas bombas…

– El Papa Guido Sin Número murió anoche y fue enterrado esta mañana, papá, por si te interesa.

– Entonces ya qué interés puede tener.

– Asistió el cardenal Landázuri, por si te interesa, papá.

– O está chocho o ya se volvió comunista.

– Asistió el Presidente de la República, por si te interesa, papá.

– Un mentecato. Nos equivocamos votando por él. No ha sido capaz de bombardear una sola barriada en los dos años que lleva…

De golpe sentí una pena horrible al comprender que mi hermano no lograría terminar su historia, pero él estaba dispuesto a seguir luchando y por eso se tiró un pedo, dijo perdón papá, se tiró otro, y, ya sin decir perdón, dijo fue el tacú tacú que me tragué anoche con un apañado y siete huevos y qué se iba a hacer del cuerpo, lo cual en buen cristiano ya sabes lo que quiere decir, papá, y desapareció antes que mi padre pudiera largarlo de la mesa por grosero. Al cabo de un rato me llamó y ése fue el día en que al mismo tiempo como que crecí y me hice hombre o me saqué el dedo de la boca o algo así. Mi hermano estaba sentado sobre su cama y dudó un momento antes de extenderme la copa de pisco con que nos hicimos amigos, al menos por unas horas, porque yo, claro… Pero en fin, eso vino después.