– ¿Y el carro?

– Ese sí que murió -respondió Manolo, pensando: «Nunca nació».

– Y ahora, ¿qué vas a hacer?

– Nada -dijo con tono indiferente-. Tengo que esperar que mis padres vuelvan de Europa. Ellos verán si lo arreglan o me compran otro. «No me creas, América», pensó, y dijo: No quiero arruinarles el viaje contándoles que he tenido un accidente. De cualquier modo -«allá va el disparo», pensó-, no podré manejar por un tiempo.

– Pero, ¿tu carro, Manolo?

– Pues nada -dijo, pensando que todo iba muy bien-. El problema está en conseguir taxis que quieran venir hasta Chaclacayo.

– Usa los colectivos, Manolo. («Te quiero, América.») No seas tonto.

– Ya veremos. Ya veremos -dijo Manolo, pensando que todo había salido a pedir de boca-. ¿Y tus exámenes?

– Un ensarte -dijo América, con desgano-. Me jalaron en tres, pero no pienso ocuparme más de eso.

– Claro. Claro. ¿Para qué te sirve eso? «¿Para ser igual a Marta?», pensó.

– ¿Vamos a bañarnos a Huampaní?

– ¡Bestial! -exclamó Manolo. Sentía que se llenaba de algo que podía ser amor.

– ¿Y tus lesiones?

– ¡Ah!, verdad. ¡Qué bruto soy…! Es que cuando no me duelen me olvido de ellas. De todas maneras, te acompaño.

– No. No importa, Manolo -dijo América, en quien parecía despertarse algo como el instinto maternal-. ¿Vamos al cine? Dan una buena película. Creo que es una idiotez, pero vale la pena verla. Cuando mejores, iremos a nadar.

– Claro -dijo Manolo. La amaba.

Durante diez días, Manolo cojeó al lado de América por todo Chaclacayo. Diariamente venía a visitarla, y diariamente se disfrazaba para ir a su casa. Sin embargo, tuvo que introducir algunas variaciones en su programa. Variaciones de orden práctico: tuvo, por ejemplo, que buscar otro vestuario, pues los propietarios del restaurante en que se cambiaba, se dieron cuenta de que entraba sano y corriendo, y salía maltrecho y cojeando. Se cambiaba, ahora, detrás de una casa deshabitada. Y variaciones de orden sentimental: debido a la credulidad de América. Le partía el alma engañarla de esa manera. Era increíble que no se hubiera dado cuenta: cojeaba cuando se acordaba, se quejaba de dolores cuando se acordaba, y un día hasta se puso a correr para alcanzar a un heladero. No podía tolerar esa situación. A veces, mientras se ponía las vendas, sentía que era un monstruo. No podía aceptar que ella sufriera al verlo tan maltrecho, y que todo eso fuera fingido. ¿Y cuando se acordaba de sus dolores? ¿Y cuando la hacía caminar lentamente a su lado, cogiéndolo del brazo sano? Era un monstruo. «Adoro su ingenuidad», se dijo un día, pero luego «¿y si lo hace por el automóvil?». «Y si cree que me van a comprar otro?» Pero no podía ser verdad. Había que ver cómo prefería quedarse con él, antes que ir a bañarse a la piscina de Huampaní. «Es mi amor», se dijo, y desde entonces decidió que tenía que sufrir de verdad, aunque fuera un poco, y se introducía piedrecillas en los zapatos para ser más digno de la credulidad de América, y de paso para no olvidarse de cojear.

Durante los días en que vino cubierto de vendas, Manolo y América vieron todas las películas que se estrenaron en Chaclacayo. Dos veces se aventuraron hasta Chosica, a pedido de Manolo. Fueron en colectivo (él se quejó de que no hubiera taxis en esa zona). Y se pasearon por el Parque Central, y recordaba su niñez. Recordaba cuando su padre se paseaba con él los domingos vestidos de sport, y qué miedo de que le cayera un pelotazo de fútbol en la cabeza. Porque no quería ver a su padre trompearse, porque su padre era muy flaco y muy bien educado, y porque el temía que algunos de esos mastodontes con zapatos que parecían de madera y estaban llenos de clavos y cocos, le fuera a pegar a su padre. Y entonces le pedía para ir a pasear a otro sitio, y su padre le ofrecía un helado, y le decía que no le contara a su mamá, y le hablaba sin mirarlo. Hubiera querido contarle todas esas cosas a América, y un día, la primera vez que fueron, trató de hacerlo, pero ella no le prestó mucha atención. Y cuando América no le prestaba mucha atención, sentía ganas de quitarse las piedrecillas que llevaba en los zapatos, y que tanto le molestaban al caminar. Recordaba entonces que un tío suyo, muy bueno y muy católico, se ponía piedrecillas en los zapatos por amor a Dios, y pensaba que estaba prostituyendo el catolicismo de su tío, y que si hay infierno, él se iba a ir al infierno, y que bestial sería condenarse por amor a América, pero América, a su lado, no se enteraría jamás de esas cosas que Marta escucharía con tanta atención.

– América -dijo Manolo. Era la segunda vez que iban a Chosica, y tenía los pies llenos de piedrecillas.

– ¿Qué?

– ¿Cómo habrá venido a caer este poema en mi bolsillo?

– A ver…

Bajando el valle de Tarma,

Tu ausencia bajó conmigo.

Y cada vez más los inmensos cerros…

Se detuvo. No quiso seguir leyendo: tres versos, y ya América estaba mirando la hora en su reloj. Guardó el poema en el bolsillo izquierdo de su saco, junto a los otros doce que había escrito desde que la había conocido. Poemas bastante malos. Generalmente empezaban bien, pero luego era como si se le agotara algo, y necesitaba leer otros poemas para terminarlos. Casi plagiaba, pero era que América… La invitó a tomar una Coca-Cola antes de regresar a Chaclacayo. El pidió una cerveza, y durante dos horas le habló de su automóvil: «Era un bólido. Era rojo. Tenía tapiz de cuero negro, etc.». Pero no importaba, porque cuando su padre llegara de Europa seguro que le iba a comprar otro, y «¿qué marca de carro te gustaría que me comprara, América? ¿Y de qué color te gustaría? ¿Y te gustaría que fuera sport o simplemente convertible?». Y, en fin, todas esas cosas que iba sacando del fondo de su tercera cerveza, y como América parecía estar muy entretenida, y hasta feliz: «¡Imbécil! Marta», pensó.

El día catorce de enero, Manolo llegó ágil y elegantemente a casa de América. No había olvidado ningún detalle: hacía dos o tres meses que, por casualidad, había encontrado por la calle a Miguel, un jardinero que había trabajado años atrás en su barrio. Miguel le contó que ahora estaba muy bien, pues una familia de millonarios lo había contratado para que cuidara una inmensa casa que tenían deshabitada en Chaclacayo. Miguel se encargaba también de cuidar los jardines, y le contó que había una gran piscina; que a veces, el hijo millonario del millonario venía a bañarse con sus amigos; y que la piscina estaba siempre llena. «Ya sabes, niño», le dijo, «si algún día vas por allá…». Y le dio la dirección. Cuando tocó la puerta de casa de América, Manolo tenía la dirección en el bolsillo. -¡Manolo! -exclamó América al verlo-. ¡Como nuevo!

– Ayer me quitaron las vendas definitivamente. Los médicos dicen que ya estoy perfectamente bien. (Había tenido cuidado de no hablar de heridas, porque le parecía imposible pintarse cicatrices.)

Y durante más de una semana se bañaron diariamente en Huampaní. Por las noches, después de despedirse de América, Manolo iba a visitar a Miguel, quien lo paseaba por toda la inmensa casa deshabitada. Se la aprendió de memoria. Luego, salían a beber unas cervezas, y Manolo le contaba que se había templado de una hembrita que no vivía muy lejos. Una noche en que se emborracharon, se atrevió a contarle sus planes, y le dijo que tendría que tratarlo como si fuera el hijo del dueño. «Pendejo», replicó Miguel, sonriente, pero Manolo le explicó que en Huampaní había mucha gente, y que no podía estar a solas con ella. «Pendejo, niño», repitió Miguel, y Manolo le dijo que era un malpensado, y que no se trataba de eso. «La quiero mucho, Miguel», añadió, pensando: «Mucho, como antes, porque la iba a volver a engañar».

Llegaban a Huampaní.

– Mañana iremos a bañarnos a casa de mis padres -dijo Manolo-. He traído las llaves.

– Hubiéramos podido ir hoy -replicó América, mientras se dirigía al vestuario de mujeres.

Manolo la esperaba sentado al borde de la piscina, y con los pies en el agua. «Traje de baño blanco», se dijo al verla aparecer. Venía con su atrayente malla blanca, y caminaba como si estuviera delante del jurado en un concurso de belleza. Avanzaba con su melena… Debería cortársela aunque sea un poco porque parece, y sus piernas morenas mas tostadas por el sol con esos muslos. Esos muslos estarían bien en fotografías de periódicos sensacionalistas. Sufriría si viera en el cuarto de un pajero la fotografía de América en papel periódico. América se apoyó en su hombro para agacharse y sentarse a su lado. Vio cómo sus muslos se aplastaban sobre el borde de la piscina, y cómo el agua le llegaba a las pantorrillas. Vio cómo sus piernas tenían vellos, pero no muchos, y esos vellos rubios sobre la piel tan morena, lo hacían sentir algo allá abajo, tan lejos de sus buenos sentimientos… Qué pena, parece de esas con unos hombres que dan asco en unos carros amarillos que quieren ser último modelo los domingos de julio en el Parque Central de Chosica. Justamente cuando no me gusta ir al Parque de Chosica. Esos hombres vienen de Lima y se ponen camisas amarillas en unos carros amarillos para venir a cachar a Chosica.

– No me cierra el gorro de baño.

– No te lo pongas.

– Se me va a empapar el pelo.

– El sol te lo seca en un instante.

Había algo entre el sol y sus cabellos, y él no podía explicarse bien que cosa era… Pero los tigres en los circos son amarillos como el sol y esa cabellera de domadora de fieras. América le pidió que le ayudara a ponerse el gorro, y mientras la ayudaba y forcejeaba, pensaba que sus brazos podían resbalar, y que iba a cogerle los senos que estaban ahí, junto a su hombro, tan pálido junto al de América… Y por cojudo y andar fingiendo accidentes de hijo de millonario no he podido ir a mi playa en los viejos Baños de Barranco, con el funicular y esas cosas de otros tiempos, cerca a una casa en que hay poetas. Esos Baños tan viejos con sus terrazas de madera tan tristes. Pero América no quedaría bien en esa playa de antigüedades porque aquí está con su malla blanca y las cosas sexys son de ahora o tal vez, eso no, acabo de descubrirlas. No porque la quiero. América. No voy a mirarle más los vellos, quiero tocarlos, son medio rubios. Me gustan sobre sus piernas, sus pantorrillas, sus muslos morenos.

«Al agua», gritó América, resbalándose por el borde de la piscina. Manolo la siguió. Nadaba detrás de ella como un pez detrás de otro en una pecera, y a veces, sus manos la tocaban al bracear, y entonces perdía el ritmo, y se detenía para volver a empezar. América se cogió al borde, al llegar a uno de los extremos de la piscina. Manolo, a su lado, respiraba fuertemente, y veía como sus senos se formaban y se deformaban, pero era el agua que se estaba moviendo.